Ubicado en las afueras de la ciudad de Tipitapa, a 22 kilómetros de Managua, el centro penal La Modelo alberga a 2 mil 400 personas, un tercio de los privados de libertad que tiene Nicaragua. La calle de acceso es larga, recta y el asfalto es escaso, pero movimiento no le falta. Las visitas de familiares convierten el lugar en un vaivén de caponeras, nombre que aquí dan a unas bicicletas adaptadas para el transporte de personas, y uno intuye que se acerca a la entrada por el aumento desmesurado en el número de puestos de comida. Las primeras dos plumas que regulan el acceso están pintadas de negro y amarillo, y justo encima cuelga un rótulo grande y cuadrado que tiene dibujado el perfil de una botella y unas letras: Bienvenido al Sistema Penitenciario Nacional. Lo donó Coca-cola.
Entrar al recinto dentro del carro de Luis Amado Peña -el sacerdote encargado de la pastoral penitenciaria- resultó tan sencillo como ingresar a una residencial privada junto al presidente de la junta directiva. Pero ahora, al salir, el funcionario de turno –pantalón verde planchado y una camisa blanca impecable– abandona la sombra de la caseta y, después de saludar respetuoso y de intercambiar unas palabras, gira alrededor del pick up mientras se encorva ligeramente para mirar en los bajos del vehículo.
—Desde hace unas semanas están revisando más –dice el padre Peña–. Es por esa fuga que te conté el otro día.
El pasado 18 de febrero un joven llamado Álvaro Valverde se fugó de Tipitapa. Se cree que lo hizo asido al chasis de un autobús. Cuando el bus se alejó lo suficiente, el joven se descolgó, paró un taxi que iba en sentido contrario y desapareció. Tres días permaneció prófugo, pero al cuarto Valverde regresó arrepentido a Tipitapa acompañado por su padre y su abogado. Desde entonces los controles son más estrictos.
—Ay –se queja el padre Peña–, pero los problemas son para resolverlos, no para cerrar las cosas.
Percepciones y cifras
Nicaragua es diferente. En materia de seguridad ciudadana, Managua se percibe como una ciudad infinitamente más tranquila que el resto de capitales del llamado CA-4: Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Aquí son excepción los negocios que tienen guardas de seguridad con fusiles, está profundamente arraigada la costumbre de compartir un taxi con desconocidos, y en la noche las sillas se toman las entradas de las casas porque miles salen a tomar la fresca.
No se trata solo de percepciones. En 2009 la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes fue de 71, 67 y 53 en El Salvador, Honduras y Guatemala, respectivamente. En Nicaragua no pasó de 13.
“Si vos querés conocer un país, conocé sus cárceles, porque en las cárceles está el país en pequeño”. La frase, una paráfrasis tropicalizada de un reconocido aforismo, sale como un torrente de la boca de Auxiliadora Urbina, la procuradora especial de personas privadas de libertad, de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) de Nicaragua. Eso dice su tarjeta de presentación, pero en el país se la conoce como la procuradora de cárceles.
Urbina llegó a la PDDH en 2006, y lo primero que hizo fue encargar un diagnóstico del Sistema Penitenciario Nacional (SPN). El estudio evidenció serios y lógicos problemas y vulneraciones de los derechos humanos en las áreas de infraestructura, alimentación y sanidad. Pero se detectó una gran fortaleza: la actitud de los funcionarios del SPN, que terminó dibujado como un grupo humano que, en líneas generales, está predispuesto a los cambios y tiene bien asimilado que su función es reeducar al interno para su reintegración a la sociedad.
El SPN emplea a casi 1 mil 200 personas para atender una red de ocho cárceles construidas para 5 mil 100 privados de libertad, pero en las que se amontonan unos 7 mil 200. El presupuesto asignado para 2009 apenas superó los 6.6 millones de dólares, una fracción de lo que un país como El Salvador destina tan solo para alimentar a su población penitenciaria.
“Aquí las instituciones son más pobres, con menos formación, pero con una actitud que mueve montañas”. Urbina da vida así a los números en un tono casi épico, atribuible también al corporativismo que caracteriza a los empleados públicos nicaragüenses. Mueva o no las montañas, lo cierto es que hay elementos propios del SPN que, en el contexto centroamericano, cuesta digerirlos porque parecen más propios de otras latitudes.
El ejemplo más claro quizá sea la iniciativa que, impulsada por la PDDH y certificada por una universidad privada, ha servido para capacitar en los últimos cinco años a 500 internos con un diplomado de 180 horas en derechos humanos. Suena contradictorio, pero la idea es que los reos conozcan sus derechos y puedan exigir que se les respeten, a pesar de que lo exiguo de su presupuesto impide al SPN satisfacérselos.
Esta es una de las peculiaridades de las cárceles nicaragüenses; otra, en un plano si se quiere más simbólico pero no menos significativo, es que cada año desde hace más de una década celebran unos juegos deportivos que congregan en Tipitapa a internos de los ochos penales, y también hay olimpiadas de matemática y de poesía.
Del otro lado de la moneda, el de las carencias, también hay mucho que decir. Las limitaciones son notorias, imposibles de ocultar, comenzando por el hecho de que las instalaciones son antiquísimas y están obsoletas. La mayoría se construyeron durante el somocismo al que puso fin la revolución de 1979.
Bluefields, la ciudad más grande de la costa caribeña, tiene por cárcel una galera oscura y mal ventilada en la que no hay servicio de agua potable por tubería ni tampoco de aguas negras. “Allá es otro mundo”, “Es la vergüenza de Nicaragua” y “Hacinamiento extremo” son algunas de las frases que escucharé durante el reporteo para referirse a este centro. Un informe especial sobre las cárceles en la costa Caribe presentado en 2008 por Naciones Unidas incluye una cita concluyente sobre lo que sucede cada día al interior de Bluefields: “Se observó la entrega de alimentos, y en lo referido a la cantidad de alimentación, la ración es medida con una pequeña taza cafetera”.
Cárceles hacinadas
En Nicaragua hay 13 personas encarceladas por cada 10 mil habitantes, una cifra baja si se compara con las 40 de El Salvador, similar a las 15 de Honduras, y alta cuando la comparación es con Guatemala, donde son solo 8 por cada 10 mil. No se trata pues de un país en el que no se delinque ni mucho menos. De hecho, las cárceles nicaragüenses están al 140% de su capacidad, y el problema, lejos de solucionarse, parece que se agravará en los próximos meses.
Roberto Orozco trabaja para el Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas (IEEPP) y su especialidad es el área de la seguridad. Cree tener la explicación a por qué en poco más de 12 meses se ha pasado de 6 mil a 7 mil 200 privados de libertad, un aumento del 20%. “De un año para acá –explica Orozco–, la Policía Nacional y el ejército están golpeando duro, sobre todo al narcotráfico y al narcomenudeo, y creemos que es porque uno de los elementos de la campaña electoral de Daniel Ortega será la seguridad, y él quiere presentar cifras contundentes”.
Sin haber sido declarada, señala Orozco, “en Nicaragua ahorita hay una política de mano dura”, lo que está afectando al SPN no solo en cuanto al hacinamiento, sino que también comienza a sentirse la capacidad de corrupción que tiene el dinero que se mueve alrededor de la droga. “El sistema se está volviendo más cuidadoso, porque no queremos que la droga se venga a enseñorear del país, como ya pasó en otros países”, dice la procuradora Urbina.
El padre Peña ilustra con una anécdota lo que para él también es una verdad inamovible: que cada año aumenta el número de privados de libertad que tienen relación con el tráfico de drogas, y que esta es una de las razones por las que el SPN se está encerrando cada vez más en sí mismo. Hace unas semanas le pasó algo que no le había ocurrido en casi 20 años –los que lleva al frente de la pastoral penitenciaria– de ingresos continuos en las cárceles: un funcionario nuevo le registró el maletín en el que cargaba sus tiliches para oficiar la misa sabatina en Tipitapa.
Eso sí, ni la anécdota le impide alabar también la actitud de los funcionarios como uno de los elementos diferenciadores de los centros penales nicas, y atribuye la cerrazón actual a decisiones tomadas fuera del SPN. De hecho, de un tiempo a esta parte se está vulnerando el Reglamento de la Ley del Régimen Penitenciario, que establece con claridad que es la directora general del Sistema Penitenciario la que debe autorizar los ingresos; sin embargo, esas decisiones ahora se toman, sin que esté muy claro sobre qué criterios, en los despachos de Gobernación, el ministerio al que pertenece el SPN.
“Las cárceles hay que abrirlas a las iglesias, a las organizaciones, a los medios de comunicación… ¡No hay que tenerles miedo!”, resume su filosofía el padre Peña.
ONG con ingreso vetado
El Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (Cenidh), una de las ONGs con mayor reconocimiento internacional y trayectoria en defensa de los derechos de los privados de libertad, tiene vetado desde hace casi dos años su ingreso en las cárceles por el Ministerio de Gobernación. Wendy Flores, la abogada que dentro del Cenidh está más pendiente de esta temática, tiene claro que se trata de una represalia a las críticas que realizan al gobierno del presidente Daniel Ortega en materia de derechos humanos.
La entrevista se realizó una tarde en la que medio centenar de jóvenes simpatizantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) se apostó frente al local del Cenidh durante varias horas con música a un volumen ensordecedor.
“Desde la década de los 90s siempre habíamos podido acceder, y también nos hacían llegar las estadísticas sobre los internos, pero ahora nos sorprende que haya tanta restricción, casi como si fuera un secreto de Estado”, se queja Wendy Flores.
Sin embargo, ni siquiera el hecho de que el Cenidh sea visto desde el Ejecutivo casi como oposición política eleva el tono de las críticas o añade nuevos elementos a las consabidas carencias en infraestructura, sanidad y alimentación.
—¿Y qué tipo de denuncias reciben aquí sobre la situación en las cárceles? –pregunto.
—Contra alguno que otro funcionario, por agresiones o abuso de autoridad, pero son casos aislados.
—¿Eso es todo?
—También se dan situaciones como esta: que el funcionario no agrede directamente, pero ubica al interno en una galería donde probablemente pueda ser agredido.
Eso es casi todo. Lo que ocurre en el sistema penitenciario nicaragüense ocupa poco más de 6 de las 232 páginas que tiene el último informe anual elaborado por el Cenidh sobre la situación de los derechos humanos en Nicaragua. Wendy Flores tampoco escatima los elogios al sistema: “Efectivamente, este sistema penitenciario siempre se ha caracterizado por tener como estrategia que los privados de libertad salgan con posibilidades reales de reinsertarse en la sociedad, por no tratar de excluir a la familia, y por trabajar muy de cerca con las iglesias y con organizaciones no gubernamentales”.
—Bueno –comenta Wendy Flores cuando la plática deriva hacia una comparación con otros países–, es que la realidad en los sistemas penitenciarios en otros países de Centroamérica es muy dramática; uno escucha de cárceles incendiadas, motines, masacres, muertos… Todo eso es trágico, verdaderamente trágico.
—¿Aquí nunca ha habido reyertas o motines?
—Así como las que han ocurrido en El Salvador, Honduras o Guatemala, no. Nunca.
No más tres ejemplos: en mayo de 2004 murieron calcinados más de un centenar de internos en la cárcel de San Pedro Sula, en Honduras; en enero de 2007 una reyerta dejó una veintena de fallecidos en la cárcel de Apanteos, en El Salvador; y en agosto de 2005, violentos choques entre pandilleros se saldaron con una treintena de asesinatos en cárceles guatemaltecas. En Nicaragua el suceso más grave de los últimos años es la muerte de un interno ocurrida en medio de unas protestas para denunciar la mala alimentación y la retardación de la justicia, en el penal de Chinandega, en noviembre de 2009.
—Eso para nosotros fue muy grave. Y hace como ocho años hubo un amotinamiento en Tipitapa en el que murieron una o dos personas también, y eso fue algo gravísimo.
Otra ONG que trabaja desde hace casi dos décadas adentro de los centros penitenciarios es la Fundación de Protección de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes Infractores de la Ley (Funprode). Como su mismo nombre deja entrever, esta ONG vela por los derechos de los menores de edad, pero en Nicaragua los adolescentes que han cometido un delito que requiere internamiento cumplen sus penas en los mismos recintos que los adultos.
No debería ser así. Sandra Molina, coordinadora nacional de Funprode, invita a leer el artículo 214 del Código de la Niñez: “La medida de privación de libertad se ejecutará en centros especiales para adolescentes, que serán diferentes a los destinados para las personas sujetas a la legislación penal común. Deben existir, como mínimo, dos centros especializados en el país. Uno se encargará de atender a mujeres y el otro a varones”.
El Código de la Niñez se aprobó en 1998, pero 13 años no han sido suficientes para levantar la infraestructura que permita su cumplimiento, y hoy en día unos 170 jóvenes cumplen su condena entre adultos, en clara violación a los tratados internacionales –suscritos también por el Estado nicaragüense– que prohíben esa práctica. “En el penal de Estelí los chavalos están en la misma galería que las mujeres”, ejemplifica Molina.
Al contrario de lo que sucede con el Cenidh, Funprode no tiene trabas para ingresar a las cárceles, y rara es la semana que Molina no entra un par de veces: los martes en el penal de Granada, y los jueves, en el de Tipitapa. Conoce muy bien lo que se cocina dentro del sistema, y suscribe la lista de las limitaciones y las especifica. “En todos los centros es un requisito casi indispensable que la familia les lleve comida semanalmente, y en casos como Bluefields, la necesidad es tanta que les permiten llevarles los tres tiempos”.
Molina se suma a las voces que señalan la actitud de los empleados del SPN como el principal elemento diferenciador: “Hay mucho que mejorar, pero el problema es de presupuesto, no es un problema de actitud ni de voluntad; yo creo que tenemos unos funcionarios humanos y humanizantes, sin ese concepto represivo que hay en otros países”.
Entonces, ¿cuál es el secreto de las cárceles nicaragüenses? Sería demasiado pretencioso ofrecer una respuesta concluyente, pero todas las voces consultadas –las citadas de forma expresa en este reportaje y otras que hablaron bajo condición de anonimato– forman un coro que armónicamente repite dos ideas: por un lado, la actitud de los funcionarios del SPN; y por otro –y relacionado de manera directa con el primero–, que la sociedad nicaragüense en menos violenta que las de sus vecinos del CA-4. Parafraseando el aforismo, un pueblo que recurre menos a expresiones de violencia no puede tener como reflejo cárceles tan violentas como las de las sociedades que para solventar diferencias han interiorizado el recurso a la violencia.
En el tiempo que como periodista he estado pendiente de los sistemas penitenciarios de Centroamérica me ha tocado hablar con funcionarios de distintos países y he visitado numerosas cárceles de Guatemala y El Salvador, pero no recuerdo haber escuchado tantas frases juntas que, a pesar de ser fruto del sentido común, suenan casi escandalosas fuera de Nicaragua. “Nadie está vacunado para no terminar algún día allí adentro”, me dijo la procuradora de cárceles, Auxiliadora Urbina. El padre Luis Amado Peña zanjó una de nuestras pláticas con una idea también simple, pero que suena a gran revelación: “Esa gente que está hoy adentro algún día va a salir; y si sale con más odios, ¡pobre sociedad!”