En la cárcel sucede seguido que un reo te mira fijamente a los ojos y defiende su inocencia; sucede que otro te asegura que le detuvieron por error; sucede que un tercero, la mirada clavada también, jura y perjura que sigue preso porque su caso se traspapeló. En El Salvador, el caos administrativo y las décadas de desprecio social y político hacia los privados de libertad hacen realidad todo eso. En las prisiones salvadoreñas cientos de reclusos se esconden bajo una identidad falsa y ha pasado que un hombre permaneció encerrado nueve años después de haber sido declarado inocente. Ni siquiera hay certeza del número exacto de reclusos que literalmente se amontonan en los penales. Las cifras oficiales son tan endebles que ni los miembros del gabinete de Gobierno ponen las manos en el fuego por ellas.
Cuando en los primeros días de enero el reo Jesús Rivas Salazar desapareció de la Penitenciaría Central La Esperanza (Mariona), el ministro de Defensa, David Munguía Payés, incapaz de creer que el perímetro de seguridad instalado por sus soldados hubiera fallado, echó balones fuera: “Ahí dentro no hay control, no hay forma de saber si se fugó. Pudo haber faltado desde hace un mes y ahora se dan cuenta”. El general, que en este gobierno tiene funciones similares a las del ministro de Seguridad, llamaba incompetentes a los carceleros del Estado.
Douglas Moreno, director general de Centros Penales desde junio de 2009, guardó silencio y encajó el golpe. La ausencia de Rivas Salazar se detectó la mañana del miércoles 5, pero las mismas autoridades del penal dan por hecho que el joven de 19 años no se fugó durante la noche de la celda de hormigón en la que convivía con más de 40 reos, sino que no llegó a entrar en ella. El cerco militar pudo haber fallado, pero también lo hizo el recuento de reclusos de la noche anterior. El martes 4, el penal salvadoreño que más reos alberga se había ido a dormir sin saber que le faltaba al menos un hombre.
En teoría, tanto en Mariona como en el resto de cárceles del país, cada noche un custodio cuenta uno por uno a los presos que entran en cada celda y coteja cifras con las tablas del debería, ayudado por un coordinador de planta: un reo elegido por el resto como su representante. “Eso es en teoría”, dice Manfred Chelenbarguer, jefe de operaciones de la Dirección General de Centros Penales (DGCP). En la práctica, los reos suelen tener más peso del que parece en la labor de recuento, según confirman diferentes ONG que trabajan desde hace años con reclusos. Los encargados de celda o los coordinadores de planta son los únicos responsables de comprobar que las celdas están vacías antes de que comience el recuento, y en el caso de que las cifras finales no cuadren es poco habitual que el procedimiento se repita completamente. Para una segunda revisión se suele confiar en la palabra de los internos.
“Cuenten de nuevo: ¿cuántos?”, pregunta un custodio. Desde dentro de la celda, una voz responde: “44”. Si esta cifra corrige el error anterior es probable que se transforme en número a lapicero sobre una libreta y el asunto quede zanjado. La escena la relata Marvin Amaya, director ejecutivo de la ONG Confraternidad Carcelaria de El Salvador, quien asegura que muchas noches ese 44 bajo el brazo del custodio seguirá una cadena de rutina que acabará haciéndolo oficial. Ese 44, salido de la boca de los mismos internos, será parte de una sumatoria que aparecerá en documentos sellados y que casi todos consideraremos verdad.
La fragilidad de la información del sistema penitenciario salvadoreño ha sido por años un secreto a voces, y va mucho más allá del recuento de presos. “En varias ocasiones hemos constatado que la Dirección de Centros Penales no tiene el control de las cárceles, y desconfiamos de sus datos por la experiencia que hemos tenido de ver el desorden en que muchos penales se manejan”, afirma Gerardo Alegría, procurador adjunto de derechos civiles de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH).
Cuando habla de datos, Alegría se refiere tanto a cifras básicas como el número de personas privadas de libertad, su estado de salud, o su perfil delictivo como a los indicadores que, se supone, deben servir para el análisis de la sanidad y eficiencia del mismo sistema: ¿Cuál es el perfil sicosocial de los internos? ¿Cuántos de ellos elevan su grado de escolaridad durante su estancia en prisión? ¿Qué porcentaje de casos goza de beneficios por buena conducta? ¿Cuál es el nivel de reincidencia, de reingreso a las cárceles?
Son datos que Douglas Moreno no tiene. Tampoco los tuvo nunca su predecesor, Gilbert Cáceres. Ni Jaime Roberto Vilanova Chicas, ni Ástor Escalante, ni Rodolfo Garay Pineda, quien estuvo en el cargo 15 años, entre 1989 y 2004. Aunque todos hayan presentado periódicamente informes y memorias con un puñado de cifras aproximadas y estimaciones, esos datos, en realidad, no existen.
La mayoría de información de la red penitenciaria se basa en el contenido de los expedientes únicos que, por ley, se abren cada vez que una persona entra a reclusión en una cárcel. El artículo 88 de la Ley Penitenciaria establece que el expediente debe incluir datos generales del reo y su familia, características físicas, sentencia o datos del proceso en marcha contra él, antecedentes delictivos y perfiles socioeconómico y sicológico, entre otros aspectos. De la actualización periódica de esos expedientes en poder de cada penal, y de su sistematización, deberían salir los indicadores y las conclusiones a partir de las cuales el Estado elabora y evalúa su política carcelaria.
Entre 2003 y 2004 hubo un intento por carnetizar a la población interna, pero el esfuerzo quedó rápidamente desfasado y se vio superado por el aumento del número de presos. En la última década, en que la población reclusa ha pasado de las 6 mil 800 personas de 2000 a los casi 25 mil de la actualidad, nunca ha habido en el sistema penitenciario salvadoreño una tecla que pulsar para que aparezcan esos indicadores, ni un equipo humano preparado y suficiente para convertir en información útil las toneladas de papel –fichas, informes, diligencias, anexos– que se acumulan en los despachos y bodegas de las 19 cárceles del país.
Ástor Escalante, quien estuvo al frente de Centros Penales entre diciembre de 2004 y diciembre de 2006 y después fue viceministro de Seguridad hasta 2009, resta trascendencia al tema y asegura que tanto él como los anteriores directores generales tuvieron la información “básica” a su disposición, “suficiente para tomar decisiones importantes”. Admite que la falta de recursos, tanto de infraestructura como de personal, impedía mantener actualizados todos los expedientes, pero insiste en que ello no le impedía hacer su trabajo, que parece vincular directamente a la seguridad y estabilidad del sistema. “Lo que sabes cuando estás en el cargo te permite desactivar algunos conflictos… o disminuir el número de delitos que se cometen desde la cárceles… momentáneamente”.
Douglas Moreno, el hombre que tiene ahora la papa caliente de las cárceles en sus manos, le contradice. Asegura que, en su despacho de la colonia Guadalupe de San Salvador, ha estado casi ciego: “La información que había no servía... la consecuencia es que violamos totalmente la ley (penitenciaria), que nos manda clasificar a los internos según sus perfiles. ¿Cómo vamos a hacer eso si no hay información para construir esos perfiles?”.
Cuando la actual administración tomó posesión en junio de 2009, en el penal de Mariona –por poner solo un ejemplo–, miles de esos expedientes estaban apilados en el suelo de un pasillo, a unos metros del patio en el que cada día parqueaba su furgoneta el director del penal, que no podía evitar verlos al caminar hacia su despacho. Ahí, en un rincón, desordenados, se mezclaban los historiales de quienes estaban en el penal y de otros que, tras cumplir su pena, ya lo habían abandonado. Algunos pertenecían a reclusos muertos hacía seis años. Muchos de los expedientes, según asegura José Luis Rodríguez, responsable de las estadísticas de la DGCP, estaban incompletos y no incluían siquiera copia de la sentencia del reo.
¿Información? ¿Para qué?
Juan Francisco Durán Turcios es pandillero de la Mara Salvatrucha que el 17 de abril de 2000 entró al penal de San Vicente mientras se le procesaba en un juzgado de Usulután por lesiones graves y en otro de Zacatecoluca por violación. En los meses siguientes rebotó a los penales de Usulután e Ilobasco. En este último participó en una riña en julio de 2001 y un expediente fiscal por lesiones se unió a su historial.
En realidad, en el momento de la trifulca Durán ya debía haber estado libre. Dos meses antes, en mayo, había sido absuelto tanto del delito de lesiones como del de violación, pero el segundo juez no dio orden de libertad, desconocedor del fallo del primero. Tampoco el juez de vigilancia asignado a su caso cruzó las dos sentencias. Tal vez nunca las recibió. Y en Ilobasco, si es que se recibieron, nunca se incorporaron a su expediente único. Tras la riña, Durán fue trasladado a Sensuntepeque y de allí a la cárcel de Apanteos. Ya era septiembre.
El expediente por lesiones fue archivado por la Fiscalía el 9 de enero de 2002 pero, de nuevo, nadie notificó al centro penal ni levantó una voz por el caso. El hombre tenía ya 21 meses preso, a pesar de haber sido absuelto de todos los cargos.
Durán fue trasladado al penal de Ciudad Barrios en 2004, con cuatro años de cárcel a sus espaldas, y allí debió lograr que alguien le escuchara, porque entre 2006 y 2007 de esa cárcel salieron hasta cuatro solicitudes de información al tribunal de Zacatecoluca, todas sin respuesta. Durán sumaba siete años en prisión. El caso reposó hasta que las nuevas autoridades del penal lo retomaron en enero de 2010 y, después de cinco meses de gestiones, lograron reunir las sentencias y resoluciones que aclaraban lo sucedido. Juan Francisco Durán Turcios fue liberado el 19 de mayo de 2010. Nueve años después de ser declarado inocente.
Según el expediente de la PDDH, a Durán le llamaron en la cárcel “loco y mentiroso” por reclamar durante años atención a su caso. Ahora Centros Penales y la PDDH se disputan el mérito de haber descubierto y gestionado su libertad. Nueve años después.
La ceguera institucional tiene efecto todos los días en lo que a la luz del día sucede en los patios carcelarios. En la era de Facebook, los familiares de reos de Mariona tienen su propio canal en Youtube en el que denuncian con videos grabados por los mismos reclusos, las malas condiciones de vida en el penal, pero hasta hace unas semanas los expedientes únicos de los internos no tenían ni siquiera foto. En su lugar, tras las páginas reservadas para los datos procesales del reo, dos hojas de papel recogían una especie de detallado test visual en el que algún funcionario de prisiones había marcado pequeños cuadros con una x: ¿Orejas? Grandes o pequeñas. ¿Cejas? Arqueadas, delgadas o pobladas. ¿Color de ojos? Azules, verdes, negros, marrones, café… ¿Forma del rostro? ¿Cabello? ¿Frente? ¿Boca? ¿Pómulos?