El militar entró a la casa con un pesado cajón de madera sellado con un candado. “Guardámelo, por favor”, le pidió a su amigo, un ex policía salvadoreño. El amigo accedió, escondieron el cajón en un cuarto, estrecharon sus manos y se despidieron. Cinco meses después, la Policía Nacional Civil (PNC) allanó esa casa. Encontró el cajón y también cuatro granadas antitanque, municiones y culatas, cargadores y cachas de fusiles de asalto. El militar desapareció cuando supo del allanamiento. No cruzó las fronteras por vías legales, y sus familiares no dieron pistas sobre su paradero. No estaba en ningún hospital ni en ninguna morgue. No estaba ni vivo ni muerto. En febrero de 2010, el mayor Élmer Espinoza Hércules se convirtió en un fantasma.
La casa es una propiedad resguardada tras un muro de ladrillo y un portón metálico pintado de verde. Es vecina de un motel situado a la orilla de la carretera Panamericana, esa serpiente que nace en Alaska y termina en la Patagonia argentina. En ese pequeño punto de la vía, en territorio salvadoreño, comienza la historia del robo de armas más grande que la Fuerza Armada salvadoreña haya sufrido en los últimos 20 años.
En la casa vivía Carlos Núñez Carvajal, el ex policía que ahora está preso, condenado a 10 años por tráfico de armas. La propiedad también era frecuentada por un “armero” (experto en reparación y modificación de fusiles y pistolas) y el mayor Élmer Espinoza Hércules, el militar que luego del operativo dejó su trabajo y jamás regresó. Su caso llamó la atención porque en la milicia, cuando un soldado desaparece, siempre lo buscan. Siempre. Porque es un desertor. Un año y cuatro meses después todavía lo siguen buscando, aunque ahora tienen indicios de dónde puede estar.
La historia de este oficial está relacionada con las 1,800 granadas que otros seis soldados intentaron robar, sin éxito, en abril de 2011. Cuando la Fuerza Armada anunció el caso, varias preguntas quedaron sin respuesta. ¿Para qué un grupo de militares roba 1,800 granadas? ¿A quién se las querían vender? ¿Por qué hay fuentes que relacionan este robo frustrado con un militar fantasma y con el Cártel de Los Zetas? El ministro de Defensa, David Munguía Payés, dijo que no hablará del caso para no entorpecer el tribunal militar instalado contra los acusados, el primero de ese tipo desde los Acuerdos de Paz. Pero aunque el ministro no quiere tocar el tema, en una conferencia de prensa celebrada a inicios de junio, confirmó aquello que es ya un secreto a voces: “Los cárteles que operan en el sur de México y en Guatemala están tratando de abastecerse de armamento del área centroamericana”.
Un soldado salvadoreño llegó a Guatemala
El de las 1,800 granadas es un caso que devela con pequeñas pistas cuán infiltrado está el crimen organizado en la Fuerza Armada salvadoreña. Y se hizo público cuando Estados Unidos y México denuncian que los cárteles de la droga mexicanos han convertido a Centroamérica en su principal abastecedor de armas de guerra.
Esta hipótesis, confirmada por Munguía Payés, incluso aparece registrada en los cables revelados por la organización WikiLeaks. En febrero de 2011, un cable enviado por el Consulado de Estados Unidos en la ciudad mexicana de Monterrey, Nuevo León, reveló que esa sede consular fue atacada con balas y granadas “de uso privativo del ejército salvadoreño” en octubre de 2008. Lo mismo ocurrió en enero de 2009, en una agresión contra la empresa Televisa. Además, en abril de 2011 otro cable reveló que armas del ejército hondureño aparecieron en Ciudad Juárez, México, y también en la isla colombiana de San Andrés, en el mar Caribe.
El mercado de armas se mueve con fuerza. En un lado de la ecuación hay una fuerte demanda y hay dólares para pagarlas. Y en el otro, hay militares en los ejércitos centroamericanos ávidos de obtener miles de dólares convirtiéndose en proveedores. Así nacen los infiltrados. Así nacen estructuras como la que intentó robar las 1,800 granadas de mano M-67. Quizá por ello el caso se maneja con pinzas, y casi todos los que aceptan hablar lo hacen bajo condición de anonimato.
El 31 de mayo, en un modesto cafetín de San Salvador, una fuente vestida de verde olivo, accedió a contar qué hay detrás de la sustracción de esas granadas. La fuente es un investigador que conoció de la desaparición del mayor Espinoza Hércules, que le siguió la pista a su caso y que tuvo acceso a la información que relacionaba a este militar con el caso de las granadas desaparecidas.
—¡Eso está grueso! –fue el primer comentario del Oficial X. Segundos después fue al grano–. Rastreá un decomiso de armas realizado por febrero de 2010. Ocurrió cerca de un motel. Buscá ese expediente. Tiene que estar entre los juzgados de El Congo, Coatepeque o Santa Ana. Ahí se menciona al mayor Élmer Espinoza Hércules. Por ahí empieza.
Le pregunté cuál era la conexión entre ambos casos. Pensó unos segundos, dio un sorbo ala Coca-Colay luego respondió pausado, advirtiéndome de que eso sería lo último que diría.
—Uno de los capturados por las 1,800 granadas tiene algún parentesco con el mayor Espinoza Hércules. El resto proviene de la misma unidad en la que él estuvo de alta. Del mayor se dice, se escucha, se sabe, que se está moviendo por Guatemala, ahí por Cobán, Alta Verapaz…
—Esas zonas están dominadas por Los Zetas.
—Por ahí va la cosa.
Dos días después, en una oficina de un comando de la Fuerza Armada, otro oficial con acceso a los archivos del caso confirmó la información. Este militar explicó cómo saben de los movimientos del mayor desaparecido.
―Él tenía comunicación –dijo– con los capturados en el caso de las granadas. Uno de ellos es su hermano. Del mayor sabemos que está en Guatemala por seguimientos propios de inteligencia, y por informaciones compartidas que vienen desde allá.
—¿Lo calificaría como el enlace con Los Zetas?
—Eso está arrojando la información.
El guardián de las granadas
Carlos Núñez Carvajal tenía 36 años, un potente abdomen y dos fuertes brazos cuando fue capturado porla Policíaen la casa con portón verde ubicada a la orilla de la carretera Panamericana. Era mecánico, según confesó, pero más tarde descubrirían que también hacía de comerciante y que había sido policía. Era blanco, alto y fornido, con el pelo cortado al ras.
Tras su captura, dos de sus amigos desaparecieron sin dejar rastro. Uno de ellos se llama Manuel de Jesús Ayala Quiroz. Tenía 38 años y antes de desaparecer visitaba con frecuencia la subdelegación policial en Quezaltepeque. Quiroz era un hombre de armas. Las reparaba, las modificaba y las portaba. Tiempo atrás lo agarraron con una pistola sin papeles. Un juez lo condenó y de castigo lo envió, todas las mañanas, a limpiar la estación de los policías. Cuando dejaba la estación, Quiroz se movía hasta la casa de su amigo para comerciar armas de guerra.
El segundo amigo de Núñez Carvajal estaba de alta en el Comando de Ingenieros dela Fuerza Armada(CIFA), la unidad encargada de destruir las armas en mal estado. Tenía 41 años.
La historia que liga a estos tres personajes arranca a inicios de 2010. Aquel miércoles 27 de enero, a las 9 de la noche, Ayala Quiroz necesitaba sacar de la casa de Núñez Carvajal una carga pesada y, por alguna razón, el protocolo de seguridad con el que trabajaban esa vez no funcionó. Se habían quedado sin vehículo propio, así que contrató a un comerciante de Quezaltepeque para que le hiciera el trabajo.
“Lugger”, nombre con el quela Policíabautizó días después al dueño del vehículo alquilado, manejó desde Quezaltepeque hasta el kilómetro 50 de la carretera que de Santa Ana conduce a San Salvador, un punto muerto sobre la Panamericana, rodeado de huertos, milpas, pequeñas casas y un par de ranchos de lámina. El viaje hasta la casa de Núñez Carvajal sería de ida y regreso. A Lugger lo acompañaron Ayala Quiroz y otros dos hombres a quienes el motorista no había visto antes en su vida. Nunca le dijeron cuál era la carga, y al llegar tampoco le pidieron cerrar los ojos durante la operación. Se sorprendió cuando vio cómo la cama de su vehículo era cargada con fusiles, pistolas y granadas. Para ocultarlas, sus contratistas cubrieron las armas con sandías, muchas sandías. “No vayas a decir nada”, le ordenó Ayala Quiroz. En el trayecto, insistió: “¡No vayas a decir nada ni vayas a detenerte por nada!”
Lugger asintió y aceleró para retornar. Dejaron la carretera Panamericana en el desvío a San Juan Opico y siguieron recto hacia una modesta colonia de Quezaltepeque. Ahí estaba la segunda casa, en donde escondían las armas, una que también pasaba inadvertida con su portón negro y un árbol cerca de la entrada. Adentro había un tocador, un armario de madera y un par de sillas. En las gavetas había uniformes similares a los que usan soldados y policías. Había también un radiotransmisor 3500 de uso militar y dos granadas. Una de ellas artesanal; la otra, de uso dela Unidadde Mantenimiento del Orden (UMO) dela Policía. Enla sala había también un tanque de oxígeno y otro de gas; y algunas fotografías de personas sin nombre. En una de ellas, un hombre moreno, sin camisa, posaba orgulloso, formando una equis con sus brazos entrecruzados y levantados. En la mano derecha cargaba una pistola y en la izquierda una ametralladora.
Terminada la faena, Ayala Quiroz pagó a Lugger 80 dólares por el viaje. “Vos no has visto nada”, le previno por última vez. “Ni se te ocurra decir nada a la Policía”.
Pero Lugger hizo lo contrario.
Con su testimonio, las autoridades allanaron las dos propiedades el 4 de febrero de 2010. Primero la de Núñez Carvajal; después la de Ayala Quiroz. En ambas, además de cuatro granadas antitanque y piezas de fusiles, pistolas especiales y escopetas, había suficientes pertrechos para armar un pelotón. También decomisaron un pick up marca Ford modificado en uno de sus tanques de combustible para esconder objetos. El auto era de Núñez Carvajal, quien fue el único capturado porque Ayala Quiroz, me explicó un investigador que conoció el caso, se les fue de las manos. “Creo que él tenía buenos informantes aquí adentro, que se los habrá ganado en el año que estuvo como ordenanza”, dijo, y luego sonrió. Este investigador sonreía cuando revelaba sus sospechas.
Ayala Quiroz quizás se ganó a los policías modificando o reparando sus armas. El dueño de la casa donde vivía Núñez Carvajal –donde Ayala Quiroz tenía su taller para modificar y reparar armas– recuerda que su inquilino y su amigo siempre eran visitados por patrullas de la Policía. Este comerciante de la zona dice que eso llamaba la atención, y recuerda que cuando le preguntó a Núñez Carvajal, le respondió que Ayala Quiroz era su primo y que los policías llegaban a arreglar sus vehículos.
Cuando fue capturado, Núñez Carvajal nunca supo responder por qué estaban esas armas en la casa. Tampoco dijo cómo llegó hasta ahí la máquina con la que Ayala Quiroz modificaba armas ni quién había dibujado en papel bond moldes de pistolas y fusiles, dibujos hechos por un experto armero. Núñez Carvajal tampoco explicó por qué estaban ahí los documentos personales de un militar destacado en el CIFA: el mayor Élmer Espinoza Hércules.
El encierro acabó con la musculatura de Núñez Carvajal. Lo visité un martes de mediados de junio en la cárcel de Apanteos. Siete meses cumplidos de una condena de 10 años por posesión, almacenamiento y comercio ilegal de armas de guerra le cambiaron el rostro: ojeras pronunciadas y una cara famélica. Parecía desnutrido.
Apareció en el jardín de la cárcel custodiado por un oficial. Se convirtió al cristianismo y al saludarme soltó un “Dios lo bendiga” justo cuando me estrechó la mano. Apretó fuerte y se sentó en la silla bajo la sombra de un árbol.
—Ya sé por qué viene –me dijo–, pero no tengo nada que decir más de lo que ya dije en el juicio.
En noviembre de 2010, él se declaró inocente, dijo que si encontraron armas fue en el cuarto que le subarrendaba a su otro amigo, Manuel de Jesús Ayala Quiroz, el armero. Que él nada tuvo que ver con eso… Le comenté que solo quería su ayuda para perfilar un poco al mayor Espinoza Hércules.
—¡Un gran señor! Un tipo muy serio. Correcto. Una persona que no se anda con tonteras.
Soldados con llave de acceso
El mayor Espinoza Hércules era un militar con experiencia en el CIFA. Ingresó con 20 años, en 1989, cuando la guerra civil iba en cuenta regresiva. Experto en uso de explosivos, recaló enla Compañíade Material de Guerra y para 2002 ya había ascendido a capitán ingeniero. Eso dicen los papeles quela Policíaencontró en el cajón de madera que Núñez Carvajal guardó en su casa.
—Él era el mejor explosivista que tenía el ejército –me dijo el Oficial X cuando le conté, una semana después de nuestro primer encuentro, que ya había leído el expediente judicial del caso Espinoza Hércules.
Explosivista, me aclaró, es aquel que sabe cómo detonar, desactivar o destruir un explosivo. El CIFA tiene como lema Destruir y construir. Entre otras razones, el destruir es porque estos ingenieros son los llamados a dinamitar los pertrechos de guerra que perdieron su utilidad. Espinoza Hércules, antes de su desaparición, era uno de los líderes de esta compañía. Perfeccionó su técnica tras la guerra, desactivando cuantas minas quedaron regadas por la región y destruyendo las armas del otrora enemigo: la guerrilla.
Por su trabajo, entre 1999 y 2000, el mayor fue enviado a Nicaragua a una misión de Marminca (Misión de Asistencia para la Remoción de Minas en Centroamérica, un programa dela OEAde asistencia al desminado en la región). A esas misiones eran enviados los mejores.
Que Espinoza Hércules fuera un oficial superior en ascenso no extraña a las fuentes consultadas; así operan aquellos que han sido tentados por el crimen organizado. Siguen avanzando para no levantar sospechas. Siguen progresando, también, porque a mayor rango, mayor posibilidad de ordenar, disuadir y reclutar más agentes para la causa. Pero la clave está en que los oficiales sean los operativos de las unidades y guarniciones, porque son ellos los que se encargan de manejar la logística en las tareas asignadas y custodiar los bienes en los almacenes de sus unidades. Tocándolos, moviéndolos, contándolos. Trabajos que no hacen con sus manos los coroneles o los generales.
—Este caso tiene una similitud con el caso del capitán Martínez Guillén -me dijo el Oficial X la última vez que nos reunimos.
Se refería al caso del capitán del Comando de Fuerzas Especiales al quela Administración Antinarcóticosde Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés),la Policíade El Salvador y miembros de inteligencia militar capturaron en noviembre de 2010. A Martínez Guillén le compraron armas y explosivos en territorio salvadoreño y documentaron en vídeo y audios sus intenciones de vender fusiles automáticos, granadas, lanzacohetes y explosivos a terceros. Cuando creyó que tenía el negocio armado, lo sacaron hacia Estados Unidos, donde fue capturado mientras transportaba entre Virginia y Nueva York la cocaína que había aceptado como pago por las armas.
—¿Estaban relacionados estos casos? –le pregunté al Oficial X.
—No lo sé. Pero de Martínez Guillén se supo que gente de afuera, gente que quería armas, le ofreció una mejor vida. La mayoría cae por eso, porque les gusta mejorar sus ingresos. Hay quienes dicen que él luego comenzó a reclutar a más gente, gente maravillada al ver cómo se prospera por esa vía. No sé si estaban relacionados, pero algo tenían en común: al igual que Espinoza Hércules, Martínez Guillén tenía movilidad para saber qué hay y qué no hay en su unidad.
Ambos eran operativos con acceso a armas.
En el rompecabezas en el que se mueven los infiltrados, sin embargo, hay una pieza que siempre está oculta. El Oficial X -que ha seguido de cerca la información sobre muchos otros casos, incluido el de Martínez Guillén y el de las granadas con registro salvadoreño encontradas en México- la llama la red de “los altos oficiales” que están detrás de todo, una red oculta y casi siempre desvinculada. “Un subalterno es muy difícil que lo haga solo por su cuenta, sin el apoyo de alguien que está más arriba”, dice. En el CIFA, el mayor fue por años uno de los oficiales más prometedores. Espinoza Hércules era un suboficial respetado por sus comandantes quienes, tras el intento de robo de las 1,800 granadas, han sido reasignados en otras labores sin mucha trascendencia. El 1 de junio de 2010, toda la comandancia del CIFA fue removida: dos coroneles, un teniente coronel y un capitán ahora marginados.
—¿Estaban involucrados? –pregunté al Oficial X.
—No sé de nada que los relacione. Pero ese percance ocurrió bajo su unidad, y eso en el Ejército es igual a que un padre de familia, siendo el jefe de su hogar, permita que entren los ladrones. No tuvieron el celo suficiente en su trabajo, pues.
A uno de estos oficiales relegados, Espinoza Hércules rendía informes en la Compañíade Material de Guerra. Entre los papeles que encontraron dentro del cajón de madera había copias de memorandos y cartas en las que informaba de la cantidad de repuestos de vehículos y de materiales de construcción bajo su custodia. Piezas y materiales cuyo precio de mercado superaba los 100 mil dólares, según los cálculos que escribió en las misivas.
Entre 1996 y 2009 Espinoza Hércules pasó de ser un delgado, moreno y joven cadete –que no usaba bigote y llevaba el pelo al ras–, a un oficial con bigote y barriga. Tiene labios gruesos y frente ancha. Mide 1.80 y es robusto… “Pero la verdad es que estaba algo panzón”, recordó Núñez Carvajal.
Casado y según Núñez Carvajal con hijos, Espinoza Hércules tiene registradas a su nombre en el Centro Nacional de Registros una propiedad en Lourdes, Colón, otra en San Juan Opico y una tercera en Ciudad Arce.
La última vez que Núñez Carvajal lo vio fue en octubre de 2009. Un mes antes, Espinoza Hércules le había pedido de favor que le guardara en su casa un cajón de madera sellado con un candado. Asegura que se habían visto unas 20 veces para tramitar algunos negocios y que había entre ellos una amistad forjada durante dos años. Entre los negocios que compartían estaba el cultivo de sandías, como las que ocuparon para cubrir las armas en el pick up de Lugger. También negociaban con madera y huevos de codorniz. Núñez Carvajal cultivaba las sandías, regateaba la madera y alimentaba a las aves en la propiedad del kilómetro 50 de la carretera Panamericana. Espinoza Hércules le compraba los productos para revenderlos. Así se conocieron: comerciando.
—Yo tenía un puesto de venta de sandías a la orilla de la carretera que lleva hacia San Juan Opico. Una vez él pasó, se detuvo, me compró las sandías y ahí empezó todo.
Por esta cercanía aceptó guardarle al militar el cajón de madera. Cuando lo vio por última vez, Espinoza Hércules le dijo que se ausentaría un buen rato porque estaba a punto de culminar unos estudios en el Ejército.
—De ahí no lo vi más. No sé qué es de él.
La desaparición del mayor
—Yo creo que tenía contactos en la Policía o en la Fiscalía, y alguien le llamó para advertirle que habían encontrado sus papeles en esa escena –me dijo el Oficial X, cuando le pregunté si tenía alguna sospecha de cómo terminó convertido en un militar fantasma.
El viernes 5 de febrero se presentó en su cuartel –ubicado en el cantón Sitio del Niño, en San Juan Opico, La Libertad– y el lunes siguiente ya no apareció. Pasadas 72 horas su ausencia fue notoria y al interior del Ejército inició un mecanismo de verificación que incluyó a un juez militar y a oficiales delegados para verificar el paradero. Un procedimiento de rutina para determinar si se le da la baja o no al oficial que incumple sus funciones.
Las fuentes dicen que si el allanamiento no hubiera ocurrido, Espinoza Hércules habría sido de los mejores prospectos para ascender a teniente-coronel en junio de 2010, mes de ascensos y bajas. Lo que le dijo a Núñez Carvajal era cierto: estaba en la recta final, tras dos años de estudios, de un “Diplomado del Estado Mayor”, o lo que en la práctica significa sumar puntos para el progreso en su carrera militar. Como nadie sospechaba de él, en ese curso se graduó junto a otros 19 oficiales. Una resolución de la Fuerza Armada publicada la mañana del miércoles 27 de febrero de 2010 en el Diario Oficial de El Salvador lo confirma. La nota fue firmada por el ministro Munguía Payés. El mismo día en el que Lugger descubrió a un grupo de traficantes de armas, el Estado salvadoreño confirmó la graduación de un militar infiltrado. Arriba, en el Alto Mando, al parecer nadie sospechaba nada de él, como nadie ha sospechado, en los últimos dos años, de la decena de militares descubiertos traficando armas. ¿Subalternos tomando iniciativas por cuenta propia? El penúltimo caso ocurrió el 30 de mayo, cuando la Policía capturó a una subteniente que intentaba vender unos fusiles en el centro comercial Autopista Sur de San Salvador.
¿Cómo desapareció Espinoza Hércules? Nadie sabe. Pero que tenía que huir tenía que huir. Eso cree el Oficial X. Tarde o temprano la mención de su nombre en el caso contra Núñez Carvajal y Ayala Quiroz llegaría a oídos de la Fuerza Armada. ¿Cómo explicaría que sus documentos estaban en esa casa sobre la carretera Panamericana? Tenía que huir, repite el Oficial X.
El 11 de febrero de 2010, una semana después del allanamiento, La Prensa Gráfica publicó una noticia con el siguiente titular: “Decomiso de armas salpica a oficial FAES”. Los fiscales no revelaron su identidad, por lo que no se consignó el nombre del mayor. La alerta, sin embargo, fue suficientemente clara para la inteligencia militar.
Una semana después de la publicación, a la sección de Investigaciones dela Policíade Quezaltepeque, un oficial que dijo representar al Conjunto Dos del Estado Mayor del Ejército (nombre con el que se le conoce a la inteligencia militar en cada Destacamento Militar) llegó a preguntar por el caso de Núñez Carvajal y Ayala Quiroz. El oficial no dio ningún nombre y sus entrevistados, tampoco. Luego indagó por la participación de Espinoza Hércules en la estructura y, cuando obtuvo la respuesta, se despidió y se marchó.
La respuesta, según me dijo el investigador que sonríe después de cada frase, no fue muy satisfactoria. De hecho, a la fecha sigue siendo un enigma parala Policíael involucramiento del militar en ese caso.
—¿Por qué no lo investigaron? –pregunté.
—La Fiscalíanunca nos dio la dirección funcional.
El Ejército, sin embargo, sí investigó, y los resultados resurgieron en abril de 2011, cuando un grupo de militares asignados a la unidad a la que perteneció Espinoza Hércules fueron sorprendidos intentando robar 1,800 granadas. Uno de los soldados es el hermano del mayor Espinoza Hércules. El caso olía a estructura, a negocio, a infiltrados. Alguien dio más pistas y entonces inteligencia militar comenzó a indagar en Guatemala, a compartir información con Guatemala.
La última misión del sargento Gilberto
El 27 de abril de 2011 un grupo de soldados del Comando de Ingenieros sacó de un almacén del Ejército 1,800 granadas de fragmentación M-67 y las llevó hasta la Hacienda San José, en el municipio de Tapalhuaca, departamento deLa Paz. Ibana destruirlas, según consignó una orden del Estado Mayor. Las armas, aseguraban, estaban vencidas.
La Hacienda San José es el lugar en el que habitualmente se dinamitan pertrechos de guerra y material explosivo. Los ingenieros del CIFA realizaron lo que se consideraba una operación de rutina luego de burlar varios filtros... Primero: un suboficial que custodiaba uno de los depósitos de armas del Ejército (son cuatro: uno en San Salvador, otro en San Miguel, otro en Chalatenango y el cuarto en La Libertad, ubicado contiguo al CIFA, en San Juan Opico) informó a través de un memorando dirigido al Estado Mayor que tenía armas vencidas. Esta es la pieza escondida del rompecabezas: suboficiales de diferentes unidades poniéndose de acuerdo. ¿Lo hicieron por iniciativa propia o tenían el respaldo de oficiales con mayor rango? Segundo: para que el CIFA designara a los explosivistas, necesitaba que el Alto Mando emitiera una orden para iniciar el procedimiento. Tercero: conseguida la autorización, nadie podía impedir que los soldados hicieran lo que quisieran, porque al área de detonación solo llegan los expertos. Un supervisor ajeno a la división solo observa, desde lejos, a una distancia de200 metros, que se detone una carga. Que estalle algo y se vea humo.
En un cortísimo tiempo, los soldados enterraron las granadas y realizaron una detonación fantasma sin que el supervisor se percatara de lo que en realidad pasaba. Que los capturaran, de hecho, parece que fue más un golpe de suerte cuando alguien se enteró del robo en alguno de sus puntos de ejecución y decidió delatarlos. La red se rompió.
Uno de los seis capturados es un sargento nacido el 2 de febrero de 1963. Está casado, tiene una casa en San Juan Opico, una esposa y un hermano tres años menor. Es hijo de Jesús Erasmo Espinoza y de Victoria del Carmen Hércules. En su casa, nadie quiere hablar de él ni del paradero de su hermano, un hombre que se ha convertido en un fantasma. Ese sargento se llama Gilberto Espinoza Hércules. El fue quien retomó el vacío dejado por su hermano, luego de que este desapareciera. El sargento Gilberto, dicen, se quedó coordinando las órdenes que desde Guatemala le enviaba su hermano menor.
Cuando se conoció el caso de las 1,800 granadas, se ventiló que detrás del robo podrían estar involucradas las pandillas salvadoreñas. Un comisionado de la Policía lo descarta. Según él, salvo casos excepcionales, nunca operan con ese tipo de armas. El Oficial X cree lo mismo.
―Esas granadas son armas para el combate frontal en el que dos grupos quieren causarse la mayor cantidad de bajas y daños posible.
Las M-67 son las bombas de combate en tierra más perfectas que ha fabricado la industria armamentística estadounidense hasta el momento. Cuando estallan, matan en un radio de cinco metros, y lesionan de gravedad a quien se encuentra hasta a 15 metros de distancia. Estas granadas sustituyeron a las M-61, utilizadas en la Ggerra de Vietnam. Años después, cuando Centroamérica se batió en guerras civiles, miles de estas bombas de mano fueron vendidas por Estados Unidos a los gobiernos militares de la región. En el mercado negro su precio ronda los 200 dólares.
Pregunté al Oficial X si recordaba algún otro robo de armas tan grande como el de las granadas en los últimos 20 años. Me dijo que había uno que, aunque no lo supera en el número de las armas robadas, sí lo hace en la magnitud del daño que puede causar el armamento sustraído.
―Rastreá el siguiente nombre: Leiva Jacobo.
Hace 19 años, en marzo de 1992, el coronel salvadoreño Roberto Antonio Leiva Jacobo fue acusado de liderar una poderosa estructura integrada por militares y civiles que robaron unas bombas de 500 libras de los almacenes de la Fuerza Aérea. Las “papayas”, como les llamaron a esas bombas en el contexto de la guerra civil, las sacaron en unos camiones. En Colombia se dijo que llegaron tres a bordo de una avioneta que provenía de El Salvador.
El caso ganó notoriedad internacional porque el gobierno salvadoreño le aseguró al gobierno colombiano que detrás del robo estaba el dinero del Cártel de Cali, que quería eliminar con ellas a Pablo Escobar, el capo de la droga más famoso del mundo. Según los salvadoreños, las bombas fueron compradas con la intención de estrellarlas en la cárcel de Envigado, donde guardaba prisión Escobar. “¿Quién está detrás del complot para matar a Pablo Escobar?”, publicó el diario colombiano El Tiempo. “¿Bombas para Escobar?”, título la revista Semana, del mismo país. Un año y siete meses después, Leiva Jacobo fue absuelto por un juez.
Los reportes de la época perfilan a este coronel como un astuto militar que conocía todos los movimientos de la unidad en la que estuvo destacado. Sabía con quién hablar, a quién convencer y cómo actuar. En la revista Semana, un funcionario del gobierno salvadoreño que habló desde el anonimato, explicó el perfil del supuesto soldado infiltrado: “El sabía qué armas había en los depósitos de los batallones y qué capacidad de destrucción tenían. Si algún mercenario o comprador de armas en el mercado negro necesitaba proveerse de material no podía encontrar un mejor socio”.
En el caso del mayor Élmer Espinoza Hércules y el robo de las 1,800 granadas, el Oficial X tiene una valoración similar. Él era un astuto miembro de la Fuerza Armada que sabía cómo moverse sobre arenas movedizas sin levantar sospechas. ¿Desde cuando operaba esta estructura? Nadie se atreve a poner fechas certeras. Lo que sí sospechan es que si alguien quería armas, muchas armas, tenían que buscarlas con los ingenieros del CIFA. “Por eso los buscaron. Preguntá… ese cabrón allá está, en Guatemala. Allá está”.
* Con reportes de Gabriel Labrador y Efren Lemus