Estoy clavado en el asiento trasero de una patrulla de la Policía Nacional Civil (PNC) que vuela por la carretera Panamericana a su paso por el municipio de Colón, La Libertad. En los asientos delanteros están el inspector Perón y el subinspector Mata (nombres ficticios), que hace pocos minutos atropellaban palabras y risas mientras relataban las más jugosas historias de policías de su repertorio. Ahora mantienen sus miradas fijas en la carretera mientras en la cabina reina un silencio que solo quiebra el sonido de la sirena. Algo ha pasado. Eso es obvio. Pero tras 15 días conviviendo con los policías de a pie de uno de los municipios más violentos de El Salvador no es difícil deducir que no es un “algo” cualquiera. Aquí las radios queman cada noche con avisos de peleas, asaltos, tiroteos y apariciones de cadáveres. Cuando eso ocurre, los policías comentan, discuten, se motivan, hacen preguntas. Este silencio es algo más.
—Han matado a un hombre, Eduardo. Parece que es un compañero, un policía.
No ha hecho falta preguntar. Seguimos planeando por la Panamericana hasta la escena del crimen, adelantando a los pocos carros que todavía circulan entrada la noche. No es un trayecto muy largo. El reloj dice que cinco minutos. Yo, envuelto en la tensión de la patrulla, hubiera dicho que 10.
El muerto está en una estrecha y empinada calle de tierra que desciende desde la carretera hasta el interior de la colonia San José del Río, uno de los muchos asentamientos pobres desperdigados en Colón y su cantón, Lourdes. No hay paso para vehículos, así que descendemos a pie hasta la cinta amarilla que corta el paso hacia la comunidad.
El inspector Perón conversa con los dos agentes que custodian la escena. Dicen que no saben mucho, pero cuentan bastante. La víctima es un hombre que salía de casa de su pareja, vecina de la comunidad. Se dirigía a jugar un partido de fútbol en una cancha cercana. En el rincón más oscuro de su trayecto lo esperaban cuatro jóvenes listos para descargar sus armas. Fue simple y rápido. Ni siquiera tuvieron que correr para desaparecer entre los callejones de la San José del Río. Los agentes que vigilan la escena saben algo más: el muerto no es un policía, sino un militar. Un cabo del Ejército.
Entonces, algo cambia. El cuadro que dibujan las dos cintas amarillas que custodian un cuerpo acurrucado es igual de lúgubre que cuando llegamos, pero las expresiones de mis dos acompañantes no. El inspector Perón, hombre jovial desde el día que lo conocí, vuelve a su tono de plática habitual, esta vez comentando lo incómodas que pueden ser las botas del uniforme policial en caminos embarrados como este. El subinspector Mata se une a la conversación para informarnos que el militar muerto trabajaba en tareas de seguridad pública en una zona cercana. Ambos coinciden en que había sido una imprudencia de su parte dejarse ver por la comunidad con un trabajo así. Otro policía aporta un nuevo detalle a la conversación y todos comentan, discuten, hacen preguntas.
Vuelve la normalidad, la normalidad que puede haber en una escena de un crimen. La mujer del militar muerto llora abrazada a un familiar, a pocos metros de la cinta. Algunos vecinos curiosean. Otros protestan por no poder llegar a sus casas por la vía principal. Los detectives inspeccionan el cuerpo y buscan casquillos de bala a su alrededor. Pero la normalidad dura poco.
Dos uniformes de camuflaje inician el descenso por la calle de terracería. Deduzco que uno de ellos es el oficial al mando. Se nota en su actitud al hablar con el inspector Perón, al dar órdenes a su acompañante y en el tono amenazante que usa al preguntarme por qué estoy tomando fotos en este lugar. Pocos minutos después de su llegada, una cola de unos 30 soldados armados con rifles de asalto aparecen en la escena, para reunirse con su superior. El camino de acceso, cortado por la cinta amarilla, se queda pequeño. Son los compañeros del muerto, el grupo de seguridad pública al que pertenecía el cabo asesinado.
El militar al mando hace formar a sus hombres y los divide en grupos. Al parecer, tiene la misma información que nosotros sobre los posibles homicidas y ha decidido que no necesita más. Esta noche cuatro grupos de soldados recorrerán los callejones de la San José del Río en busca de cuatro jóvenes de los que no conocen ni el nombre ni sus rasgos físicos. No los acompañarán investigadores policiales ni siquiera patrulleros. No habrá planes coordinados y nadie le preguntará al detective de homicidios cuál es su estrategia para encontrar testigos ni al fiscal a cargo cómo quiere enfocar el caso.
Esta noche soldados armados patrullarán esta colonia en busca de los asesinos de su compañero. Esta noche todo es distinto. Y el inspector Perón lo cuestiona, pero lo entiende.
—¿Qué harías vos? ¿Qué haríamos nosotros si nos tocan a uno de los nuestros?
(Colón, La Libertad, El Salvador. Febrero de 2011)