Bitácora /
Dobles vidas

Fecha inválida
José Luis Sanz

Un día mandaron llamarlo y se lo dijeron sin mucha ceremonia: te toca morir. Él pidió clemencia, una segunda oportunidad, pero, ¿cómo se la iban a dar? Imposible. Lo machetearon y dejaron su cuerpo tirado en los baños. En teoría, al hacer el recuento nocturno, los custodios lo echarían en falta, lo buscarían y encontrarían, se ocuparían de retirarlo. Un castigo cumplido, un preso más muerto, una investigación que nunca se haría, tal vez un par de párrafos en el periódico de pasado mañana.

Pero algo falló. En el recuento de la noche cuadraron mágicamente las cifras. “No falta nadie”. Por la mañana, la cuenta volvió a cuadrar y nadie levantó el cadáver del baño. Y lo mismo sucedió al día siguiente. Y al otro.

Entre desconcertados y divertidos, los pandilleros del Barrio 18 que habían ejecutado a su propio compañero se reunieron y decidieron hacer desaparecer el cuerpo. Volatilizarlo. Con corvos y rutina de carnicero lo cortaron en pedazos, en pedazos lo más pequeños que les fue posible, y dejaron ir por las cañerías cuanto pudieron de aquello que ya no era un cuerpo. Lo que sobró, lo que no entraba por el desagüe o pensaron que se atascaría en alguna tubería, lo enterraron bajo las baldosas de una de las zonas comunes.

Las emociones se me amontonan mientras escucho al Hamlet contar esto en una céntrica cafetería de San Salvador, mientras le veo gesticular como si acuchillara, destazara, como si repitiera con naturalidad los golpes con los que aquel día quebró huesos y pedaceó carne humana. Siento repugnancia, rabia ante la brutalidad de una muerte injusta, tan lejana a la justicia en la que yo creo. Una muerte impune, nunca denunciada, que nunca importó a nadie porque la víctima era un pandillero metido en ese agujero llamado cárcel en el que a los ciudadanos de bien no nos importa que se pudra la gente o se mate en ella. Para eso, parece, mandamos a seres humanos a prisión: para que no estorben, para olvidarlos, para deshacernos de ellos. En el fondo, los carniceros del Barrio 18 aquel día en aquel penal estaban haciendo un fúnebre servicio público. Desvanecieron a un hombre, a un problema. Despiojaron un poco, una pizca, El Salvador. Tal vez merecían una reducción de pena por ello. Siento una repugnancia que no solo salpica a los asesinos.

El Hamlet nos explica por qué él y otros dieciocheros mataron y despedazaron a su compañero. Pensaban que era homosexual. Cuando todos se emborrachaban en las celdas él bromeaba de una manera diferente a la del resto, se les insinuaba, jugaba a la ambigüedad. Había que matarlo, claro. Es una de las leyes básicas de la pandilla: no se admiten culeros.

—Pidió una segunda oportunidad. Que lo perdonáramos. Pero, ¿cómo le íbamos a perdonar eso? –dice el Hamlet y se ríe porque, claro, lo que decía el hommie era absurdo. Cómo se le va a dar a alguien una segunda oportunidad para no ser homosexual...

Por eso lo machetearon, lo abandonaron en los baños, lo desangraron, lo cortaron en minúsculas partes, lo tiraron por el desagüe y lo enterraron bajo una baldosa. Cuando la madre del muerto llegaba a la cárcel de visita, los domingos, le ponían una silla para que se sentara ahí mismo, sobre esa baldosa. Y sentada sobre los restos de su hijo escuchaba a sus carnales mentirle que el homeboy se había fugado, que andaba libre, en algún lado, que seguro que se ponía en contacto con ella tarde o temprano.

Frente a mí se desfigura una vez más el hombre al que durante las últimas semanas hemos estado entrevistando Carlos y yo. ¿Quién es? Sé que le gusta la lectura, la gran novela, y que le aburre Shakespeare. Sé que robó, violó, extorsionó. Sé que cumplió penas menores, salió de la cárcel hace unos meses y es libre, que quiere trabajar y dejar la pandilla. Sé que teme que uno de sus propios homeboys lo mate por rencillas pendientes. Sé que carga en sus manos muchas más muertes de las que le atribuye el sistema de justicia. Sé, ahora, que tiene la meticulosidad necesaria para despedazar a un hombre y deshacerse de sus cinco litros de sangre empapándolos en arena, prensando esa arena y casi obteniendo agua; y sé que la frialdad con que puede mirar a un cuerpo humano es mayor que la que yo esperaba.

Imagino por un instante lo frágil que sería mi cuerpo bajo su cuchillo. Me sorprendo desconcertado porque esta conversación fluya en tono amigable con un café delante, en un centro comercial en el que la mesera nos ofreció un postre y por el que pasan madres con sus niños, reparadores de aire acondicionado, colegiales, abogadas, vendedores de seguros, guardias de seguridad con una pistola al cincho. Ellos no saben quién es el Hamlet. Yo, que conozco su verdadero nombre y su verdadera taca, en realidad tampoco lo sé.

Lo miro mientras cuenta esa muerte como una anécdota y recuerdo que hace una semana, en esta misma cafetería, le vi llorar.

La entrevista, ese día, acabó rodando hacia lo personal y él nos contó cómo le va ahora. Lo difícil que está ganar un jornal, lo que le cuesta taparse los tatuajes para que alguien lo emplee, lo que necesita salir de la colonia en la que vive, porque si no, los morros de la pandilla, los jóvenes que ahora integran y controlan la clica del lugar, van a exigirle que empiece a cumplir misiones con ellos o de lo contrario sabe lo que le espera. Y nos dijo cómo lo recibió su hija de 11 años al salir de la cárcel. Lo que le dijo. Lo que le dolió escucharla.

—¿Cómo quiere que lo quiera si nunca ha estado?

El Hamlet nos miró, hizo amago de seguir hablando, apretó los dientes y miró a un lado, sin bajar la cabeza. Ya unos minutos antes había bordeado el llanto. Esta vez no supo frenarlo. Sin moralinas, supongo que por un instante lo dobló la vergüenza de haberle fallado a su hija, la necesidad de demostrarle que ya no le va a faltar nada, la debilidad de sentir que salir del Barrio 18, reinventarse a los 30 años, es más difícil que seguir matando.

Tengo enfrente a un pandillero que despedazó a otro y a un padre que llora por su hija. Dos hombres de 30 años que son el mismo. Es extraño admitir que les creo a ambos. Y que no quiero responderme a la pregunta de si el Hamlet tiene o no derecho a enterrar en silencio sus crímenes y volver a casa con su hija. Si está bien que alguien con tanta sangre en sus manos elija, sin que el resto de la sociedad lo juzgue, en cuál de sus dos vidas vividas quiere vivir a partir de ahora.

(San Salvador, El Salvador. Julio de 2011)

logo-el-faro-en-minutos

Cada semana en tu correo, lee las más importantes noticias acerca de America Central
Apoya el periodismo incómodo
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas llegue adonde otros no llegan y cuente lo que otros no cuentan o tratan de ocultar.
Tú también puedes hacer periodismo incómodo.Cancela cuando quieras.

Administración
(+503) 2562-1987
 
Ave. Las Camelias y, C. Los Castaños #17, San Salvador, El Salvador.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
TRIPODE S.A. DE C.V. (San Salvador, El Salvador). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2022. Fundado el 25 de abril de 1998.