Tengo a la par a un ex narcotraficante salvadoreño. En su momento, llegó a mover hasta media tonelada de cocaína entre Nicaragua y Guatemala. Conoce muy bien las rutas y los procedimientos de los narcos centroamericanos que mueven la droga hacia el norte. Se retiró porque vio muy cerca la desgracia. Sin embargo, los que andan en este mundo nunca salen del todo de él. Conocen a los que ahora trabajan, toman con ellos, conspiran todo el tiempo, piensan en modo narco, analizan posibilidades, conocen muchas verdades detrás de noticias que parecen nimias en las páginas de los periódicos o en las pantallas de los televisores. Temen, temen que las deudas de su pasado sean cobradas.
¿Dónde la descargan? ¿Dónde la embodegan? ¿A quiénes compran? ¿Qué hacen con el dinero? ¿Quién se encarga de hacerlo? ¿Quién cobra las deudas pendientes? El hombre con quien hablo tiene esas respuestas. Conoce muchos de esos secretos.
Hoy, sentados en un restaurante, nos ha dado por hablar de El Cártel de Texis, un reportaje que publicamos hace unos meses y donde denunciamos a una red de personas del noroccidente de El Salvador que, según varios informes de diferentes instancias de seguridad y varios informantes del Estado, son los dueños de El Caminito, la principal pieza del rompecabezas que este país aporta a la cocaína sudamericana en su ruta hacia Estados Unidos.
Hoy, mientras tomamos un café, nos ha dado por charlar sobre José Adán Salazar, mejor conocido como Chepe Diablo, un empresario hotelero y presidente de la primera división del fútbol salvadoreño que, según las mismas fuentes, es uno de los cabecillas del Cártel de Texis.
Según el narcotraficante en retiro que tengo a la par, que describe a los personajes de estas tramas como piezas de un engranaje, Chepe Diablo es una pieza muy específica dentro de una maquinaria.
—Es un lavador –dice.
Explica que un lavador es aquel que, lejos de ser un hombre operativo, encargado de mover un furgón con cocaína, de sobornar policías, de apartar retenes, de contratar matadores, es un hombre dedicado a hacer que las ganancias de eso otro puedan convertirse en dinero justificable, con el que pagar empleados, con el que comprar juguetes a los nietos, con el que construir edificios.
—Por eso es difícil atraparlo –me dijo.
—¿Por qué? –le pregunté.
—Porque a los lavadores los quieren. Son gente que manejan plata, que le da trabajo a los que tienen a su alrededor, porque invierten en negocios que sus amigos sueñan con levantar, pero no pueden, porque le dan dinero a los parientes para que también inviertan, porque te sacan de deudas si estás apurado. Porque les debés algo.
O sea, pienso, porque las migajas del dinero que ganan traficando cocaína a gran escala caen de la mesa de los comensales y dan de comer también a las hormigas que allá debajo de la mesa esperan a que el pan se desgaje.
En ese momento me acordé de aquel apelativo que utilizan en Guatemala para hablar de las familias del narco locales, las que ahora se enfrentan a Los Zetas. Los narcos buenos les dicen. Me acordé también del deprimido Caribe de Nicaragua, de las comunidades como Sandy Bay, perdidas entre manglares, donde los lancheros colombianos que llevan la cocaína son recibidos como personalidades importantes en los pueblos, porque dejan dinero, porque gracias a ellos algunos indígenas miskitos convirtieron sus chozas en mansiones de concreto.
Me quedé pensando después de la conversación con aquel ex narcotraficante. Pensé si no hay que darle el beneficio de la duda a los narcotraficantes, si no hay que pensar, como algunos de los históricos han reclamado altaneros, si no son ellos los que dan trabajo a muchas personas, los que ponen el pan en la mesa de muchas familias. Los que, incluso, despiertan pasiones en los estadios gracias a sus equipos de fútbol. Si no son ellos, cometiendo un delito que poco nos afecta en nuestro día a día, los generadores de miles de empleos legales.
Es un dilema jodido, porque yo no puedo ejercer este oficio con actitud de cajero de banco a las 3:55 de la tarde, esperando terminar. Necesito que el sentido se acerque no solo a explicar y entender, sino aunque sea un poquito a resolver. Y para querer resolver es necesario identificar con claridad de ojo de águila el problema.
Hoy por la tarde tuve una reunión con un informante de la Policía. No puedo negar que la duda de los narcos queridos en mi cabeza, de los benefactores de las hormigas, me daba vueltas mientras conversábamos, pero entonces, paralelo al discurso del informante, en mi cabeza se tejía el mío.
—Es que es como un partido de fútbol con un equipo multimillonario y otro muy pobre –dijo el informante.
Claro, pensé, Estado contra narcos, eso debería ser así.
—El problema no es que un equipo tenga a jugadores más fuertes y comidos, que den mejor espectáculo —me dijo—. No es el espectáculo el problema.
Los narcos, su droga, pensé, no son el problema.
—El problema es que para ser mejores ellos tienen la capacidad de hacer lo que les dé la gana, entonces ya no les basta con ganarle a tu equipo raquítico.
La Policía y La Fiscalía me vinieron a la mente.
—El problema es que ellos modifican la cancha, para que las cosas siempre sean así. Te modifican tu meta, te la hacen muy grande, descomunal, donde entren muchos goles, te infiltran a un portero y una defensa comprada por ellos, porque ya no quieren ganarte por un gol o dos goles, te quieren ganar por cinco, por 10, por 20.
La imagen fue muy absurda. Unos diputados modificaban una portería en un campo de fútbol, vestidos de saco y corbata, y ayudados por unos hombres con sombreros y botas vaqueras.
—El problema es que vos siempre jugás de ese lado de la cancha, o sea que del otro juega otro equipo siempre. El de los narcos, sí, pero también el de los pandilleros, también el de los traficantes de armas, también el de los corruptos o Los Zetas si les da la gana de venir a instalarse.
Un portero acurrucado en una portería descomunal tiritó por unos segundos en mi pensamiento.
El problema es la cancha que los narcos, los buenos, los lavadores, los malos también, necesitan para jugar, creo, porque esa se queda ahí, con todo y su gigante portería por donde se cuelan toneladas de droga, millones de dólares lavados, pero también asesinatos no resueltos, corruptos impunes, policías comprados, pandilleros armados…
(San Salvador, El Salvador. Julio de 2011)