Tetsuo Yamahiro no pudo dar razones. El hombre pedía clemencia en japonés y sus agresores lo acusaban y lo insultaban en mam, la lengua de Todos Santos Cuchumatán, Huehuetenango, un pueblo pintoresco ubicado en las montañas del occidente de Guatemala, cerca de la frontera con México. Era sábado, 29 de abril de 2000, y Tetsuo estaba acorralado.
Las circunstancias que lo llevaron a estar rodeado por una turba furiosa habían comenzado la semana previa a la visita del grupo de 23 turistas japoneses del que Tetsuo formaba parte. Una noticia difundida en la radio tenía en vilo a todo el departamento. Decía que una secta satánica merodeaba la región para secuestrar niños y consumar pactos con el diablo. La advertencia llegó a Todos Santos y el sábado, día de mercado, era la comidilla del pueblo.
Los japoneses, ajenos al clima de alarma, subieron la cordillera de Los Cuchumatanes temprano en la mañana, ataviados con gorros oscuros y sombreros para protegerse del frío. Eran gente extraña en medio de un pueblo nervioso. Llevaban solo una hora en el lugar cuando Catarina Pablo creyó que un hombre de la secta satánica jaloneaba al bebé que llevaba amarrado al huipil, en su espalda. “¡Auxilio, quieren secuestrar a mi hijo!”, gritó.
El secuestrador imaginario era un turista que acariciaba la cabeza de Desiderio, el hijo de Catarina, y la muchedumbre de inmediato acorraló a los japoneses. “No entendemos qué pasa”, le dijo Midori Kaneko a Tetsuo, antes de huir junto a Esashika Takashi y los policías que los liberaron del cerco. Tetsuo, curioso, se quedó atrás y comenzó a fotografiar a los hombres y mujeres que, entre gritos, le rodeaban poco a poco.
Unos 500 pobladores participaron en el linchamiento. Los que lograron acercarse al turista saciaron su furia con palos, puños, puntapiés y machetes. Edgar Castellanos, uno de los choferes de la excursión, intentó pedir en español clemencia para Tetsuo, pero Edgar terminó quemado vivo. Los 22 turistas sobrevivientes pensaron que en las montañas de Guatemala vive una tribu de salvajes.
Al calor de la sangre, el mundo entero pensó lo mismo: en Guatemala hay comunidades indígenas que enloquecen y se toman la justicia por su mano. De inmediato, agencias de prensa como Reuters retomaron y difundieron las conclusiones de la Minugua, la Misión Internacional de Observadores de las Naciones Unidas en Guatemala, que había tratado de explicar anteriores linchamientos: las comunidades indígenas, marcadas aún por la herida del genocidio de los años 80, heredaron la cultura de la violencia de la guerra para purgar a sus peores elementos. Hasta la fecha, esa hipótesis ha reinado en la mayoría de debates sobre el tema.
Tras el linchamiento de Tetsuo, Todos Santos, como muchos otros pueblos, quedó marcado para siempre. La suerte del japonés se convirtió en leyenda y guías de turismo mundial como Lonely Planet advierten aún hoy sobre el manejo de cámaras fotográficas cuando se visita poblaciones indígenas.
11 años después Guatemala sigue linchando y mi viaje en busca de una explicación inicia en la montaña en la que murió Tetsuo, a siete horas de la capital. Porque Todos Santos colocó el tema en el escaparte internacional y también porque Todos Santos intentó linchar de nuevo.
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El 16 de enero de 2011, hombres furiosos, armados con palos y machetes bloquearon el acceso al pueblo. La impotencia de la Policía Nacional Civil (PNC) y de la Comisión Presidencial de Derechos Humanos fue descrita con pequeñas notas escritas desde Huehuetenango. Los pobladores secuestraron a unos estafadores y para liberarlos les exigieron los 450 mil quetzales que habían robado. “Si no pagan, los linchamos”, advirtieron. Ni los antimotines se arriesgaron a actuar, aun cuando sabían que entre los rehenes había tres niños.
A las 11 de la mañana supo del caso el delegado presidencial para los Derechos Humanos en la región, Byron Herrera. Se lo contó por celular el alcalde Modesto Pablo: “Tres policías expulsados y nueve rehenes, incluidos tres menores de edad”. Los rehenes eran custodiados en las bartolinas de la junta local de seguridad, ubicadas frente a la alcaldía. Fuera, en la plaza, medio millar de personas exigían algo que se pareciera a la justicia. En esa llamada, el alcalde se reservó lo ocurrido el día anterior.
El sábado 15 por la tarde, en su oficina ubicada en el edificio de la alcaldía, Modesto Pablo dirigió el interrogatorio a una estafadora. A la mujer la había denunciado un grupo de maestros estafados al mediodía; y a las pocas horas la había capturado en su casa la junta local de seguridad. Estas juntas son organismos de participación ciudadana aprobados a finales de los 90 por el Congreso de Guatemala, y que en parte del país han desplazado a la Policía. Hay municipios en los que restringen el libre tránsito a los desconocidos, según denunció Derechos Humanos en 2009 y 2010. Hay otros en los que incluso se han transformado en bandas de sicarios o de extorsionistas, según denunció el ministro de Gobernación, Carlos Menocal, en febrero de 2011. La de Todos Santos, según Modesto Pablo, no es ni lo uno ni lo otro. Simplemente goza de respeto entre la población y a ella -y a él como alcalde- acuden los vecinos cuando quieren solucionar un conflicto.
Durante el interrogatorio, la estafadora confesó el crimen y delató a sus cómplices. Accedió incluso a convocar a uno de ellos para el día siguiente. Así la Policía podría capturarlo. Pactaron reunirse a las 7 de la mañana frente a la iglesia.
El problema, según el alcalde, fue que de alguna manera la noticia se propagó entre la gente del pueblo. Y cuando hay una injusticia, en Todos Santos ya nadie espera que sean las autoridades las que la solucionen.
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Todos Santos es un pueblo aguerrido. Sus habitantes, como la mayoría en esa región, son descendientes de los mames que algunas vez reinaron en Zaculéu, cerca de la frontera con México. Hay historiadores que sostienen que en 1525, de la cordillera de Los Cuchumatanes bajaron combatientes mames para apoyar al líder guerrero Kaibil Balam en su batalla contra los españoles que querían conquistar Zaculéu. Cinco siglos después, los mames siguen convocándose para defender lo suyo y a los suyos.
Pero los habitantes de Todos Santos han mezclado sus costumbres con las modernas prácticas de una sociedad del siglo XXI: ven televisión por cable, aprenden inglés, migran hacia Estados Unidos, votan en las elecciones, acuden al juzgado y discuten sobre política. En esta época, en los pasillos de la alcaldía, es común ver a grupos de hombres y de mujeres discutir acaloradamente sobre el devenir político del país hoy que se acerca la elección presidencial. Los hombres van vestidos con sombreros de paja y camisas adornadas por un grueso cuello azul o morado hecho de lana. También visten un pantalón rojo adornado con rayas blancas. Las mujeres lucen un tocado de hilos de color en el cabello, un huipil con bordados representativos y una falda o corte azul con líneas amarillas, que se extiende hasta los tobillos.
Si no fuera porque en alguna parte de sus diálogos se escuchan palabras en castellano como “Colom”, el apellido del presidente de Guatemala, o siglas que hacen referencia a uno de los partidos en contienda, el “PP” o Partido Patriota, un forastero no entendería de qué discuten en la alcaldía. El mam, dicen los expertos, es una de las lenguas más difíciles de aprender del mundo.
Y a las 7 de la mañana del domingo 16 de enero, en mam gritaba la turba cuando el segundo estafador apareció junto a su familia en un pick up. Y en circunstancias como esas, el primer desafío para las autoridades es la comunicación. En un país con un 48% de población indígena -según cifras oficiales, pero 60%, según algunas organizaciones indígenas- y con 22 idiomas de origen maya, ¿quién enseña a los policías y a los jueces los dialectos de cada región? Nadie. Por eso la Policía carece de autoridad frente a un masa enardecida de hombres y mujeres que pronuncian palabras ininteligibles para un extraño. Un extraño era aquella mañana el agente Elías, uno de los seis policías que presta seguridad a esta comunidad de 34 mil habitantes. Elías, originario de San Marcos, departamento vecino de Huehuetenango, a sus 23 años solo habla castellano. Aunque San Marcos también está influenciado por el legado de los mames, él se crio en una comunidad sin costumbres indígenas. Lleva un año en Todos Santos y este fue su primer linchamiento. Dice que ya le habían advertido sus compañeros: aquí la gente, cuando está furiosa, solo entiende razones en mam.
A Elías y su gente el alcalde les había encomendado apresar a los estafadores cuando estos cruzaran las primeras palabras. El problema fue que cuando el pick up apareció, también aparecieron por los callejones hombres que, entre gritos, se abalanzaron sobre el vehículo antes que los policías, rompieron los cristales y sacaron a los tripulantes a la fuerza. También pincharon las llantas. Uno de los hijos del estafador sufrió cortaduras leves en la cara y los brazos cuando lo sacaron a través de una ventana rota. Fue el primero en sangrar. Cuando Elías y sus compañeros intentaron detener a la muchedumbre, que ya azotaba a los estafadores, entendieron que correrían la misma suerte que ellos si no huían. Presas del miedo, no dispararon al aire por temor a que les arrebataran las pistolas. A un agente intentaron despojarlo de su arma y a otro comenzaron a darle de palos mientras intentaba rescatar a uno de los rehenes. Elías vio llegar a más hombres con más palos y gritó: “¡Corran!”. Tuvieron que correr por tres cerros para escapar del grupo que los perseguía. Mientras corrían, un cántico proveniente de la plaza se escuchaba a lo lejos. En mam, algunos hombres gritaban: “¡Tenemos palos, tenemos gasolina, los vamos a quemar!”
Primero les amarraron las manos. Luego los arrastraron hacia la plaza y ahí los azotaron con riendas de montura. Después los metieron en la fuente de la plaza y los tuvieron ahí, mojándose, por varios minutos. En la cordillera, que en algunos puntos supera los 3 mil 700 metros sobre el nivel del mar, el frío de la mañana quema la piel y solo se calma cuando a las 11 el sol calienta el ambiente. Luego, la turba justiciera encerró a los dos estafadores confesos en las bartolinas.
A la esposa del estafador, a sus dos hijos y a su sobrino menor de edad los encerraron en uno de los salones de la municipalidad. A ellos no les hicieron nada, pero a los estafadores los atormentaron durante tres días. A los dos días de haber sido expulsados, el martes 18, la turba permitió que Elías y sus compañeros bajaran del cerro en el que se habían escondido.
Cuando bajaron descubrieron que el alcalde, el delegado de derechos humanos Byron Herrera y los maestros estafados habían llegado a un acuerdo: como el dinero adeudado no aparecía y con los estafadores muertos sería imposible recuperarlo, lo mejor sería perdonarles la vida. Pero para ello debían burlar a la muchedumbre, que seguía pidiendo justicia. Así que todos los involucrados en el rescate de los rehenes, incluidos los miembros de la junta de seguridad local, que manejaban las rejas de la prisión, fingieron seguir en las negociaciones mientras en la madrugada del miércoles 19, Elías y sus compañeros huían junto a los rehenes hacia Huehuetenango.
Le pregunto al alcalde Pablo por qué los maestros afectados no buscaron la ayuda de la Policía y del juzgado de paz.
—Porque nadie cree en las autoridades de justicia —responde.
—¿Usted está de acuerdo con los linchamientos?
—¡Por supuesto que no! Qué más quisiéramos que lo que le sucedió al turista japonés no hubiera ocurrido nunca. Sobre todo porque fue una confusión, un mal entendido.
—¿Por qué no pudieron detener a la turba que casi lincha a los estafadores?
—Lo intentamos, pero el juez no quiso tomar parte en el asunto. ¿Qué hizo el juez? Armó sus maletas y dijo que no podía conocer el caso. La gente ve esas cosas y entonces actúa. Ya después es difícil controlarla.
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Entre Todos Santos y la parada de autobuses de Chupol, Chichicastenango, departamento de Quiché, hay una distancia que se recorre en cinco horas. La parada de Chupol es un punto alto sobre la carretera Panamericana. Por la mañana, la neblina se mete por los poros y congela los huesos. En un cafetín a la orilla de la calle una mujer con huipil prepara café de olla.
Pasados unos minutos, por la puerta del cafetín entra un hombre pequeño, con pelo largo y sombrero. Lleva morral y saluda a la mujer del huipil en k'iche'. También pide café, aunque él no parece tener frío. Va sin suéter y sin bufanda.
—¿Tú eres el periodista? —pregunta en castellano.
—Sí.
—Nïm Sanik Aq'ab'al —se presenta este líder maya de 36 años. Su nombre se podría traducir como “Gran hormiga del amanecer”.
Es líder del Consejo de Comunidades Mayas -Cocom- en el municipio de Chichicastenango. Mientras esperamos a su gente, Nïm Sanik hace un resumen de la aldea que visitaremos: disputas por el control de la comunidad, el respeto a sus normas y el acceso al agua terminaron en un debate nacional en el que, según dice con evidente resentimiento, gente de ciudad de Guatemala tomó partido. En septiembre de 2010 a los líderes de la aldea los denunciaron por coartar la libertad de sus pobladores, por sancionar con castigos físicos y por amenazar con linchamientos a los pobladores que no acataban la norma comunitaria. A las mujeres embarazadas, decía la normativa, les impedían la atención de las comadronas si no cumplían con sus obligaciones. Chunimá tiene una forma peculiar de autocontrolarse.
El periódico Siglo XXI fue el que con más intensidad hizo eco de las denuncias. Nïm Sanik dice que todas esas publicaciones fueron escritas para restar valor al peso histórico que hay detrás de la norma del pueblo. Según Nïm Sanik, los jueces dijeron que la norma sí existía y era válida, pues la comunidad hizo algo que ninguna otra ha hecho: escribir sus reglas. Al frente del grupo de demandantes estaba un ex alcalde comunitario a quien le cortaron el acceso al agua porque no cumplía sus pagos y porque, decían, robó dinero de la comunidad. Pero la justicia ordinaria, aunque reconoció como documento la norma comunitaria, absolvió a los líderes de porque los acusadores ya no comparecieron en el proceso.
A Chunimá se llega luego de bordear un camino de piedra y tierra que sube y baja cerros, y se introduce cada vez más a la espesura de una región montañosa que por ratos es salpicada con casas de techo de lámina y paredes de bahareque. Una región campesina y pobre.
Al llegar, la gente aguarda en el patio de la casa comunal. En uno de los pasillos, un anciano toca la marimba. Otro enciende un cohete que vuela al cielo pero estalla a medio camino. Tras la explosión, los hombres entran al salón y se sientan al frente de la tarima. Las mujeres, vestidas con sus huipiles multicolores se sientan a su lado o atrás. Ellas cargan a los hijos pequeños en sus regazos.
Me siento junto a Teresa Ajkejay B’atz, una de las colaboradoras del Cocom para que me traduzca lo que hablan desde la tarima. El alcalde comunitario, Manuel Suy, Nïm Sanik y un abogado que habla en k'iche' rememoran el caso de la comunidad y piden estar alertas para proteger la norma y las costumbres del pueblo.
Dos horas después revientan otro cohete y nos reúnen en un salón de la escuela comunal. El anciano sigue tocando la marimba. De los que estaban en la mesa de las autoridades, solo Manuel Suy, el alcalde, no se une a nosotros. Suy lleva dientes de oro y sombrero en la cabeza. Viste camisa con botones y se deshace en atenciones para los invitados. Entra y sale del salón cargando cestos con tamales simples (que hacen las veces de pan) y platos de caldo de res. Visto así, este anciano humilde y amable no se parece en nada a la descripción que de los líderes comunitarios hicieron los denunciantes de los abusos en las publicaciones realizadas por Siglo XXI: dijeron que ordenaban dar de azotes y amenazar con linchamientos a aquellos que no pagaban su cuota de agua o que no asistían a las asambleas.
A Suy le cuesta entender mis preguntas y Teresa Ajkejay sale en mi auxilio. ¿Cómo se protegen de la violencia y la delincuencia? Suy habla como si silbara y me explica que la comunidad se cuida a sí misma, que la comunidad son todos y que él no puede ordenar nada. “La comunidad ordena y no al revés”. Luego confirmó que hacía unos meses un grupo de jóvenes habían sido castigados por llegar de madrugada en motos, interrumpiendo el sueño de la comunidad. Los citaron en una asamblea, se les hizo ver su falta y luego el consejo de ancianos recomendó un castigo, que fue aprobado por toda la comunidad. Les dieron unos pixab’ (consejos), los muchachos meditaron su error y luego pidieron disculpas públicas. También dejaron de vagar por las noches. A otro hombre que macheteó a un vecino le aplicaron unos xicay (castigos físicos) públicos: azotes.
Le pregunto a Suy qué pasa si alguien roba y Suy me explica que el procedimiento es el mismo. Al ladrón se le pide un cambio de conducta y que repare el daño (pixab’). Si recae, el consejo de ancianos puede recomendar que el ladrón cargue un distintivo bochornoso o darle un par de azotes, en público, para que expíe sus culpas (xicay). Pero eso, asegura Suy, ocurre muy poco porque los miembros de la comunidad trabajan por la comunidad y no en contra de ella. “La comunidad somos todos y ninguno quiere hacerle daño a la comunidad”, dice.
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La ciudad de Guatemala es fresca, enorme, bulliciosa. La otrora sede de la Capitanía General que dominaba la región centroamericana tras la conquista y durante la colonia está ubicada sobre un valle alejado siete horas de Todos Santos y dos, aproximadas, de Chunimá. Vista desde los cerros que la rodean, la ciudad es una mancha inmensa de concreto, con vastas zonas residenciales y orgullosos edificios que apuntan hacia el cielo.
La ruta de los linchamientos me trae hasta aquí porque en los últimos años hay casos registrados y ejecutados por capitalinos sin arraigo cultural indígena. Entre enero y mayo de 2011, en el municipio de Guatemala hubo cuatro. Casi uno por mes. Una cifra insignificante si se toma en cuenta que en los últimos tres años, en todo el país, ha habido al menos 360, es decir 10 por mes, según la Procuraduría de Derechos Humanos. Vistos con simpleza, los linchamientos son nada en comparación con la violencia total de Guatemala. De los 2,470 homicidios reportados entre enero y mayo de 2011, solo 25 fueron muertes por linchamiento. Uno de cada 100 homicidios. Pero vistos en detalle, los linchamientos afligen porque ocurren con demasiada frecuencia y porque los capitalinos están dispuestos a ejecutarlos.
Uno de los casos más recientes también viajó por el mundo, como ocurrió con el asesinato del japonés Tetsuo, gracias a las fotografías tomadas por Rodrigo Arias, de la agencia Reuters. Ocurrió en diciembre de 2009: Alejandra María Torres y dos cómplices intentaron asaltar con pistola un autobús en el centro de la ciudad. La mujer casi murió quemada viva cuando los pasajeros los desarmaron a todos y la capturaron a ella. En las fotos de Arias, Alejandra, de piel clara y pelo teñido, llora y se tapa el pecho. Humillada, aunque ya segura, sigue semidesnuda mientras los policías le toman los datos en plena vía pública.
En Guatemala hay quienes se preguntan por qué ahora también los capitalinos linchan. Carlos Mendoza es uno de ellos. Mendoza es un economista, polítologo e investigador social que se ha vuelto un experto en el tema a fuerza de curiosidad. Con frecuencia es citado por periódicos del país para hablar del tema. Guatemalteco graduado de la universidad de Stanford, Mendoza es socio fundador de la Central American Business Intelligence (CABI), una consultora sobre temas políticos, económicos y de seguridad. Carlos analiza, sobre todo, la violencia centroamericana. Conoce casi todos los estudios que hablan del problema, cita nombres de autores con facilidad y sabe reconocer quién tiene el dato que le interesa en cada país de la región. Está obsesionado con el tema. Mantiene un blog donde publica en versión digital los libros y ensayos que ha escrito –algunos para revistas mexicanas y universidades como Harvard-, y recoge todo aquello relacionado con los linchamientos.
El fenómeno lo atrapó en 1999, cuando tenía 28 años. Un antropólogo, en una conferencia realizada en Guatemala, le preguntó si en la reducción de homicidios violentos en las comunidades indígenas mediaba el linchamiento como elemento disuasivo de “la violencia homicida común”, dice. Mendoza no supo qué responder. 12 años después todavía no tiene una respuesta concluyente pero cree ir por buen camino.
Estoy con Mendoza en la cafetería de la Universidad Rafael Landívar, un centro de estudios jesuita para los jóvenes de clase media de Guatemala. Compramos un café en una tienda, Carlos abre su laptop y menciona cifras, datos y pasajes históricos para soltar una primera tesis: cuando el estado falla, la comunidad organizada aprende a defenderse.
Descarta muchas variables que han soltado por años otros investigadores porque está convencido de que al hacer un análisis comparado con el resto de países de la región, resulta que todos padecen –o han padecido- los mismos problemas (pobreza, guerra en tres de cinco) pero solo en Guatemala se genera el fenómeno del linchamiento. Que eso suceda en comunidades con fuerte variable étnica tiene que ver en tanto que estas mismas comunidades son las que por años han sufrido ausencia del estado y siempre han resuelto sus problemas con su propia organización. “Sin duda la variable étnica influye pero no es solo esa la respuesta”.
Carlos Mendoza bebe café y luego levanta la voz para criticar las investigaciones y conclusiones que planteó Minugua hace ocho años. Según Mendoza, Naciones Unidas actuó de manera “políticamente correcta” y no quiso señalar que en el componente cultural de las comunidades puede estar parte de la respuesta. Para él, que la guerra haya infligido horrores en las poblaciones solo incrementó el repertorio violento de la práctica, pero no es la razón detrás del fenómeno.
Con datos proporcionados por Minugua y por organismos oficiales de su país, Mendoza ha elaborado mapas de Guatemala en los que los colores más intensos indican los municipios con altas cifras de linchamientos. Cuando estos se comparan con los mapas que reflejan los municipios con fuerte presencia de comunidades indígenas casi casan a la perfección. Y cuando en esos municipios la presencia de autoridades de justicia, de juzgados de paz, es frecuente, la intensidad de los linchamientos disminuye.
De esos mapas extrae el estudioso sus dos principales conclusiones: las comunidades indígenas buscan autodefenderse porque siempre lo han hecho, por conciencia de comunidad. Y porque el Estado, ausente, no satisface sus necesidades en esos territorios. “Los linchamientos son el resultado de la incapacidad del Estado para impartir justicia. Y no es que no pueda impartirla, es que simplemente no llega hasta esos lugares con eficiencia y eficacia”, dice. Pero Mendoza insiste, con pasión, en que quien lincha es una comunidad que se ve a sí misma como un todo, como un todo que se tiene que proteger a sí mismo. Y eso sirve tanto para una comunidad indígena como para una comunidad de estudiantes de clase media alta.
La plática está terminando cuando Carlos pega un grito y se jala los pelos al recordar una noticia: “¡Aquí lincharon! ¡Aquí mismo, en la Landívar!” Unos jóvenes, extrañados, nos vuelven a ver y luego regresan a sus laptops. En la Rafael Landívar, una universidad con nombre de poeta, uno de los centros de estudio más prestigiosos de un país en el que muy pocos acceden a educación superior, hubo un linchamiento.
Durante 2009 los estudiantes se habían quejado de los constantes robos y asaltos en el parqueo de la universidad pero nadie resolvía el problema. Computadoras portátiles, estéreos de los automóviles, desaparecían sin que hubiera culpables. Según Mendoza, hay puntos de quiebre en los cuales una comunidad se cansa de la impotencia y estalla ante la vulneración de sus derechos, y eso pasó en enero de 2010 cuando tres hombres acompañados de un niño de 11 años asaltaron a un estudiante en el campus en un intento de robarle. Otros estudiantes vieron el ataque y actuaron. A golpes. Uno de los ladrones logró huir, pero los otros tres, incluido el menor, recibieron lesiones considerables, según reportaron organismos de socorro que los atendieron tras el incidente. Después de aquello, presumiendo que los ladrones ingresaban en un taxi y salían de la misma forma, la universidad prohibió el acceso de taxistas al campus. No hubo expediente para los estudiantes implicados en el suceso.
Le traslado a Mendoza mis sospechas: tal vez los capitalinos imitan el fenómeno porque perciben que es más eficaz que la respuesta de la autoridades. No lo pensó mucho antes de responder:
—Esa valoración es demasiado simplista. Concéntrate en el sentido de comunidad.
Días después de nuestro encuentro, Mendoza me envió un correo electrónico con la publicación en su blog de un caso similar ocurrido en la universidad San Carlos, la mayor de Guatemala, la pública, en 2009. Un hombre acostumbraba a robar a los pasajeros que se bajaban en una de las paradas de bus en el perímetro de la universidad, hasta que un grupo de estudiantes se cansó. El hombre fue encontrado desnudo y vapuleado. “De nuevo, fuertes identidades que facilitan superar problemas con una acción colectiva, más la ausencia del Estado, son ingredientes explosivos ante casos de delincuencia que atentan contra la vida y la propiedad de los miembros de una comunidad (en este caso la universitaria)”, escribió Mendoza en el blog.
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El mercado La Terminal, en la zona 4 de Guatemala, está a 30 minutos en carro de la Landívar y a 10 minutos del centro histórico de la ciudad. El mercado formal es un edificio de dos plantas que abarca un par de manzanas. El informal se extiende por varias manzanas más entre callejones repletos de vendedores y almacenes para mayoristas. Frutas, verduras y embutidos adentro y afuera del edificio. Hombres que jalan sus productos, vendedoras con delantal o con huipil. A las mujeres que llevan vestimenta indígena las llaman en la capital “mariítas”. Aquí son una minoría, y muchas trabajan como empleadas de los comedores, que todos los días ofrecen caldo de res. El mercado tiene ese nombre porque está contiguo a la terminal de los autobuses que viajan al oriente del país. Aquí hay una comunidad de 20 mil vendedores organizados.
Entre 1996 -año de la firma de los acuerdos de paz tras 34 años de lenta guerra civil- y 1999, a este mercado llegaban bandas de asaltantes que desnudaban a las mariítas en los pasillos para encontrar el dinero que solían esconder entre los dobleces del huipil. En las entradas al edificio principal asaltaban tanto a los comerciantes como a los clientes. Las bandas extorsionaban y mataban. Los vendedores se consumían en la impotencia. Entre los vendedores hay quienes creen que la guerra y su ejército intimidaban a los delincuentes, y se quejan de que cuando los militares regresaron a los cuarteles la Policía no se asomó por este mercado, ni por ningún otro, sino hasta ocho años después. Para lograrlo, los vendedores organizaron marchas y protestas que paralizaron a la ciudad.
Con los de La Terminal al frente, vendedores de toda la ciudad salieron a protestar por primera vez en 1999. Pero a la par de este movimiento hay quienes dicen que nació otro, clandestino, armado, formado y contratado por los mismos vendedores, al que llamaron “ángeles justicieros”. En sus primeros años de funcionamiento, los ángeles fueron implacables: los vendedores, envalentonados porque ahora tenían su servicio privado de seguridad, detenían a todo supuesto ladrón, lo golpeaban y lo amarraban. Entonces llegaba un ángel justiciero y le pegaba un tiro. A veces no era necesaria esa bala. Lo mataban a golpes.
Pasarían muchos años, ocho para ser exactos, antes de que las autoridades sospecharan o quisieran sospechar que los incidentes iban más allá de la violencia común. “Un hombre fue muerto en el parqueo de La Terminal, zona 4. Vendedores dijeron que dos jóvenes lo persiguieron y le dispararon”, publicó Prensa Libre en abril de 2006. “En el mercado La Terminal, zona 4, un supuesto delincuente fue abatido, a las 10 horas, informaron los Bomberos Municipales”, publicó el mismo diario al mes siguiente.
Por la vía formal, los vendedores siguieron protestando y en 2007 el Ministerio de Gobernación creó la Polimerc (Policía de Mercados). Esta unidad –que nació con 400 agentes- atiende a un millón de usuarios en los 59 mercados de la capital. Pero, a cuatro años de su nacimiento, los mismos policías afiman que si en La Terminal ya no hay asaltos, es más gracias a los ángeles justicieros que a la Polimerc. “La verdad es que aquí ellos mandan. Aquí se cansaron de la inseguridad y crearon un dicho: muerto el perro desaparece la rabia”, dice un oficial en la caseta policial de La Terminal, que se rehúsa a dar su nombre, porque dice que los policías tienen prohibido dar declaraciones.
—¿Cómo operan los ángeles justicieros? –pregunto.
—Los vendedores ven a alguien sospechoso y llaman por celular a los muchachos. Usted nunca sabrá quiénes son. Andan por ahí, en parejas o en cuartetos. Cuidan 100 metros cuadrados. Ubican al supuesto ladrón, no preguntan nada y disparan. Luego se escabullen y nadie vio nada. Nadie dice nada.
—¿Los vendedores no les denuncian nada a ustedes?
—Nos vienen con cositas sencillas: pleitos, amenazas, borrachos… La seguridad la ven ellos.
—¿Pueden capturarlos, por asesinato?
—Es difícil. Solo que haya un investigación. Hace 10 días capturamos a uno por orden del Ministerio Público. A los 15 minutos ya teníamos enfrente de la delegación como a 30 hombres fuertemente armados exigiendo la liberación de su compañero. Por suerte, previniendo una situación incómoda, despachamos al capturado a la delegación central 10 minutos antes de que aparecieran. Se puso feo esa vez.
—¿Tienen un líder?
—No le conviene que le dé el nombre ni andar preguntando por ella. Esa señora es una mujer de cuidado.
* * *
Esa señora se llama Olga. El oficial de Policía se rindió y lo deslizó con un susurro luego de cersiorarse, por encima de mi hombro, de que nadie más que yo sabría que él me dio ese nombre: “Olga”. Al salir de la Polimerc pregunté por ella a una docena de vendedores. Nadie dijo nada. Algunos me pidieron que comprara naranjas o que me largara del mercado. “No sabemos quién es usted. No sabemos nada de lo que pregunta”. En la administración del mercado, la formal, la que tiene en la pared un escudo de la alcaldía de Guatemala, tampoco se atrevieron a hablar ni de ella ni de los ángeles justicieros. Cuando parecía que todo quedaría en la anécdota de un policía y las estadísticas de la delegación -18 asesinatos entre enero y mayo de 2011- un contacto me presentó a una vendedora de la 18 calle, en la zona 1. Esa vendedora es la que me ha traído hasta Olga.
Hace unos minutos, al entrar al mercado, una vendedora de pulseras, amiga de mi guía, ya me ha adelantado cómo funcionan las cosas: “Aquí ladrón que entra, ladrón que sale. Bien muerto”. Otra vendedora, en broma, le ha recordado a mi guía que tiene que votar por el Partido Patriota, el que dirige el ex general Otto Pérez Molina, el candidato que promete mano dura contra la delincuencia.
Dentro de su oficina -un cuarto que también es bodega-, ubicada cerca de los embutidos y de los canastos de camarones salados, Olga toma gatorade y termina una galleta picnic. En la pared hay fotos de las representantes del comité del mercado. La mayoría son mujeres. En una de las fotos aparece Olga ocho meses más joven. Parece que ha adelgazado en este tiempo. Olga Alicia Argueta es pequeña, tiene cintura de avispa y unos pechos que parecen querer saltar de la blusa. A sus sesenta y tantos años viste juvenil, con una licra color negro, botas y una camisa escotada que deja ver los tirantes de su sostén. La camisa tiene estampada la imagen de la cantante Avril Lavigne. Sobre la frente le cae un esculpido flequillo y lleva los labios pintados de rojo. En el cuello carga una cadena gruesa y dorada. En los dedos, anillos del mismo color. En la cintura, orgulloso, un delantal rojo con cuadros rosados. Desde su última separación, Olga nada tres veces por semana en un hotel de la capital. Dice que así es más feliz. Cuando tiene ganas de comer fuera, se va con sus hijas a cenar. Cuando quiere ir al gimnasio, se va al gimnasio. “Uno tiene que darse sus gustitos”, dice. Hace un mes la operaron de una hernia. La gente bromea con ella y le dice que se fue a hacer la liposucción. “¡Puede creer!”, me dice, risueña, y se acaricia la cintura. La mujer más poderosa de La Terminal coquetea.
Olga vende carne desde hace 42 años en el edificio principal del mercado. El negocio lo aprendió de su primer marido.“Era un cabrón”, dice. Ahora son sus hijas las que hacen filetes y, a unos metros de donde hablamos, cortan las orejas y los cachetes a una cabeza de res. Olga se metió al comité en 2000, harta de tanto asalto. Empezó como secretaria pero fue escalando hasta presidirlo. En esas lleva cuatro años. La clave, dice, es solucionar los problemas a todos por igual, sin favoritos. A su oficina llegan vendedores tanto a pedirle ayuda para medir bien la distancia entre puestos como a denunciar extorsiones de pandilleros del Barrio 18. “Los mareros, si entran, salen muertos”, dice. Antes de entrar a la oficina, un sujeto joven, fornido y armado se ha despedido de Olga y se ha perdido en los pasillos del mercado.
En 2008 la Policía y los fiscales allanaron la venta de carne de Olga y su casa. Le decomisaron dos celulares y nunca le dijeron qué buscaban. Tampoco la capturaron. “Yo les reclamé por qué en lugar de andar cazando delincuentes persiguen a gente trabajadora”. Olga dice esto último de pie. Le gusta dramatizar aquellos pasajes de su vida de los que cree que ha salido airosa. Un año después de aquello fue llamada a juicio porque un ángel justiciero la acusaba de ser la jefa de la banda. “La jefa, ¡imagínese!”, dice, risueña.
Antes de ir al juicio, Olga se inyectó una neurobión. Estaba molesta y estresada. Quería calmarse. Cuando le preguntaron si conocía al imputado, contestó: “Podría ser que lo conozca de vista, pero tratarlo jamás. ¿Cómo voy a tratar 20 mil vendedores?” Relata el interrogatorio de pie. Cuando hace las veces del fiscal se para a la izquierda. Cuando hace de Olga, la acusada, se para a la derecha.
—¡Aquí dice que usted es la jefa de los ángeles justicieros!, dijo el fiscal.
—¡Por favor!, respondí. Yo solo dirijo a los de seguridad del parqueo y a la policía municipal. Soy la presidenta del comité, es cierto, pero estoy para orden y limpieza y no para estar viendo dónde hay angelitos.
—¿Cree que hay ángeles justicieros?, me preguntó el fiscal.
—Justicieros no sé, pero ángeles de la guarda sí, porque son los que me cuidan a mí, contesté. Si yo fuera la jefa de los ángeles justicieros el primero que hubiera muerto hubiera sido mi marido, por haberme pasado a tantas mujeres. Pero vayan a verlo, ahí está vivito y coleando. También las mujeres que andan con él. No soy asesina ni jefe de nada ni de nadie.
—¿Por qué los periódicos hablan de que hay ángeles justicieros?
—¡Por favor! Todos conocemos cómo trabajan los periódicos. Solo quieren vender noticias. Y gracias a esa noticia la terminal ha agarrado fama y ya no entran criminales. Entonces, gracias a los periódicos por esa fama.
Olga se sienta en la silla plástica. La escena ha terminado. Está risueña. Dice que los fiscales quedaron rojos de la cólera. Le comento lo que me han dicho en la Policía: que los 18 asesinatos registrados en lo que va de año en esta zona tienen relación con los ángeles justicieros.
—¿Pero dónde están? No hay nada. Es que mire, aquí la misma gente actúa. Los mismos vendedores toman la iniciativa. La vez pasada entraron unos ladrones a la tomatera y los dejaron colgados, ahorcados en un camión.
—¿Por qué la gente hace justicia con sus propias manos?
—Porque el gobierno no puede dar seguridad aunque quiera. No puede. Así de sencillo. Entonces, hasta en la Biblia dice: si en un canasto de manzanas hay una podrida hay que tirarla porque arruinará las demás. Si dejamos que estén, van a seguir molestando. Se les dan oportunidades pero si no las quieren, pues no las quieren. Y aquí saben que si alguien entra a robar sí sale, pero sale para la morgue.
En el juicio, Olga fue declarada inocente. Desde diciembre de 2008 han capturado a más ángeles justicieros, pero el nombre de Olga ya no ha salido a relucir.
—¿No existen los ángeles justicieros? –pregunto a Olga.
—Aquí la única angelita soy yo –responde, y con una mirada pícara se lleva las manos a la cintura.
* * *
La distancia entre el corazón de Ciudad de Guatemala y el cuartel general de la Policía se camina en cinco minutos. El castillo policial está ubicado cerca del Congreso, del Ministerio de Economía y del de Gobernación. Por la zona se pasean burócratas con saco y corbata que almuerzan una torta callejera de longaniza tostada a las brasas y abarrotan, por las tardes, las tres cafeterías estilo gourmet que hay antes de subir a la Sexta Avenida, el corredor comercial y turístico más concurrido de la ciudad. Desde aquí se controlan las acciones policiales de todo el país.
En el primer piso del castillo tiene su oficina Donald González, un periodista que ha trabajado en varios medios de Guatemala y que ahora habla en nombre de la Policía. Toda la información oficial de la PNC sale de la boca del vocero González, un cuarentón pulcro, locuaz, que se confiesa de derechas. Lo dice y me enseña, como prueba, un llavero con la cruz y las siglas del partido Arena, de El Salvador, que gobernó el vecino país los últimos 20 años.
González fue el primero en advertirme sobre los peligros de La Terminal, pese a no tener detalles sobre lo que yo quería saber acerca de los linchamientos.
—¿Querés ir solo? Estás loco —me dijo cuando le conté mis intenciones.
En cuanto a los linchamientos, la respuesta del vocero policial es sencilla: la gente se cansa y se toma la justicia en las manos. Y luego añade, concluyente:
—Es que las comunidades indígenas son violentas. Pero eso no vayas a decir que yo lo dije.
A la oficina de González entran y salen periodistas sin anuncio. “Mirá, vos, el colega quiere saber de los linchamientos. ¿En cuántos has estado vos?”, pregunta a un reportero de Nuestro Diario, que recién ingresó al cuarto. “Son jodidos, vos, cubrir eso es jodido”, responde el otro, y comparte una anécdota. Al cabo de un rato, González llama a un agente del cuerpo antimotines que cruza por el pasillo. “Mirá, vos, contale cómo es cuando se agarran con las comunidades. Contale cómo es de fiera esa gente”. El agente también tiene un rosario de historias de batallas plagadas de turbas, ladronzuelos, sangre y armas. Las comparte con una mezcla de desgano y orgullo, como un viejo militar que desvela la verdad detrás de cada una de sus medallas. Y se va.
Cuando ya hemos entablado confianza, González parece listo para mostrar su propia medalla y me enseña “una foto histórica”, según dice. La abrió en el escritorio de su computadora. Es la foto de un linchamiento.
El 28 de abril del 2000, un día antes de que Tetsuo Yamahiro fuera asesinado por los vecinos de Todos Santos, en la capital el fotoperiodista Roberto Martínez fue abatido por un vigilante privado en un suceso todavía confuso. Ese día, manifestantes protestaban por el alza en el precio del transporte público muy cerca del Ministerio de Gobernación, a unas cuadras de donde estamos ahora. El fotoperiodista, del diario Prensa Libre, retrataba a los manifestantes que huían de los gases lacrimógenos. Mientras caminaba, escuchó varios disparos provenientes de uno de los edificios de la zona. Martínez intentó cubrirse pero cayó abatido con perdigones de escopeta. También fueron abatidos otros dos camarógrafos: uno de Notisiete y otro del periódico Siglo 21. Algunos vigilantes habían confundido a los periodistas con manifestantes y habían abierto fuego. Cuando la Policía capturó a los autores de los disparos, un grupo de hombres furiosos salió al encuentro de uno de los homicidas, lo comenzó a golpear y casi se lo arrebató a los agentes que lo custodiaban. Entre el grupo principal había también una mujer. Estaban fuera de sí. Todos iban vestidos con ropa informal y algunos cargaban grabadoras y micrófonos en sus manos. Eran periodistas, amigos y colegas de Martínez.
La foto que Donald González me presenta como histórica captura el momento en que se abalanzan sobre el vigilante, entre los intentos de los policías por contenerlos. Uno de los periodistas levanta un radio comunicador con la intención de estrellarlo en la espalda del capturado. Atrás, otro grita furioso y trata de llegar hasta el vigilante, sometido y agazapado, casi en el suelo. Delante de todos ellos, otro reportero se abalanza literalmente sobre el detenido. Lleva barba y parece que grita mientras su mano derecha intenta sujetar al vigilante que mató a su colega.
En un extremo de la foto, con rostro sorprendido pero parte de la turba, aparece González, el dueño de este despacho, el vocero de la Policía de Guatemala. El que lanza el radio comunicador sobre el vigilante es Luis Echeverría, hoy fotógrafo de la Presidencia de la República. El que grita desde atrás, al lado de una reportera, es Ronaldo Robles, hoy secretario de Comunicaciones de la Presidencia. “Casi lo linchamos”, dice González, y sonríe. Antes de que guarde de nuevo la foto le echo un último vistazo: el periodista de barba, el que está más cerca del vigilante, el que parece que grita e intenta sujetar al hombre agazapado es Carlos Menocal, hoy Ministro de Gobernación, el hombre que desde hace más de un año es el encargado de la seguridad pública en toda Guatemala.