Desde la 1 de la tarde el paso está cerrado en la intersección de la avenida Cuscachapa y la calle Güija, de Ciudad Credisa, Soyapango. Cuatro cintas amarillas y cuatro policías obligan a los caminantes de esta colonia de calles anchas e inclinadas a usar una ruta alternativa. La mayoría lo hace casi sin detenerse; algunos, como siempre, aprovechan para curiosear.
El causante de este montaje yace en el suelo, cabeza abajo, en una acera de la calle. Es un hombre. O al menos lo hubiera sido si hubiera sobrevivido unos meses más y hubiera cumplido los 18 años. Se llamaba José Saúl Cedillos Reyes y estaba muy lejos de su escuela cuando alguien le disparó en el pecho y en la cara. Era un estudiante. Uno más que pasa a engrosar la escalofriante cifra que el subdirector de investigaciones de la Policía Nacional Civil, Howard Cotto, hizo pública días atrás: 97 estudiantes asesinados entre enero y julio de 2011. Estamos a 19 de agosto, así que a José Saúl le toca, al menos, el número 98.
A unos tres metros del cuerpo un par de investigadores conversan. Parecen aburridos mientras esperan, al igual que nosotros, la llegada del pick up de Medicina Legal. Pero esto no es nada nuevo. Cualquiera que haya estado unas cuantas veces en una escena de homicidio en El Salvador sabe que esperar a Medicina Legal es parte de la rutina. Hoy llevan cuatro horas de retraso.
Cerca de nuestro punto de observación, detrás de la línea amarilla, algunos vecinos mantienen la mirada fija en el cadáver uniformado. Dos jóvenes se aprietan en una pequeña ventana enrejada que les ofrece una clara perspectiva de la escena. Una mujer anciana –parece preocupada- descansa su peso sobre la capota de un vehículo gris de forma parecida a como un vendedor de minutas se recuesta sobre su carrito. Todos se mantienen en silencio desde hace rato. Supongo que es por eso que me sorprenden tanto las agudas voces que llegan a mis espaldas.
Son pasadas las cinco de la tarde, salida de la escuela, y un grupo de niños de no más de 12 años se acercan en bandada a nuestro pedazo de cinta amarilla. Se sorprenden, preguntan por el muerto, comentan entre ellos, piden permiso para pasar y, en pocos segundos, me rodean para ver qué aparece en la pantalla de mi cámara. Y, entonces, la pregunta de siempre.
—¿Usted es gringo? -pregunta uno de los niños.
—No, soy español.
—¿Español? ¡Ahí vive Teresa Mendoza!
Si uno es un chele, de ojos claros y acento raro y vive en Centroamérica se acostumbra rápidamente a ser confundido con un norteamericano. Si uno es español y vive en Centroamérica sabe que lo más probable es que al citar su nacionalidad será interpelado con la siguiente pregunta: ¿Del Barça o del Madrid? Es un protocolo fijo, especialmente con los niños. Bueno, creí que lo era, pero al parecer todo ha cambiado. Ahora la primera imagen que cruza la mente de estos escolares al escuchar España no es Lionel Messi, sino una famosa narcotraficante.
Teresa Mendoza es, para los pocos que todavía no lo sepan, el nombre con el que el escritor Arturo Pérez Reverte bautizó al personaje principal de su novela La Reina del Sur. Esta mexicana –que en la imaginación del autor controló gran parte del tráfico de drogas en el sur de España– aparece todas las noches en Canal 2 en su adaptación como novela televisiva. También es, al parecer, una nueva heroína para los niños que me rodean.
Mientras la recién llegada Medicina Legal embolsa el cuerpo, nuestro jóvenes acompañantes siguen conversando sobre narcos y drogas ante la mirada sorprendida de mi compañero Daniel Valencia y la mía. No dejan de gritar y recuerdan las escenas como orgullosos fans. Retirado ya el cuerpo, el policía arranca la cinta amarilla de su amarre en un árbol y los niños salen disparados como si hubieran escuchado el disparo de salida en una carrera de velocidad.
Todos quieren ver la sangre. Y los agujeros en el suelo que dejaron las balas. Tomo la foto, varias fotos, pensando que lo que estos niños uniformados observan son los restos que dejó el cadáver de otro niño uniformado.
La escena no dura mucho. Un pick up se ha detenido en la calle y el conductor les ha ofrecido ‘ride’. Todos se suben entre saltos y carreras. Algunos se despiden. Uno grita de nuevo:
—¡Saludos a Teresa Mendoza! ¡Dígale que me mande un kilo de hachís!
(Soyapango, San Salvador, El Salvador. Agosto de 2011.)