—Entonces, ¿aquí es donde viven ustedes, los narcotraficantes?
—Aquí mismo, mire usté. Venga, le voy a presentar a toda la gente –me dice Venustiano.
Retira el alambre del palo y deja caer la portezuela. Asoman un viejito minúsculo y arrugado y un hombre recio que termina de bañarse a guacaladas en medio del patio. Morenos, tostados. El viejito dice algo en lengua quekchí, y de las champas comienzan a salir mujeres, muchas mujeres ancianas, y niños, unos 20 niños.
Esto es el departamento de Petén, al norte de Guatemala, los arrabales de un municipio llamado La Libertad. Para llegar hasta aquí hemos dejado atrás el bullicio del mercado, nos hemos alejado de cualquier punto de tuc-tuc, esas motocicletas con carcasa que hacen de taxis, y nos hemos internado por una vereda polvosa y reseca. El predio es del tamaño de media cancha de fútbol, y acoge siete champas desperdigadas, todas de plástico, cartón y palos. En medio del predio hay un charco grisáceo y espeso, con restos de comida. Huele a animal muerto. En una de las champas se cocina el almuerzo sobre un enorme comal. Sobre el comal, el almuerzo: tortillas y más tortillas.
Todas las personas se reúnen alrededor de Venustiano. Están sucias. Los niños, raquíticos y panzones. No dicen nada porque muy pocos pueden hablar castellano. Me ven y esperan.
—¿Ustedes son los narcotraficantes de Centro Uno?
—Nosotros somos –me contesta Venustiano, el líder de los moribundos–, ¿qué le parece?
—No sé qué decirle, Venustiano.
La puerta de oro
Las autoridades de México llaman al estado norteño de Sonora la puerta de oro hacia Estados Unidos. Allí están las rutas antiguas del contrabando, y allí viven y prosperan sin esconderse quienes manejan esos negocios. Bajo esa misma lógica, Petén podría bautizarse como la puerta de oro centroamericana hacia México.
El Informe lo deja bien claro; ya verán.
Petén es el departamento más vasto de Guatemala: más de 35 mil kilómetros cuadrados, una extensión que casi duplica la de El Salvador. Petén comparte 600 kilómetrosde de frontera con México y es un territorio en el que abundan los ríos y las selvas. Las autoridades militares guatemaltecas tienen claro que es el tramo de frontera más problemático del país. La fórmula que aplican es que mientras más se acerque la frontera al Océano Pacífico, más se puede hablar de migrantes, de contrabando de mercaderías, de grupos criminales locales, de prostíbulos de la trata, de machetes y pistolas. En cambio, mientras más se acerque a Petén, más se trata de grupos transnacionales, armas de asalto y vínculos políticos.
Las similitudes entre Petén y Sonora no se limitan a ser la sede principal de las grandes ligas del crimen organizado de los respectivos países; también se parecen por sus características demográficas. Un terreno con zonas solo accesibles por aire o en poderosos vehículos y, por tanto, despobladas. Mientras que Guatemala tiene en promedio 132 habitantes por kilómetro cuadrado, esa cifra en Petén es de apenas 16.
Aquí las extensiones se miden en una medida llamada caballería, que equivale a 64 manzanas o a 45 hectáreas.
La región sur de Petén es una zona, cada vez más, de amplias extensiones privadas donde empresas transnacionales siembran caballerías y caballerías de palma africana. Son una especie de palmeras chicas de las que se obtiene el aceite vegetal que, si bien apenas se consume en Centroamérica, es con el que más se cocina en el mundo entero. Justo en la franja central del departamento, delgada en proporción con el resto, se extiende de sur a norte una tira urbana que en sus extremos laterales se despuebla y deja paso a lo verde e indómito, a las caballerías de familias acusadas de estar vinculadas con el crimen organizado hasta por el propio Álvaro Colom, el presidente de la República. Y en la parte alta, una franja –menos gruesa que la de palma africana pero más que la urbana– que está repleta de reservas forestales protegidas donde no se puede deforestar sin permisos especiales. Al menos eso es lo que dice la ley. Petén está despoblado porque en su mayoría o es privado o restringido para el cultivo y la construcción.
Ese cariz privado y latifundista de las tierras peteneras responde no solo a las reservas protegidas, sino también a la acumulación de caballerías por parte de las grandes empresas de palma africana y de los grupos criminales. Así se dice en el Informe.
Todo este entramado complejo es el que ha llevado a Venustiano y su gente a vivir en champas que circundan un charco que huele a animal muerto y aún así ser etiquetados como narcotraficantes.
Vos o tu viuda
Los que saben cómo funciona este lugar parecen estar convencidos de que hay ojos y orejas por todas partes. Antes de subir a Petén, pasé una semana para amarrar fuentes confiables que me recibieran. Desde ciudad de Guatemala conversé con cinco personas que viven o vivieron aquí. Conseguí un contacto de unos religiosos que me pidieron que bajo ninguna condición se me ocurriera visitarlos en Petén. Pero ese contacto aceptó hablar con la premisa de detalles a cambio de anonimato.
La cita es hoy. Nos reunimos en Santa Elena, el más poblado de los municipios de la franja urbana, en una oficina donde un potente ventilador nos salva del pesado calor y de los mosquitos. Él es un respetado activista que trabaja en coordinación con decenas de organizaciones de la sociedad civil.
Por estos días, los medios de alcance nacional hablan de Petén en sus portadas por una única razón. Allá en el Parque Nacional Sierra del Lacandón, en la frontera con México, acaba de ser desalojada una comunidad de campesinos que usurpaba esos terrenos supuestamente prohibidos para los humanos. En las notas, el ministro de Gobernación, Carlos Menocal, relaciona el desalojo con el narco, y los medios televisivos celebran el duro golpe al narcotráfico de la zona que se ha dado al retirar a esas 300 familias que trabajaban para los apellidos renombrados por estos lares.
—Otra vez desalojaron a los narcos –dice el hombre con el que hablo, y se echa a reír.
Le pregunto el porqué de la risa.
—Con lo que se teje por acá, tener el descaro de decir que ellos son… En fin. De aquí todos los periodistas se van creyendo que contaron algo sobre el narco, y apenas han hablado de un grupo de campesinos pobres. Gente que ha perdido sus tierras, muchos a los que se las han arrebatado y que se van buscando dónde diablos cosechar su maíz, su frijol, sus pepitas. Y cuando encuentran un lugar allá perdido los acusan de narcos, los desalojan y los dejan tirados en cualquier parte, mendigando.
—Pero ellos invaden tierras prohibidas –hago de abogado del diablo.
—Y usted y yo lo haríamos. ¿No le digo que no tienen dónde cultivar, pues? ¿Y si solo eso saben hacer? Claro, si usted no tiene nada, si sabe que pronto le quitarán su siembra y su tierra y un señor le dice que por 1,500 quetzales (unos 190 dólares) descargue o cargue una avioneta, ¿qué haría?
Sobra la respuesta.
—No son poquitos los hijos que tiene un campesino –dice el activista, y ríe de nuevo.
Le digo que quiero hablar con ellos, con los campesinos, los supuestos narcotraficantes. Vuelve a reír. Lo hace como con hartazgo, como quejándose de mi ingenuidad. Dice que para ir a hablar con los que ocupan tierras, hay que meterse en terrenos demasiado vigilados por el crimen organizado. Además, dice, no sé si le hablarán, están hartos de que los periodistas los busquen con la misma pregunta: ¿ustedes trabajan para el narco? Dice que lo mejor es hablar con comunidades ya desalojadas.
En 1959 inició un plan para poblar Petén, para integrarlo en el país y para explotar su potencial agrícola. Se entregaron tierras a grandes empresarios, pero también a pequeños campesinos que podían cultivar.
—Sí –dice el activista–, y durante un tiempo los campesinos cultivaron sus cosechas y se las comieron y vivieron de eso. Vinieron de todas partes del país, pero hablamos de mediados del siglo pasado. No había carreteras buenas y no interesaba tanto acumular tierra. Muchos empresarios tenían grandes propiedades, pero no las ocupaban.
—¿Y qué cambió?
—Que hoy dos carreteras comunican Petén con el país, y que desde el año 2000 se vino con fuerza la palma africana, y los árboles maderables, teca y melina, y entonces la parcelita del campesino se volvió interesante para muchos. Ah, claro, y el acceso fácil por tierra a Petén hizo que narcotraficantes y contrabandistas y otros señores se interesaran más por acumular tierras fronterizas con México.
—En todo caso, lo que me dice es que los campesinos vendieron sus tierras.
—Hay formas y formas de vender. Le explico: si un abogado de una empresa lo visita una y otra vez hablándole de sumas de cinco números, y usted es un campesino quekchí, le brillan los ojos y vende sin saber nada. Si usted es un campesino, indígena o no, y los narcos quieren su tierra, entonces está más jodido, porque solo le avisarán que usted va a vender a una cantidad, y punto.
—¿Y si uno se niega?
—Hubo una frase famosa aquí a principios de la década: si vos no querés vender, tu viuda va a vender barato.
Este activista sabe de lo que habla. Recibe cada mes a decenas de campesinos que han sido presionados para vender, y asesora a los que no les pagan lo acordado o simplemente no entienden lo que dice su contrato de venta, porque no leyeron la letra chica o porque no saben leer.
El meollo del discurso de este activista se puede resumir en un Estado que ocupa dos varas para castigar: es implacable con los débiles, aparenta con ellos que es un Estado fuerte, y deja en paz a los verdaderos rivales de peso.
—Guatemala recibe fondos privados y de organismos internacionales para la protección de reservas y zonas arqueológicas. ¿Dónde muestra fuerza el Estado para aparentar ante esos donantes? Con los más débiles, a los que además acusa de narcotraficantes, lo que lo hace quedar mejor aun.
El activista vuelve a reír fuerte y con sarcasmo.
—Mire, nosotros nos metemos en esa zona, hablamos con esos campesinos y sabemos perfectamente que familias renombradas de narcotraficantes como los Mendoza, los León y los Lorenzana tienen grandes extensiones en reservas protegidas como los parques nacionales Sierra del Lacandón y Laguna del Tigre.
Y eso no solo él lo sabe. Incluso informes gubernamentales confirman que, parafraseando lo que en su día dijo monseñor Óscar Arnulfo Romero, las leyes en Petén son como las serpientes, que solo muerden a los que caminan descalzos. El Informe también lo explicita.
Los militares y el Informe
El viento sopla con fuerza en este café de la Zona18 de ciudad de Guatemala. Alrededor revolotean las servilletas que el chiflón arrebata a las mesas vacías. Desde esta terraza se ve los tejados de las casas de varias colonias de la clase media-baja. A pesar del frío, escogimos sentarnos aquí por privilegiar el aislamiento.
El coronel Díaz Santos pide un té negro. Lo conocí a principios de año, cuando era el segundo al mando de los militares en el estado de sitio con el que el presidente guatemalteco intentó frenar la entrada de Los Zetas a Alta Verapaz, el departamento ubicado al sur de Petén. El coronel ahora es el encargado de la Fuerzade Tarea Norte de Petén, que cubre Sayaxché, el municipio por excelencia de la palma africana y del trasiego de droga por el río La Pasión, rodeado por caballerías de las renombradas familias chapinas del narco. También se encarga del suroeste petenero, que cubre parte de La Libertad, cuando la franja urbana se diluye mientras más se acerca a México, y deja paso a las reservas. Allá se encuentra El Naranjo, un pueblo fronterizo al que, echando mano de un desfasado estereotipo, los mismos militares llaman la Tijuana guatemalteca: trasiego de drogas y otras mercancías, trata, migración indocumentada.
Cuando conversamos la primera vez, lo hicimos en el cuartel general de Cobán, la cabecera departamental de Alta Verapaz. Él vestía uniforme y hablaba con desenvolvimiento de Los Zetas y de las familias locales vinculadas al narcotráfico. Ahora, de civil y en su día libre, es más mesurado para referirse a Petén. Hay que arrancarle los dobles sentidos a algunas de sus respuestas.
El coronel conoce bien la zona donde ocurrió el último desalojo de 300 campesinos. Estuvo de hecho en ese operativo. Recalca una y otra vez que cumplían órdenes del Ministerio Público, que fueron a sacar a gente asentada en zona prohibida, que encontraron gente humilde: mujeres, muchas mujeres ancianas, y niños. Dice que a él nunca le dijeron nada acerca de narcotraficantes.
Le hago ver que tanto el ministro de Gobernación como el mismo comunicado oficial del gobierno dijeron que se trataba de personas vinculadas al narco. Sin matices. “Áreas en poder del narcotráfico”, calificaron ese asentamiento campesino. El coronel se reserva su opinión. De cualquier modo, es un despropósito seguir preguntando por el tema. Es absurdo, el gobierno mismo se contradice. Desalojar a unos narcotraficantes por usurpar un área natural protegida sería como arrestar a un asesino por robar el teléfono a quien acaba de matar.
El coronel medita un instante, sorbe té, aclara que no va a opinar sobre la postura de Menocal, que él puede dar su opinión. Lo interrumpo y le pregunto si cuando acompañó el desalojo en La Libertad creyó que estaba sacando narcotraficantes.
—No. Pienso que no se puede descartar que más de algún campesino esté involucrado, pero no se puede generalizar. Muchos se ven forzados a buscar las áreas protegidas. Venden sus terrenos para que sean tomados por la gente que cultiva palma africana… ¿Y para dónde agarran? La única zona que queda para cultivar es el área protegida.
—Usted conoce la zona, coronel. Se dice que hay extensiones enormes de tierra que pertenecen de facto a los Mendoza, a los Lorenzana, a veces a través de testaferros.
—La gente señala unas extensiones de terreno como de una familia, de otra familia, pero a ciencia cierta no se puede saber porque no hay nadie que alegue el registro.
—¿Usted cree que hay gente realmente poderosa que tiene tierras en áreas protegidas?
—Pienso que sí.
—¿Grupos que las ocupan para trasiego de drogas, maderas y contrabando…?
—Pienso que sí.
Existe un informe con datos gubernamentales que habla de que algunos de estos terrenos están registrados legalmente. Incluso algunos altos mandos militares como el general Eduardo Morales, que coordinó la instalación este año del estado de sitio en Petén, consideran que la zona norte del departamento, repleta de áreas protegidas como Laguna del Tigre, está atestada de grandes extensiones de los capos que coordinan aterrizajes constantes de avionetas que luego queman, para no dejar pistas. Morales incluso me habló hace unos días de depredación descarada de la naturaleza para construir pistas y cementerios de avionetas. Me habló de un hotel con capacidad para 100 personas en Sierra del Lacandón, y de un aterrizaje reciente en Laguna del Tigre donde un oficial y dos soldados se enfrentaron a unos 40 hombres armados que los obligaron a huir. “Es triste reconocerlo –dijo–, pero es así”.
Le digo al coronel Díaz Santos que me parece muy raro que el Consejo Nacional de Áreas Protegidas (Conap) no se entere de esto, pero sí de los asentamientos campesinos; que la Policía, que apoya en la vigilancia al Conap, tampoco se entere. Le pregunto si él confía en esas autoridades.
—¡Uf! Me reservo la respuesta.
—Coronel, y ya que hablamos del Informe que ha estado dando vueltas en todo Petén, ¿usted le da credibilidad?
—Le voy a contestar con el comentario que me hizo un amigo. Para lo que sirve el Informe es para ser cauto de lo que uno tiene que hablar y de con quién tiene que hablar.
El Informe se titula “Grupos de poder en Petén: territorio, política y negocios”, salió a luz pública en julio de este año y fue financiado por el organismo internacional Soros Foundation. Un resumen fue publicado por el portal Insight Crime, consultado por la cúpula política de Washington. A escala nacional, fue retomado por medios guatemaltecos como El Periódico y Plaza Pública. En Petén ningún medio local se hizo eco, pero no hubo una persona, fuera activista, funcionario o militar, con la que conversara durante mi viaje, que no lo hubiera leído. Ha circulado de mano en mano, de boca en boca, de e-mail en e-mail.
Los autores, investigadores de diferentes países, de diferentes especialidades, no firmaron el Informe. Es anónimo. Ellos no han dado declaraciones en ningún medio. Temen por sus vidas y no quieren que nadie sepa ni siquiera de qué nacionalidad son o en qué país viven. Luego de varios intermediarios, conseguí que dos de ellos accedieran a conversar vía skype. El Informe es muy explícito, rico en fuentes oficiales. Toda su información sobre propiedades está sustentada con datos del catastro; el resto, con datos oficiales, informes internacionales, declaraciones de funcionarios publicadas en medios de comunicación y entrevistas con informantes claves en Petén.
En las conversaciones vía skype me dijeron que no publicaron sus nombres porque los poderosos de los que hablan tienen influencias incluso a nivel internacional. Me aseguraron que fueron recatados. “Publicamos solo lo que pudimos comprobar, aunque hay muchas propiedades no registradas en áreas protegidas que de facto pertenecen a grupos del crimen organizado”, explicó uno.
El Informe no deja títere con cabeza. Petén aparece dibujado como tierra fértil para la corrupción política, el trasiego de drogas y la concentración de tierras y poder en muy pocas manos. Petén no es tierra para gente humilde.
En la evaluación que se hace de los partidos políticos, las conclusiones son escandalosas: a las candidaturas ganadoras para alcaldías o diputaciones distritales solo se llega si se tienen nexos políticos con el crimen organizado o si directamente se forma parte de alguna estructura criminal. El Informe señala con nombres y apellidos personas en todos los partidos, sin excepción, que serían las encargadas de realizar esas alianzas.
Las acusaciones llegan hasta el más alto nivel. Sobre el candidato presidencial del partido Líder, Manuel Baldizón, quien es originario de Petén, se dice que su familia consiguió su poder económico en gran parte gracias al contrabando de piezas arqueológicas. El Informe remite a testimonios anónimos de las personas que participaron en grupos de saqueo de ruinas mayas: extraían piezas para luego venderlas a coleccionistas extranjeros.
El Informe también explica cómo familias que desde hace décadas se dedican al crimen organizado, como los Mendoza, originarios del estratégico departamento de Izabal, fronterizo con Honduras y Belice, se han apropiado de enormes fincas en Petén desde hace mucho tiempo. Los Mendoza poseen 23 fincas dispersas en cuatro municipios peteneros. La extensión de esas fincas suma 660 caballerías. Muchas de las propiedades están en las riberas del río La Pasión, y al menos una de ellas tiene una mansión con piscina y pista de aterrizaje.
Ninguna autoridad desaloja o señala en voz alta a estos terratenientes. El Informe explica que la mayor extensión de tierras, 250 caballerías que los Mendoza poseen a su nombre y a nombre de testaferros, se encuentra en gran parte dentro de la reserva Sierra del Lacandón, el parque nacional del que fueron corridos los 300 campesinos del último desalojo, muchos de los que, sin otro lugar al que ir, se retiraron a la selva del lado mexicano. Tanto el coronel como el general apuntan a que no se trata solo de que en esas zonas las familias del crimen organizado invaden terrenos que no les pertenecen, sino que en sus rutinas mafiosas se apropian para establecer sus cinturones de tenencia de tierra que les permitan hacer sus trasiegos. Incluso el general Morales asegura que Los Zetas tienen bases de entrenamiento y descanso en Laguna del Tigre.
No se trata de actividades discretas. El general Morales recuerda cómo hace unos tres años encontraron en la ribera del río San Pedro, entre Laguna del Tigre y Sierra del Lacandón, bodegas enormes de almacenaje e incluso un barco en construcción. “Un barco grande, como para llevar carros. Uno de los fiscales dijo que parecía el Arca de Noé”, recuerda el general.
Esas fincas tienen conexión entre sí hasta llegar a la frontera natural con México, el río Usumacinta. “En cada una de las fincas –dice una de las personas entrevistadas para el Informe– tienen grupos armados”.
Petén se ha convertido en una especie de condominio de las grandes familias del crimen organizado de Guatemala. Entre los apellidos que el propio presidente Colom ha relacionado con el narcotráfico, Mendoza no es el único con fuerte presencia en el departamento. Los León, originarios de Zacapa -también frontera con Honduras-, tienen en Petén 316 caballerías; “en puntos estratégicos de las rutas de la droga”, explicita el Informe. Los Lorenzana, también de Zacapa, tenían incluso cuatro fincas en el área protegida de Laguna del Tigre. Una de las fincas, en un sinsentido del sistema, estaba inscrita en el Registro de Propiedad a nombre del patriarca Waldemar Lorenzana, extraditado este año a Estados Unidos bajo cargos de narcotráfico.
El Informe concluye que las propiedades relacionadas con los grupos criminales alcanzan una cifra de cuatro dígitos: 1 mil 179 caballerías. O sea, siete veces la superficie de la ciudad de San Salvador. Las empresas de palma africana tienen en registro oficial 1 mil 27 caballerías. Eso significa que al menos 10.5% de la tierra que el Estado cataloga como cultivable en Petén está fuera del alcance de un campesino común, así tuviera el dinero para comprar.
A cambio de eso, y según el Conap, para el año 2007, solo en el municipio de Sayaxché, casi 8 mil personas habían sido desplazadas de 902 caballerías. Eso eran 27 comunidades campesinas que dieron paso a las empresas de palma africana o a otros compradores. Lo que nadie dice es que los campesinos, que muchas veces se quedan sin opción cuando los narcos quieren sus tierras, también deben bregar con la insistencia de compra de las empresas transnacionales, que en ocasiones presionan para conseguir lo que quieren: más tierra.
Susurros en quekchí
Son las 6 de la mañana, y los rayos del sol son débiles, reconfortantes. Voy en un autobús que de El Subín, cerca de Sayaxché, trepa hacia el norte petenero, hacia Santa Elena. El vehículo no va lleno, y en la parte de atrás solo viajan dos personas más. Uno, según entiendo, es campesino, y hace preguntas al otro, que es obrero de la construcción. Van delante de mí y resulta obvio que no les importa ser escuchados.
El campesino pregunta al obrero si hay trabajo en su rama. El obrero le dice que sí, que en la zona de Santa Elena se están levantando buenas construcciones. El campesino le contesta que tiene suerte, que no son tiempos de trabajar la tierra, que “si vos tenés una buena tierra, te la quitan”, que ya solo van quedando “tierras secas, muertas”. Le dice también que allá abajo, por Sayaxché, solo queda trabajar para las empresas de palma africana, porque “los señores que tienen tierras buenas no quieren trabajadores para trabajar la tierra”.
Ya en Santa Elena me recibe Alfredo Che, un campesino recio, compacto, con ese castellano cortado y lento de los quekchí. Él es de la directiva de la Asociación de Comunidades Campesinas Indígenas para el Desarrollo Integral de Petén, que a su vez forma parte de la Coordinadora Nacional de Organizaciones Campesinas. Su red de contactos es enorme, y una de sus principales reivindicaciones es que se negocie con las comunidades que han sido desalojadas de reservas naturales. Piden que, a falta de opción para conseguir otras zonas para cultivar, se les permita regresar condicionados a no expandirse y a cultivar bajo normas que respeten el ecosistema.
Che habla con rabia, se le nota en el gesto, pero la voz nunca deja de ser un susurro. Se queja de que en Petén hasta los asesinatos de campesinos son un argumento contra los campesinos. En mayo de 2011, en una finca llamada Los Cocos, en la zona despoblada de La Libertad, hubo una sonora masacre de 27 personas. Según las autoridades, fue perpetrada por Los Zetas. También dijeron que el ataque iba dirigido contra el dueño de la finca, pero que como no lo encontraron, se desquitaron con los campesinos. A algunos los decapitaron con motosierras. En unas fotografías que me mostró un investigador que estuvo en la escena aparecen cadáveres con las botas de trabajo puestas.
Incluso el Ministerio de Gobernación aseguró que los cadáveres eran de campesinos que realizaban labores agrícolas en la finca, pero Che dice que las autoridades peteneras se agarran a casos como este para argumentar en las negociaciones con su organización que los campesinos colaboran con las “narcofincas” y que por eso los matan. Para Che, aun si eso fuera cierto, los desalojos siguen aplicándose siempre a los mismos, a los que se parecen a Venustiano.
—Es que no desalojan a los finqueros, sino a los campesinos que están fuera de las fincas, a las comunidades que cultivan lo que se comen. Le dirán que es verde por ahí, pero lo real es que al caminar el parque Sierra del Lacandón, la Biosfera Maya, ya no se ven montañas vírgenes. La Conap tiene guardas, pero no pueden hacer nada, andan una pistolita .38, y la Unidad de Protección de la Naturaleza... Dos policías más tres guardas no pueden enfrentarse con un grupo armado con armas de asalto. A lo mejor los mira y les dice adiós. Están atacando a las comunidades indefensas, pero a los finqueros no les hacen nada.
No son solo voces de la sociedad civil las que denuncian estas contradicciones entre poderosos y humildes. Francisco Dall’Anesse, el fiscal al mando de la Comisión Internacional Contrala Impunidad en Guatemala (CICIG) instalada por Naciones Unidas en 2006, dedicó unas palabras a este desbalance durante un discurso que pronunció el 4 de septiembre en un encuentro de periodistas en Argentina. Dijo que en Petén “hay grupos de indígenas tirados a la calle de sus terrenos”, mientras que contra los verdaderos narcos nadie hace nada, y contó la anécdota de cómo cuando un alto comisionado de Naciones Unidas iba hacia el rancho Los Cocos a presenciar la escena del descuartizamiento de los 27 campesinos, lo pararon narcos armados hasta los dientes para preguntarle hacia dónde iba, y lo obligaron a identificarse para dejarlo en paz.
Che asegura que, ya sea bajo amenaza de los narcos o por presiones de las empresas de palma africana, por una caballería que puede valer 200 mil quetzales (25 mil 500 dólares) se reciben con suerte 50 mil. Le pregunto por qué no denuncian. Contesta que ya lo han hecho muchas veces, pero el resultado es un trámite burocrático que termina engavetado en alguna delegación del Ministerio Público en el mejor de los casos.
Le pregunto por esa otra modalidad de sacar a los campesinos de su tierra, la que ocupan las empresas, y me dice que hay coyotes, que es como llaman por estos lados a los negociadores contratados por las empresas, gente de las mismas comunidades muchas veces. Los envían para insistir a los campesinos, una y otra vez, hasta que ceden y firman contratos que no comprenden. Me dice que lo mejor es que para entender eso hable con otro miembro de su asociación, con Domingo Choc, quien se encarga del municipio más codiciado por las transnacionales de palma africana, Sayaxché.
Por la tarde aparece Choc. Las empresas son inteligentes, dice, saben meter miedo en las comunidades.
La amenaza consiste en presionar y dividir. “Si un coyote no lo logra enviarán a otro más pilas, hasta que lo consiga”, explica. Insisten una y otra vez hasta que dividen a la comunidad y se quedan con los últimos a los que amenazan con dejarlos encerrados dentro de la parcela de palma africana. Y una vez ocurre eso, los guardias privados no permiten que esos campesinos que se quedan encerrados entre palma africana pasen por las tierras de la empresa, no dejan que metan vehículos para sacar sus sacos de maíz, de frijol y venderlos en la calle. Los condenan a cosechar para comer y nada más. Así van logrando que esos mismos renuentes vendan y se conviertan en trabajadores de la finca a los que suelen mantener sin contrato, por jornal, o sea, a los que les pagan menos de los 63.70 quetzales diarios (ocho dólares) por día de trabajo que la ley estipula como salario mínimo. Y así hasta que los campesinos se hartan de sudar por una miseria la tierra que antes era de ellos, y se largan como Venustiano a una zona protegida, esperando no ser desalojados y exponiéndose a ser acusados de narcotraficantes.
A José Cacxoj, un campesino de Sayaxché que conocí en este viaje, le ocurrió eso. A sus 63 años se hartó de recibir cada día la visita de un tal ingeniero Gustavo que le invitaba a vender su parcela en la aldea Las Camelias antes de quedarse encerrado entre palma africana. Vendió por 100 mil quetzales su parcela que no llegaba ni a la mitad de una caballería. Hace dos años que busca una parcela en otras tierras del departamento que no le interesen a los narcos ni a las empresas de palma, pero no la encuentra, porque la manzana cuesta el doble de lo que a él le pagaron. Así que Cacxoj está dilapidando su dinero alquilando parcelas bajo el trato de que de lo que cultive tiene que dar la mitad al propietario. Si una de las dos cosechas anuales se cae, como le sucedió el año pasado que llovió poco, Cacxoj se arruina. Ahora anda pensando en ocupar lo poco que le queda para largarse a invadir tierras protegidas, para convertirse en un invasor, como llaman el Estado y los grupos de poder a esos campesinos, para convertirse en narcotraficantes, como llamaron a Venustiano y a su comunidad.
Pregunto a Choc qué tan extensa es la lista de comunidades desalojadas. Me contesta que no sabe decirme en número de personas, sino en comunidades con nombres y familias.
—Está la comunidad El Progreso, en Sayaxché; se terminó, 23 familias. La comunidad El Cubil, 32 familias, terminada, ya no existe. El Canaleño, 46 familias. La Torre, mi comunidad, 76 familias. Santa Rosa, 86 familias. Arroyo Santa María, 43 familias…Y la que todos recuerdan como la primera comunidad, Centro Uno, 164 familias, terminada, ya no existe.
Venustiano y Centro Uno
Ha pasado un día desde que me junté con Che y Choc. Ellos fueron quienes me ayudaron a contactar a campesinos de Centro Uno. Es un mediodía ardiente y húmedo. El autobús que va hacia La Libertad, donde nos encontraremos, lleva las ventanas abiertas, cruza por varios tramos estropeados de la carretera donde el polvo se instala en la piel sudada y parece atraer nubes de minúsculos mosquitos que revolotean en la cara.
El centro del municipio es un mercado callejero. Los tuc tuc se mueven con rapidez entre la gente y sorprendentemente no atropellan a ningún peatón. Cada negocio tiene un altavoz con música norteña o un megáfono desde el que un dependiente grita las promociones. Entro en una pollería, y desde el traspatio donde lavan los trastos en una pila, llamo a Venustiano, que me dice que ubica el lugar, que espere ahí mismo, que llegará con Santos, otro ex habitante de Centro Uno.
Venustiano, a sus 56 años, es un campesino prototipo. Fibroso, de bigote, con una raída camiseta blanca, un jeans y botas negras de trabajo. Con esa piel en el rostro que, en miniatura, tiene grietas como las de la tierra del campo que seca después de la lluvia. Lo acompaña Santos, un recio y lampiño indígena quekchí.
Ambos hablan con un tono a medio camino entre la pena y el agradecimiento. Parece que no están acostumbrados a contar su historia. Cuando ocurrió el desalojo de Centro Uno en 2009, los medios solo recogieron la versión oficial. Dice Venustiano que a él nunca nadie le preguntó nada. Venustiano habla sobre un lugar infértil, de plásticos, maderos y champas, de la economía de la miseria, de días en que trabaja ocho horas en parcelas ajenas, lejos de su improvisada casa, de ganar 30 quetzales por jornada, de que “al sembrar en lo ajeno ni la semilla pepena”. Lo interrumpo para pedirle que empiece por el principio, que me cuente cómo era Centro Uno allá en Sierra del Lacandón. “¿Cómo era?”, pregunta, deja el pollo asado que comemos sobre el plato, se limpia la grasa del bigote y espanta el nubarrón de mosquitos de su cara con un manotazo lento. Hace una pausa y pone los ojos del que recuerda, tornados hacia la nada.
—Donde vivíamos teníamos agua, un arroyo, tierra. El arroyo era limpio, se miraban bien los pies. Había una vaquería donde uno se enlodaba para entrar, pero al pasarla, aquello era lindo, había maíz, frijol y éramos felices. Había palos de coco, de aguacate, palos cargadores todos, naranjas, limón, mango cargador, así, ve –estira la mano semiabierta hacia arriba–. Uno conoce sus tierras. Caña también, yuca, y guineo, macal, o malanga que le llaman, uno se sentía feliz de la vida.
A las 10 de la mañana del 16 de junio de 2009, un contingente de unos 600 militares, policías, guardias forestales, autoridades del Ministerio Público y funcionarios de la Procuraduríade para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) inauguraron con la comunidad Centro Uno una modalidad de desalojos masivos de campesinos en Petén. 164 familias fueron removidas de la comunidad que, por unos pocos, y sin permiso, había sido creada antes de que se firmara la paz en 1996. Unos llegaron antes, allá por 1992. El grueso, familiares de los pioneros, llegó en los siguientes cinco años, casi todos campesinos de Ixcán, Izabal, Quiché y Cobán que habían deambulado buscando dónde instalarse para cultivar la tierra lejos de la guerra.
Centro Uno nunca fue un secreto. Había dos escuelas construidas por los propios campesinos donde 180 niños recibían clases de cinco maestros de la comunidad que habían sido capacitados por el gobierno. Tienen cartas, algunas de la década del 90, donde solicitan a las autoridades nacionales y estatales audiencia para discutir la legalización de Centro Uno, como lo lograron unas pocas comunidades que se instalaron en el parque antes de la declaratoria de área protegida en 1990. Los de Centro Uno reunieron cartas oficiales de cinco alcaldes auxiliares de caseríos aledaños que dan fe de que los fundadores de Centro Uno, aun antes de nombrar la comunidad, vivían ahí mismo desde 1988.
—En fin –continúa Venustiano–, aquel día de 2009 nos dieron media hora para desalojar. Yo logré agarrar a mis cuatro niños. Dejé una prensa de maíz del ancho de dos metros cuadrados. Ya lo tenía en mi casa, y también 10 manzanas de pepitoria listas para cosechar. Todo el mundo perdió todo.
Estuardo Puga, el auxiliar de la PDDH a cargo de Petén que estuvo ahí, me confirmó que ese fue el tiempo que les dieron para desalojar, y que en camiones sacaron a las familias y las dejaron en Retalteco, un caserío a las afueras de La Libertad. Dijo que ellos se fueron a la 1:30 de la tarde, cuando terminó la diligencia, pero que se quedaron los militares y funcionarios del Conap. Dijo también que luego hubo denuncias de saqueo. Venustiano dice que se lo llevaron todo en unos camiones, que pasaron frente a ellos en Retalteco con sus novillos, sus sacos de cultivo, sus plantas eléctricas.
—Nos sacaron con el decir que nosotros somos narcotraficantes. Yo lo que veo es que es una excusa para las autoridades actuales, como para taparle el ojo al macho –dice Venustiano.
Le pregunto si alguien en la comunidad participaba en alguna actividad del narcotráfico.
—El narcotraficante vive en mansiones, no tiene necesidad de vivir en casitas de palma como vivíamos allá, y mucho menos en champas de nylon como vivimos ahora… ¿Quiere ver dónde vivimos los narcotraficantes de Centro Uno?
Tomamos un tuc tuc que nos saca del bullicio del mercado. Nos deja en una vereda de tierra por la que caminamos durante unos 15 minutos hasta llegar a una parcela.
—Entonces, ¿aquí es donde viven ustedes, los narcotraficantes?
—Aquí mismo, mire usté. Venga, le voy a presentar a toda la gente –me dice Venustiano.
Retira el alambre del palo y deja caer la portezuela.