Un amigo llamado Héctor, periodista también, vino desde Managua hoy hace cuatro días. Iba rumbo a Guatemala, pero como el viaje en Ticabús obliga a pasar la noche en San Salvador, lo fui a buscar en la parada de la colonia San Benito, pasamos por mi casa para deshacernos de la pequeña mochila que cargaba, y subimos ya noche a comer pupusas a los Planes de Renderos, que ese domingo estaba especialmente fresco y lleno de policías, turistas efímeros y músicas estridentes.
El tema de la violencia que afecta a El Salvador pronto se adueñó de la conversación. Héctor vive en Nicaragua, y Nicaragua es Centroamérica, sí, pero es otra cosa. Unos minutos de plática condujeron a un lógico cuestionamiento de su parte: ¿cuál es la solución al problema de la violencia en general, y de las maras en particular? Desde que formo parte de Sala Negra de El Faro, la pregunta se ha vuelto más recurrente, y de un tiempo a esta parte la respuesta que doy es siempre la misma: que no tengo ni idea de cuál puede ser la solución a una situación tan compleja y tan enraizada, y que desconfíe de quienes se jactan de conocerla, en especial cuando se trata de académicos trasnochados, de expertos que teorizan sin haber puesto nunca un pie en una comunidad, de articulistas de busto marmóreo, de los políticos en general, de periodistas que solo reportean en despachos con aire acondicionado y de oenegeros cuyo salario está amarrado a que sus financiadores crean que los pandilleros son solo víctimas y no victimarios.
La admisión de mi ignorancia la suelo complementar con una convicción. Si con un chasquido de dedos se pudiera extraer a las decenas de miles de pandilleros salvadoreños, incluidos los encarcelados, y soltar a todos en Madrid, Montevideo o Londres, estoy convencido de que en esas ciudades habría un repunte en los números que miden la seguridad pública, pero desaparecería en semanas, meses lo más, porque esas sociedades están armadas, tanto en el plano institucional como en el comunitario, para evitar que cuaje el fenómeno de las maras. Sin embargo, en una sociedad tan descompuesta y desequilibrada como la salvadoreña –si bien aplica también para la hondureña y en menor medida para la guatemalteca–, el vacío de pandilleros fruto de ese mismo chasquido sería rápidamente llenado por otros grupos, quién sabe si más violentos.
Aquella plática con Héctor en los Planes de Renderos fue hace cuatro días. Pero este jueves ha vuelto a detenerse por unas horas en San Salvador en su viaje de regreso a Managua y, apelando a que una imagen vale más que mil palabras, me he propuesto mostrarle mis palabras del pasado domingo. Desde la colonia San Benito hemos ido al centro de San Salvador, rutas 30-B y 7-C. Desde el parque Centenario por la 10a. Norte hasta el mercado Excuartel, una parada para almorzar unas tortas por 2 dólares –soda incluida– en los puestos junto al predio Exbiblioteca, visitas a las plazas Morazán y Gerardo Barrios, paseo hasta la hermosa basílica del Sagrado Corazón, en la calle Arce, y regreso para conocer la catedral y la cripta de monseñor Romero. Todo a pie, claro.
El corazón de la capital salvadoreña –de la sociedad salvadoreña– habla por sí solo. No necesita guías. Es un gigantesco y por tramos pestilente mercado, con basura en todas las calles, aceras desechas, tráfico imposible, llena de hacelotodo, vendelotodo, comelotodo, donde te encontrás a un anciano tumbado junto a sus heces bajo la escalinata de la catedral, indiferencia, mil jóvenes maquilladas que te agarran del brazo para que te fijés en su venta, hostilidad a pesar de los mil y un policías y agentes de seguridad privados, bares llenos de cervezas heladas y prostitutas caducadas, locos de sonrisa cholca y eterna que te reclaman una moneda, tullidos de piernas inertes y retorcidas que se arrastran entre la indiferencia, tacones y maquillaje, alguna que otra corbata, ladrones, jornaleros de honradez inquebrantable, gritos, música y alabanzas a más no poder, letreros ciclópeos y a la vez invisibles, gente que va y viene, que viene y va, indiferencia, más indiferencia… Es el corazón de la sociedad salvadoreña. Para mí, el lugar más entrañable y representativo del país, la salvadoreñidad encapsulada.
—El otro día me preguntabas por las maras –le he dicho a Héctor en algún momento del paseo–… Es algo importado desde Los Ángeles, pero los mismos números y las mismas letras son otra cosa allá, nada que ver con la evolución que tuvieron en sociedades como esta.
A la radiografía que nos sugiere el Centro Histórico, obvio, le falta el otro lado de la moneda, tan responsable o más de la sociedad que tenemos. Ese otro lado es la aberrante desigualdad social cristalizada en sitios como Torre Futura, adonde quiero llevar a Héctor esta noche. Torre Futura es un centro comercial ofensivamente bello, de fuentes simétricas y cristaleras hermosas, de restaurantes primermundistas con precios inalcanzables para la mayoría de los salvadoreños, monumento vivo a la opulencia, donde por un café se paga más que por los almuerzos en el Centro Histórico, una infinita pasarela de modas, un ir y venir de cuerpos esculpidos en gimnasios o con el bisturí. Todo eso, le pienso decir esta noche a Héctor, toda esa obscena desigualdad y clasismo, todo ese otro país que vive de espaldas al que ha conocido esta mañana, también explica mucho de la expansión de las maras.
Ni idea de cuál puede ser la solución a una violencia tan compleja y tan enraizada, respondí a Héctor hace cuatro días en los Planes de Renderos. Cuando mañana temprano él aborde el Ticabús rumbo a Nicaragua se irá sin la repuesta, pero quizá de algo le haya servido este tímido acercamiento a esta sociedad, a estas dos sociedades superpuestas como agua y aceite, y corresponsables de lo que somos como país, de los 12 asesinatos diarios.
(San Salvador, El Salvador. Diciembre de 2011)