En un lugar oscuro, muy parecido a una cueva, una mujer afligida pide auxilio a gritos. Tiene miedo, sabe que va a morir, que será violada, que sufrirá. Pronuncia súplicas que solo una persona escucha.
Una sombra aparece en la cueva. Es el hombre que la ha capturado y que la atormenta sin piedad. Aparece otra sombra y otra… hay varios hombres. Ella grita y su grito enloquece a quien la oye.
Casi todos los días de su vida, Choreja escucha a esa mujer. Le viene por las noches el sonido de su lamento, como si la cueva fría estuviera justo al lado. El grito no se va, está siempre ahí pero nadie hace nada por ella. Quizá están todos sordos y solo Choreja tiene la maldición de escuchar.
A veces hay más de una mujer, a veces hay muchas mujeres que lloran juntas pidiendo auxilio. ¡Nadie hace nada! “Yo sé que a mí me tienen preso aquí y que no puedo salir. ¡Puta! Pero entonces yo les digo que vayan, que vayan con la policía a buscar por ahí… por ahí… por ahí… yo les digo dónde buscar a esas mujeres… ¡Puta, cómo gritan, pobrecitas!”, dice Choreja, y señala con las manos nerviosas la ubicación de la cueva, de las cuevas.
A veces, entre tanta mujer, se escucha el llanto de un niño, de un niño pequeño. Por lo agudo del llanto, Choreja sabe decir el tamaño exacto del chiquillo, que está a punto de padecer un suplicio. “O que si quieren, que solo me den al niño, vaya, me valen verga las mujeres, ¡pero que me den al niño! ¿No lo oyen cómo llora? Está chiquito, así ve… así, de este tamaño… así, ve…”, y baja la mano a un palmo del suelo, y luego la baja tantito, para no errar el tamaño del niño.
Cuando ya no puede más, cuando los gritos le torturan la cabeza, Choreja salta de su cama y aúlla por las noches, atormentado, sufriente. Entonces todos piensan que está loco y lo amarran en la cama. Él no entiende nada y piensa en lo locos que están todos, en lo sordos que son.
Choreja tiene pruebas de lo que dice. En el dorso de la mano izquierda tiene tatuadas dos alitas: “Si no me creen, miren: esta alita sí es mía, agüevo, yo respondo por ella”, y nos muestra la alita derecha. “¡Pero esta otra a saber de quién putas es!, no es mía. ¿No ven que está medio caída? ¡Ahí es cuando llora el niño! ¿Vieron? ¿Vieron que no les estoy dando paja? ¿Vieron?...” y se mira la alita izquierda, a la que ve triste, caída. Esa es la alita que prueba que llora un niño.
Choreja peleó en la guerra civil salvadoreña.
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En 1993, Choreja estaba en una cantina pasando trago pesado por la garganta en compañía de unos amigos. Como suele pasar en estos casos, una palabra mal dicha, un gesto mal interpretado prendió la chispa que hizo fuego con el guaro. Para colmo, uno de los compadres de Choreja tenía un machete… y quizá ese compadre no sabía que Choreja tenía una pistola. El resultado fue el compadre muerto y un machetazo en la cabeza de Choreja que le deformó el cráneo y le robó la mitad de la oreja izquierda y quizá la cordura para siempre.
Choreja acabó preso en el penal más grande del país: La Esperanza. Y al cabo de un tiempo aparecieron las voces. Ahí fue tratado como un perro. Le robaban su ración de comida y vivía como viven los animales: robando de la basura, alimentándose de la piedad burlona de los otros. Hasta que lo trasladaron a este lugar.
Hasta aquí lo siguieron esas mujeres atormentadas. Ese niño que suplica. Choreja fue militar. Lo reclutaron por la fuerza, siendo un niño.
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Choreja duerme al final de una habitación alargada, sobre un catre con un colchón maloliente y manchado. A lo largo de la habitación hay un catre frente a otro y entre ellos se forma un pasillo de poco más de un metro de ancho. En el espacio entre camas se pasea Choreja, descalzo, musitando palabras. Va de prisa, como si fuera a un lugar importante. Al llegar al inicio del pasillo, da media vuelta y vuelve hasta su catre.
Sobre las camas suele haber bultos, tapados por completo con sábanas roñosas, y un montón de rostros perdidos, que le sonríen a la nada. En el pasillo por el que camina Choreja siempre hay tráfico.
Un hombre avejentado y diminuto pregunta todo el día, con su boca cholca, si ya le toca regresar a la penitenciaría central. “¿Ya me van a mandar a Mariona? ¿Ya me toca irme a Mariona? ¿Le puede decir al juez que si por favor me manda ya a Mariona? Es que a mí me gusta más en Mariona”. No importa qué se le responda, él lo entenderá como un sí. “Gracias, gracias, entonces, ¿ya me toca irme a Mariona?...”
Un tipo grande, probablemente muy fuerte, sonríe sin parar. Nació con una deformidad: es como si sobre su cerebro hubieran vaciado el cráneo en estado líquido y luego este se hubiera endurecido, lleno de surcos y de bultos de los que brota el pelo. Es un tipo muy amable y le gusta dar la mano… y que se la den.
En la puerta de una habitación contigua ríe y llora una mujer. Habla como si fuera una niña y cuando se le pregunta cómo está ríe a carcajadas para demostrar que está bien. “Contenta, contenta, feliz”. Luego llora con auténtica amargura porque extraña a su hijo. “¡Hijo, te amo, hijo, te extraño, hijo!”. Y se va derramando lágrimas, renqueando. Hace ratos que se fracturó el tobillo derecho y nadie se lo enderezó; así que el hueso pando se terminó pegando a otro hueso fuera de lugar y ahora camina con el pie de lado, apoyando un callo antiguo que se le formó en la parte externa del pie. Se echa sobre su catre, sucio, llorando por su hijo.
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En un pequeño cuarto de madera se celebra una reunión donde un hombre mayor da un discurso que se supone que debe ser motivador para unos 15 hombres que, siendo francos, no lo escuchan:
-Vieran qué triste se siente eso de oír voces, tener temblores permanentes, ver gente que no existe.
El tipo es todo un actor. Cuando cuenta su vida en la calle, hace gestos que respaldan la idea de que está durmiendo, o comiendo basura, o viviendo apestoso, sucio.
-Yo regalé a un niño, un hijo mío, ya habrá tenido unos sus ocho meses, porque ya se sentaba solo, no me acuerdo ni a quién se lo regalé…
El tipo es sólo un visitante, es el padrino de la Asociación de Alcohólicos Anónimos que ha formado una sede también en esta prisión. Da testimonio de su vida como borracho y frente a él los 15 hombres que no lo escuchan miran para distintas direcciones, ríen solos o lo miran con la boca abierta sin hacer un solo gesto. Hay un solo tipo en un rincón que escucha ansioso, deseando que el padrino se calle de una buena vez. Cuando esto al fin ocurre, aquel hombre salta al atril, levantando las manos, como las personas que aparecen en los programas televisivos de concursos. Se llama Levy.
“Mi nombre es Levy, conocido a nivel nacional e internacional...”, grita con una sonrisa de oreja a oreja. Asegura que hay un satélite que a él le toma fotos y que luego las publica en una revista que circula en 180 países. Cuando tiene la atención de los demás, cuando puede sentirse un poquito superior, Levy es feliz, brilla.
Así transcurren los días en este manicomio, o cárcel, según por quién se deje uno guiar: la Dirección General de Centros Penales (DGCP) asegura que estamos en el pabellón psiquiátrico de centros penales; pero según las autoridades del Hospital Psiquiátrico estamos en el ala penitenciaria del hospital para enfermedades mentales.
Más allá de dónde ponga uno el acento, todos o casi todos los que están recluidos en este recinto han cometido delitos graves y un juez los ha declarado inhábiles para afrontar la ley, debido a sus evidentes trastornos mentales. Según el Código Penal salvadoreño, uno de los atenuantes ante la justicia es precisamente ese: estar loco de una locura demostrable, no haber sido capaz de medir las consecuencias de los actos cometidos.
Tomando en cuenta la gravedad de los delitos que cometieron y el riesgo que ellos representan para la sociedad, el juez deberá sustituir la pena por “medidas”. Sin embargo, por lo general, las dos son demasiado parecidas: en lugar de condenar a una persona con esquizofrenia paranoide a 30 años de prisión, se le cambia la pena por la “medida” de que esté recluído 29 años en este sitio.
Claro, para recibir semejante medida, el interno… o el paciente –siempre es complejo decidir- tuvo que haber cometido un asesinato y el juez tuvo que haber advertido que las condiciones en las que vivía no garantizaban que no volvería a matar y entonces mandó confinarlo en esta cárcel-manicomio. El problema es que al menos el 60% de las personas que están en este pabellón han asesinado a alguien. El resto han lesionado gravemente a personas, generalmente familiares, o son violadores… o enfermos mentales que según la ley no medían las consecuencias de sus actos. Depende dónde ponga uno el énfasis.
Quienes habitan este pabellón probablemente guarden más similitudes con la población penitenciaria que con pacientes de la red de hospitales públicos… viven hacinados y sus posibilidades de rehabilitarse gracias a los procesos institucionales son muy pocas, o ninguna.
Para septiembre del año pasado, 88 personas vivían en un espacio pensado para 60. Al finalizar el año eran más de 100. Desde luego, si se le compara con el nivel de hacinamiento del resto de recintos penitenciarios, habría que decir que viven holgadamente, con lujos, incluso, como que cada uno tiene su propio catre, o al menos un pedazo de colchoneta que les separe las espaldas del llano suelo. O sea, un catre o un pedazo de colchoneta para cada uno. Quizá por eso algunos incluso hacen alguna que otra trampilla para acabar acá.
En nuestra primera visita al pabellón encontramos que los internos amaban la cámara de fotos. Posaban, bailaban… exigían fotos y ser entrevistados cuantas veces fuera posible. Salvo dos huéspedes huidizos, ariscos. Yuri Rodolfo Jenkins, por ejemplo, una vez que nos veía entrar, corría de donde estuviera a refugiarse de pies a cabeza bajo su sábana. Resultaba impresionante el tiempo que era capaz de pasar sin asomar ni los ojos. Él era asesor del ministro de Economía y catedrático de la maestría en finanzas de la UCA. La policía lo capturó por el delito de acoso sexual contra dos menores de edad y él convenció al juez de que padecía ataques de pánico y una terrible depresión. Yuri consiguió pasar su proceso en el recinto psiquiátrico hasta que fue declarado inocente.
La otra es Jessica Emilia Santos. Ella fue capturada en mayo del año pasado, justo en el momento en que pretendía vender tres fusiles M-16 que había robado de los arsenales militares. Ostentaba el grado de subteniente del ejército y según fuentes de la policía las armas irían a parar a manos del cártel de Los Zetas, en Guatemala. A cualquier pregunta, Jessica respondió siempre: “I don’t speak spanish”. Solía ser agresiva con las otras internas y para diciembre le habían quintuplicado la dosis de calmantes a fin de que pudiera convivir en paz con sus compañeras. Según la ley ella padece una notoria depresión.
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Mientras jugaba fútbol en un patio interior, en 2010, Víctor Álvarez falló una patada al balón y como consecuencia se rompió la uña del dedo gordo del pie derecho. Hasta hace poco, la mayoría de internos andaba descalza.
Algunos días se les permite a los internos abandonar la galera-celda en la que transcurre su vida, para visitar un patio de cemento. No es raro que algún custodio tome un silbato y haga de profesor de deporte. A veces también hace de árbitro de fútbol.
Víctor jugaba descalzo cuando se partió la uña.
Pasaron los días y las semanas y Víctor dejó de moverse. Cuando alguien por fin miró su dedo, estaba podrido, negro, comido por la gangrena. Había que amputarlo, pero para ello se necesita la autorización de algún familiar, y nunca nadie había visitado a Víctor, así que la directora Rosmary Dinarte tuvo que averiguar dónde fue capturado. El pie se empezaba a poner negro también. Luego hubo que dar con la delegación de policía de ese lugar. El tobillo comenzó a perder la vida, el tejido del pie entero estaba muerto, ya no circulaba sangre por él. Cuando algún policía de la delegación recordó esa captura, fueron hasta la casa donde solía vivir Víctor y encontraron a una hermana. Al fin había alguien que podía autorizar la cirugía. La mujer se puso al teléfono y le gritó a la directora: “¡No me importa lo que le pase a él. No vuelva a llamarme!”, y colgó el teléfono. Dinarte interpretó aquello como un sí y se la jugó autorizando la operación.
En 2000 Víctor apaleó a su madre hasta matarla. Ahora mira a los extraños con ojos huraños y esconde su pierna derecha bajo las sábanas. La gangrena le comió la pierna hasta la rodilla. Le averguenza mostrar el muñón. Víctor ha aprendido a usar una prótesis de plástico que le entregaron luego de amputarlo. Padece una esquizofrenia paranoica profunda que le impide distinguir la realidad de sus propias fantasías.
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Antes de que la directora Dinarte asumiera la responsabilidad de este pabellón, el recinto era dirigido por uno de los custodios. Hasta esta administración, al parecer a ninguno de los directores generales de centros penales anteriores les había parecido que una galera llena de locos ameritara un director en forma.
No existe un programa especializado para cada interno. Hay un solo psiquiatra para todos los pacientes. Aunque el recinto está físicamente dentro de las instalaciones del Hospital Psiquiátrico, son una isla. Los internos no pueden salir del recinto para recibir terapia ocupacional en los edificios contiguos, ni para ser tratados por especialistas en sus trastornos. Los pacientes que son capaces de seguir instrucciones reciben clases de piñatería y de origami. Los internos reciben regularmente la visita de un pastor evangélico y de su equipo, que les enseñan cantos religiosos y les explican la Biblia. A veces llega un cura. Todas las semanas los visita un grupo de Alcohólicos Anónimos. Cuando les pidieron que bautizaran al grupo de Alcohólicos Anónimos, Levy insistió en que se le llamara “Grupo Mente Sana”.
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Cuando visitamos el pabellón por primera vez, en octubre del año pasado, había dos niños de aproximadamente 10 años, según los cálculos del psiquiatra del lugar. Son niños encerrados en el cuerpo de hombres.
Uno es Juan; juguetón, servicial. Casi nunca habla Juan, pero ríe siempre. Corretea por el recinto y cuando consigue marcar un gol lo celebra a gritos y la alegría le dura toda la tarde. Juan nació con retardo mental. Su cuerpo lleva creciendo 23 años, pero su psique quedó atorada en una eterna infancia. En el cantón donde vívía abusó de un niño y fue remitido al penal La Esperanza, hasta que alguien reparó en su evidente condición.
El otro es Silvio, que es tan serio, tan grave. Es barbado y fácil de provocar. Silvio habla siempre con diminutivos y ha inventado su propia muletilla: “Ito”. Cuando la usa para hablar con alguien significa que ese alguien ha sido de su agrado. Ito quiere decir “amiguito”. Le gusta contar que cerca de su cantón había tres canchas de fútbol. Le gusta que lo abracen. En el cantón donde vivía, un pastor tuvo la ocurrencia de exorcizarlo para sacarle los demonios que lo perjudicaban. Silvio lo mató a machetazos.
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En medio de un culto evangélico, luego de mucho cantar y aplaudir, una mujer les cuenta un cuento, que según la Biblia ya había sido contado hace bastantes años. Se trata de la parábola del hijo pródigo. “Había una vez un señor que tenía dos hijos”, dice la mujer, y sigue contando el relato, dando brincos, actuando, haciendo voces, según el personaje que interpreta.
Juan está absorto, con la boca abierta, con los ojos brillantes, como ocurre a los niños de su edad cuando los adultos les relatan una historia. La mujer interpreta al desfachatado hijo, al que luego se le apellidará “pródigo”, en medio de una juerga con mujeres, licor y bailes y Juan suelta una enorme carcajada, y en la cara se le dibuja la felicidad, el deseo de que aquello no termine nunca.
Al concluir, la mujer les descifra el cuento, les explica que no importa el pecado que hayan cometido, Dios los perdonará si se arrepienten verdaderamente. Silvio no puede más y se pone de pie sin pensarlo mucho para gritarle a la mujer: “La escuché, hermanita de antiojitos, y me llegó al corazoncito mío”.
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En un pequeño rancho campesino de Usulután vivía una pareja de ancianos, junto a su hijo menor, Isaías. El chico tenía un temperamento irascible y los ancianos se habían impuesto una disciplina: nunca dejar nada afilado a su alcance. Así pasaron los días y los años e Isaías dejó de ser un niño y de pronto su altura y su fuerza eran las de un hombre.
Un día el anciano llegó de trabajar y al desmontar su caballo, olvidó que en la silla estaba atado un machete.
Ese día Isaías estaba molesto con su padre, pues le había reñido en la mañana. Tomó el machete y se dirigió hacia él. Al ver lo obvio, la anciana intentó intervenir, creyó que su voz suavizaría el enojo del muchacho. Él le partió el brazo izquierdo a machetazos y luego hirió a su padre hasta quitarle la vida.
La mayor parte de los internos de este recinto son homicidas, y sus víctimas por lo general fueron aquellos a los que tenían más a la mano, como el hombre que mató a su hijo a golpes, o la mujer que parió en una fosa séptica, o todos los que mataron a sus padres, a sus madres, o la mujer que asfixió a sus niños… por eso suelen ser indeseables, por eso en la mayor parte de casos, las familias prefieren olvidarlos para siempre, sepultar su recuerdo o vivirlo con odio. Por eso aunque las visitas están permitidas todos los días a la hora del almuerzo, casi nunca hay nadie.
A la 1 de la tarde, los custodios colocan unas bancas que separan a los que tienen visita de los que no; y esa barda loca, casi imaginaria, ha dado lugar a un ritual diario que distingue a los internos en dos clases. Los afortunados siempre son minoría: nunca son más de cinco y el resto mira del otro lado de la banca, envidiando la suerte de quienes fueron recordados, imaginándose a sí mismos del otro lado de la banca.
El abandono de algunos llegó a ser tan profundo que la directora Dinarte se inventó una especie de “plan padrino”, donde a la lástima ajena, a la buena conciencia de algún prójimo, no se les pide dinero, o ropa o juguetes, sino compañía. La idea de la directora era convencer a alguna gente para que adoptara a uno de los internos que nunca reciben visitas y se apareciera por ahí de vez en cuando, para hacerlo sentir acompañado, aunque sea por un extraño. Para que pudieran pasar la banca aunque sea de vez en cuando.
La lista para el plan de la directora solo está hecha para aquellos internos con condenas largas, que nunca han recibido una sola visita. Hasta finales del año pasado aún no había ningún padrino.
Una sola persona llega todos los días al recinto a visitar a su hijo. Es una pequeña mujer, una anciana que usa siempre vestidos de manga larga, para ocultar las cicatrices que un machete le dejó en el brazo izquierdo. La madre de Isaías llega puntual todos los días a la 1 de la tarde con un tarrito con comida, un cepillo de dientes y un calzoncillo limpio para su hijo.
La anciana pasó tres meses recuperándose de la fractura en el brazo y domando la tristeza de saberse viuda. Cuando por fin se decidió a visitar a Isaías, él le reconoció la voz y lloraron juntos por la tragedia que les había ocurrido. Eventualmente Isaías pregunta por su padre. Quiere saber cuándo irá a visitarlo. El resto del tiempo está con la mirada perdida, babeando sobre una colchoneta.
A su madre lo único que le preocupa del encierro de su hijo es que se acabe. ¿Quién cuidará de él cuando ella falte? Es solo un niño. “¡Ay, es que este bichito es bien peleonero, viera las cosas que ha hecho… imagínese que mató al papá!”
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Levy pide que le tomen una foto solo a él, para que salga en todos los periódicos; no, mejor no, mejor que le tomen una foto a él hablándole a todos los demás, pero que los demás estén de espaldas, que solo a él se le vea la cara… y que se publique en todos los periódicos, claro. Choreja pasa por ahí, apurado, rumiando palabras, e intenta saludar, pero Levy le corta el impulso: “¡Andate a la mierda, loco cerote!”, y Choreja baja la mirada y sigue a paso rápido musitando cosas inaudibles.
Choreja no está en la lista de personas a apadrinar, porque una vez, el año pasado, llegó una hermana a verlo. Él tiene una terrible sospecha sobre su ausencia de visitas: “¿Será que esos cerotes me los mataron a todos? Puta, esa es mi preocupación”, dice, y sigue caminando solo, susurrando cosas extrañas.