H es pelirrojo. No hay muchos jóvenes pelirrojos en este cantón costero de Ahuachapán. Tampoco hay muchos que tengan ese marcado acento mexicano que en realidad es acento chicano. Se le pegó en Denver, Colorado.
H es un buen chico, que vive en casa de sus padres y los domingos juega a fútbol con amigos más jóvenes y menos viajados que él en la cancha de la escuela. Vigila que su hermano menor no ande en malos pasos y trabaja cuando puede, cuando sale algún trabajo suelto. Con eso va saliendo.
H fue alcohólico y drogadicto, pero lo dejó. Mientras estuvo en Estados Unidos fue un vago, pero no se metió en pandillas. Por suerte, dice.
H ha sido deportado dos veces y ese es su único conflicto con la justicia en Estados Unidos.
H cuenta que la segunda vez que pasó la frontera entre México y el estado de Texas, a pie, cargaba a la espalda una mochila con 24 kilos de cocaína. Igual que los otros siete de su grupo. Era una forma de cruzar gratis. Era una oportunidad para tener algunos miles de dólares para empezar de nuevo cuando, entregada la mochila, llegara a Denver.
Eso convierte a H en mula, o a efectos penales en traficante de drogas, pero en realidad eso no es lo suyo. Cuando le cachó la policía de migración no llevaba la cocaína consigo. Como los otros siete del grupo, unas horas antes la había dejado escondida en un lugar acordado, por precaución. Debían volver por ella antes de terminar el día pero ya no pudieron hacerlo. Mala suerte. Probablemente alguien detrás de ellos se ocupó de recogerla y llevarla a su destino mientras ellos eran devueltos a este lado de la frontera.
H quiere irse de nuevo. No sabe aún cuándo. Tiene dos hijos en Denver.
Mientras, H juega a fútbol, trabaja de vez en cuando y trata de que los bichos del cantón no anden en malos pasos. Aquí no hay pandillas. Nunca las hubo. Entre todos se las han arreglado para que la comunidad sea sana y no haya de eso. No hay muchos lugares así en El Salvador.
Hace tres semanas, cuatro pandilleros llegaron al cantón. A pasar el rato, dijeron. De joda. Se encerraron a beber en casa de una familia del lugar. La hija menor los conocía. H y otros 20 jóvenes y hombres se armaron con corvos y las dos pistolas que un par de cuidadores de ranchos tenían, y se fueron en pick ups y a pie a tratar de dar cacería a los pandilleros. Los siguieron por las calles de polvo de todo el cantón y por la playa. Unos 40 minutos duró la cosa. Los tenían ya casi rodeados pero los pandilleros se refugiaron en la casa de sus anfitriones y, aunque sobraban ganas y alguien lo propuso, nadie se atrevió a entrar por la fuerza a sacarlos de ahí. Tal vez por eso H no es un asesino sino un buen chico que protege a su comunidad de ladrones y asesinos.
Los pandilleros se fueron al día siguiente. H sigue jugando al fútbol los domingos y se quiere ir hacia Denver de nuevo. Pronto. Quiere ver a sus hijos. No sabe si llevará mochila.
(Ahuachapán, El Salvador. Febrero de 2012)