Crónicas y reportajes /
Narco hecho en Centroamérica

Durante una mañana de conversación, un importante narcotraficante nicaragüense habla sobre lo que se necesita para ser un agente libre de las drogas en la región. Socios en la Policía y una buena red social son dos de los ingredientes que este narco sabe utilizar.


Fecha inválida
Óscar Martínez

Hoy no habrá cita con el narco. El trato era otro. Si hoy antes de las 5 de la tarde yo me plantaba en San Jorge, departamento de Rivas, Nicaragua, muy cerca de la frontera con Costa Rica, habría cita con el narco. Pero ahora mismo es el día y la hora indicada y no habrá cita con el narco. La razón que media no es una trama de fechas falsas, horas equívocas y conversaciones encriptadas para despistar. Tampoco se trata de que este narco haya recibido, como suele ocurrir, información fresca sobre el paso de un cargamento de cocaína y se vea tentado a robarlo. No, la razón es más mundana: el narco se tomó una botella de whisky y no está en condiciones de decir ni media palabra.

A la hora y el día pactados lo único que obtengo es un balbuceo incomprensible por el auricular del teléfono. Pasan 10 minutos y cae la llamada de la mujer del narco de Rivas. Dice que disculpas, pero que el señor no podrá hoy, que cuando pueda, más tarde, llamará para la cita.

Estos tratos siempre penden de un hilo. ¿Por qué un narco querría hablar con un periodista? La respuesta es la de siempre. Por interés. Algo les interesa denunciar. Sí, los delincuentes tienen mucho que denunciar. Siempre les interesa acusar a alguien.

Son las 11 de la noche cuando el narco de Rivas llama a mi celular. Atiendo desde un restaurante con muelle, en San Jorge, a orillas del lago.

El narco de Rivas se disculpa, dice que así son las cosas, que el calor de la costa Pacífica de Nicaragua llama al trago. Dice que ya se levantó recuperado, pero que unos buenos amigos han llegado a verlo y han llevado otras botellas de whisky. Que hoy será imposible, pero que mañana le llame a las 7 de la mañana en punto, para que a las 7:30 desayunemos.

Decido que lo intentaré a las 9 de la mañana.

* * *

San Jorge es un municipio del departamento de Rivas, un pueblo de unos 8 mil habitantes partido por una sola calle que termina en el embarcadero de las lanchas que van hacia la isla de Ometepe, destino turístico en medio del Gran Lago de Nicaragua. El inmenso lago no es mar, pero casi, y San Jorge se contagia del espíritu marino de todo el departamento: hay un restaurante El Navegante, un hospedaje El Pelícano, un hotel Las Hamacas, un  restaurante El Timón... el pueblo resulta pausado, caluroso, de tierra y madera, de chancletas y pantalones cortos.

Como departamento, Rivas es el único de Nicaragua que tiene paso fronterizo formal con Costa Rica, la frontera de Peñas Blancas. Eso y más de 80 puntos ciegos. Rivas es la entrada de la droga colombiana a Nicaragua por este lado del mapa. Rivas es, según la Policía Nacional, la ruta de los mexicanos, por donde los cárteles de Sinaloa, del Golfo, Juárez o la Familia Michoacana trasiegan su cocaína; a diferencia del Atlántico, donde los colombianos siguen dominando el tráfico para, más al norte -en Honduras o Guatemala-, entregarla a los mexicanos y quedarse con una mejor tajada por sus servicios de transporte.  

La diferencia entre el Pacífico y el Atlántico es que esta última ruta es una autopista marina, donde las lanchas con motores de 800 caballos de fuerza pasan zumbadas y, cuando mucho, se detienen para recargar combustible. En cambio, por el lado de Rivas, un buen porcentaje de la droga pasa por tierra, para aprovechar el movimiento que caracteriza al gran lago, y así llegar con facilidad hasta Granada o la capital, Managua.

* * *

Son las 9 de la mañana y, según me dice su mujer, el narco de Rivas se ha encerrado en su habitación bajo llave para dormir su resaca en paz. Pero asegura que lo levantará a como dé lugar.

A las 10 me llama el narco de Rivas.

—Venite pues, echémonos un cafecito, que esto está duro. ¿Dónde estás? Voy a mandar a que te recojan.

Parece hecho con el mismo molde que varios de los narcos con los que he conversado. Regordete, moreno, con enormes manos, amable al primer trato, jovial, dicharachero, de hablar campechano, sudoroso y con alguna muletilla confianzuda: hermanito, mi amigo, maestro, viejo, viejito.

En Rivas hay al menos cuatro capos. Él es uno de ellos. Los capos centroamericanos, menos secretos que los mexicanos, menos ostentosos, menos ricos, más ubicables, normalmente empezaron de una de dos formas: ocupando la red de contactos que construyeron por alguna razón –porque eran cambistas de moneda en alguna frontera, porque pertenecieron a una banda de delincuentes menores que traficaba queso o robaba furgones, porque tuvieron un cargo público municipal– para servir de base social a un capo internacional que quería pasar su droga hacia el norte, o bien ocupando esa misma red de contactos para tumbar droga en su región. El narco de Rivas empezó como tumbador, como traficante que roba a otros traficantes

Cuando al final nos saludamos, el narco de Rivas se ve bien. Ni ojos rojos ni gestos lentos ni mal humor. Sudoroso, eso sí, pero alegre y gritón. Me recibe en la salita pequeña en su casa. Afuera de la sala, dos jóvenes hacen guardia. Así, alegre y a gritos, me pide que le entregue una identificación.

Los narcos centroamericanos, salvo excepciones como algunos ex diputados o los famosos y ancestrales patriarcas guatemaltecos y hondureños, son agentes libres. No son del mexicano Cártel de Sinaloa ni tampoco tienen contrato de exclusividad con el colombiano Cártel del Norte del Valle; trabajan con quien pague, con quien llame. El narco de Rivas es agente libre. Y cuando hablamos de narco no nos referimos a un vendedor de esquina, sino a alguien que trasiega cientos de kilogramos.

El narco de Rivas empieza a hablar de lo mismo que los otros tres narcos centroamericanos a los que he entrevistado. Que dejaron el negocio. Esa afirmación suele ser como las boletas de raspe y gane. Con tantito que se le pase la uña, aparece la verdad. Y la verdad suele ser que siguen siendo lo que al principio dicen ya no ser. El narco de Rivas dice que ya dejó de tumbar.

—Supuestamente yo soy tumbador. Viene un cargamento y se le hace su operación. Si uno anduvo en la guerra… sabe –se presenta al poco el verdadero narco de Rivas.

Nicaragua es en Centroamérica el país de tumbes por excelencia. En el Atlántico, las lanchas rápidas de los locales salen desde comunidades perdidas, cerca de la frontera de Honduras, a interceptar cargamentos completos para luego revenderlos. En el Pacífico, bandas armadas interceptan furgones, o incluso algunos policías se encargan de pellizcar los cargamentos incautados. No es un secreto para los investigadores sociales.

Roberto Orozco, del Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas (IEEPP), un respetado centro de estudios nicaragüense cuyos investigadores se desplazan a los sitios para sus indagaciones, asegura que Rivas es uno de los cuatro departamentos donde los niveles de corrupción policial levantan alerta. Eso combinado con que, según este investigador, en Rivas los grupos ya son “cárteles embrionarios”, con mucha mayor capacidad de corrupción que la de un delincuente solitario.

No es un secreto tampoco para la Policía. La primer comisionada Aminta Granera acepta que Rivas es un reto para la institución: “Se necesita más la cooperación de la base logística nacional en Rivas que en la costa Atlántica, porque allá no atraviesan por tierra. Estamos encima. Acabamos de pasar a cinco policías al sistema judicial. Tenemos un trabajo intenso de asuntos internos en todo el Pacífico porque está más vulnerable a la corrupción del crimen organizado”.

Quizá sea cierto que el whisky no deja resaca, porque la conversación continúa sin haber visto un vaso de agua. Pregunto al narco de Rivas qué red tiene que tener un tumbador.

—Como uno es viejísimo de haber andado en eso, pues a uno lo conoce gente. Hasta trabajadores de cárteles. Viví en México cinco años. ¡Te llaman! Porque el colombiano es el más miserable para pagar, por eso te ponen al colombiano, te llaman, o los mismos contactos locales al que no le pagaron su trabajo anterior. ¡Es por resentimiento! Son miserables. Esos jodidos, por eso caminan perdiendo en todos los países. Y también que siempre funciona con el hilo nacional. Ellos (los policías) hacen sus zanganadas. El colombiano no te va a mandar 472 kilogramos. Te va a mandar 500, números cerrados; uno lo sabe. Aquí los policías te reportan decomisos de 87, 83, 940.

El tumbador es un cosechador de la traición en un gremio de traidores.

Cuando en abril de 2011 estuve en Bilwi, la capital de la Región Autónoma del Atlántico Norte, pregunté a diferentes fuentes, desde policías hasta miembros de las redes de traslado de cocaína, por qué los tumbadores seguían vivos cuando lo más normal es que el afectado termine por enterarse de quién le robó. Al fin de cuentas, pocos tienen la magia para esconder, en el mismo mercado, una lancha o un furgón cargado con cocaína. En el Caribe me contestaron que era porque no había bases extranjeras instaladas, sino locales con los que era mejor no entrar en conflicto para evitarse problemas. La mejor solución era comprar la droga a los tumbadores. Aunque cuando el tránsito se realiza por tierra, como sucede en Rivas, parece que la cautela debe ser mayor.

—Es raro, fijate. Aquí ya han aparecido muertos por haberse robado 20, 10 kilos. Es pueblo chico, todos nos conocemos. Si vos mirás a un maje raro… El local sabe bien que lo pueden joder, entonces también te llama: mirá, loco, aquí andan unos majes así y asá buscando a tal.

Incluso aquí, en tierra firme, se sigue intentando despistar.

—Cuando tumbás, mandás a llamar a gente de Guatemala, de Honduras. Incluso decís: fijate que se robaron tanto de tanta marca… ¡Reempacalos! El mundo es para los audaces. Aquí el tumbador sabe bien que le andás tocando los huevos al toro. Aquí tumbás 500 kilos. El dueño de eso tiene una competencia. La competencia compra eso que se robaron y la va a vender por arriba. Sabés que un día te toca perder.

En Centroamérica, a diferencia de México, donde un narco debe demostrar que tiene más balas que el otro, todavía la regla de la discreción tiene su peso, como en el México de los ochenta y de los noventa. Es preferible negociar que llamar la atención, a menos que la situación sea demasiado descarada. Como dice el narco de Rivas, aquí el que hace locuras o va a la cárcel o termina jodido. De esos locos hay presos.

Pero sin duda la regla de protección número uno para un agente local es esa segunda palabra. Local.

—Para matar a un rivense, se necesita a otro rivense.

El capo de Rivas se echa a reír orgulloso. Se siente cómodo en su reducto, donde sabe interpretar todos los símbolos. Si una camioneta está en la esquina de su casa más de una hora, es la Policía. Si ciertos carros particulares lo siguen, es la Policía. Si ciertos hombres se sientan cerca de él en los restaurantes, sabe que son policías, les conoce el nombre, las andanzas y el apodo, como conoce también los del taxista, el peluquero, el alcalde y el lanchero. De estos son de los narcos que abundan en Centroamérica, de los que tienen una parcela de control en la que conocen cada brote y sonido. Una parcela, un cerro, una playa, un municipio, una carretera, un cantón, una aldea. Y desde esa cómoda posición ayudan a quien se deja ayudar.

* * *

Desde su despacho en uno de los pisos superiores del cuartel central de la Policía, Aminta Granera asegura que los cárteles mexicanos no tienen presencia fija en Nicaragua. Que lo que urge enfrentar son las “estructuras de cooperación nacional” de esos grandes cárteles mexicanos. De hecho, desde hace al menos cuatro años, la estrategia policial ha cambiado. Según el comisionado Juan Ramón Gradiz, brazo derecho de Granera, esto se debe a que antes se estaba “embodegando, capturando al que iba transportando la droga, pero la red quedaba ahí”. Desde entonces, una serie de operaciones han pretendido una de dos: o arrestar infraganti a los miembros de las redes logísticas del traslado de droga o quitarles todo lo que puedan, casas, negocios, armas, vehículos. Dejarlos destapaditos, dice Gradiz.

Uno de esos operativos se llamó Dominó I, se realizó aquí, en Rivas, la noche del 4 de diciembre de 2011; y ahora 20 pescadores, transportistas, gente en apariencia común, enfrentan juicio por tráfico de drogas, y otros 19, por lavado de dinero. 

La Policía justifica el éxito de su nueva estrategia con una gráfica titulada “Cocaína incautada vs células neutralizadas 2000-2011”. Abajo, dos líneas, una azul y otra roja, se entrelazan, se separan y se vuelven a entrelazar. La azul representa los decomisos de cocaína, que suben en toneladas hasta llegar a 15.1 en 2008, y empiezan a bajar hasta llegar a 4.05 en 2011. La roja, en cambio, representa a las “células neutralizadas”, que se mantiene en cero hasta despegar en 2005 y subir hasta 16 en 2010, justo cuando la línea azul vive su caída más radical. Para la Policía, la lectura es obvia: se decomisa menos droga porque, como se desmantelan más estructuras, está pasando menos droga.

Al investigador Orozco, esta visión le resulta una lectura demasiado básica y equivocada. En primer lugar, porque esta frontera sigue siendo un “zaguán abierto”, con 82 puntos ciegos que él mismo ha identificado en sus recorridos. En segundo lugar, porque los organismos internacionales siguen hablando de una producción de cocaína por los países andinos de 850 toneladas anuales desde, al menos, 2009. De esas, el 90% pasa por Centroamérica en su carrera hacia el norte. Orozco suma elementos y concluye que si los índices de consumo en Estados Unidos se mantienen estables desde hace años, que si los índices de producción andina se mantienen estables desde hace años, que si los índices de consumo centroamericanos y mexicanos aumentan cada año, entonces la Policía debe estar equivocada cuando dice que está pasando menos droga por su país.

En la casa del narco de Rivas, él intenta enumerar a todos los que son agentes libres en la zona. Ha nombrado a unas 15 personas e incluso ha llamado a un amigo que cumple condena en alguna prisión nicaragüense para acordarse de un nombre que se le escapó.

Al narco de Rivas, la lógica policial no le cuadra, aunque acepta que Dominó I se llevó a “varios narcos de verdad”. Mientras charlamos, los argumentos se van desgajando.

—Es que aquí te pasa de todo, de la Familia Michoacana, de Sinaloa, del Cártel de Zacapa, Guatemala… Aquí vienen paisanos tuyos, y los ticos. No solo son los locales. Eso sí, al local siempre lo contacta un extranjero.

Parece que hay clientes de sobra, y siempre necesitarán de un local. Entonces, siempre habrá locales. Y siempre los habrá, cree el narco de Rivas, porque la oferta es más seductora que otras.

—Se ha agarrado como una manera de sobrevivencia, si aquí solo hay esa zona franca y el mar y los pescados –dice, y abre los brazos con las palmas hacia arriba, como quien ha mencionado un argumento muy obvio.

Esta bien podría ser otra regla del narco centroamericano por excelencia. El narco de este nivel, el agente libre que ahora mueve buenas cantidades para el mejor postor, tuvo una vida en la que era pan comido hacer una mejor oferta, mostrar una mejor baraja.

Los dos narcos salvadoreños con los que hablé, por ejemplo, coincidían en que ambos trabajaron desde pequeños en mercados, cargando bultos, arreglando montones de verduras, descargando camiones. José Adán Salazar, mejor conocido como Chepe Diablo, señalado por las autoridades policiales salvadoreñas como uno de los líderes del Cártel de Texis, se pasó años asoleándose en la frontera entre El Salvador y Guatemala en su intento por cambiar quetzales por colones (cuando El Salvador aún tenía moneda propia) y ganarle unos centavos a cada billete cambiado. En el Caribe nicaragüense, para no irnos tan lejos, muchos jefes de células de apoyo a los colombianos y muchos jefes de grupos de tumbadores marinos, fueron pescadores de langosta en los cayos miskitos. Se sumergían a pulmón durante más de tres minutos para sacar el animal por el que les pagarían no más de tres dólares, para luego venderlo en algún restaurante a más de 10. Muchos de esos pescadores sufrieron atrofias cerebrales por la falta de oxígeno y quedaron postrados en sus casuchas sin poder mover piernas ni brazos.

Luego de mencionar que los clientes que necesitan de los agentes libres rivenses abundan hoy por hoy, el narco de Rivas se ha enzarzado en un pensamiento en voz alta sobre quiénes vienen y cómo son. Para él, los guatemaltecos y hondureños bajan mucho por estos lados, “gente pesada”, pero sin duda cree que los más “aventados” son los salvadoreños, y que muchas veces suelen ser pandilleros de la Mara Salvatrucha (MS-13)  los que se encargan de contratar los servicios de algún local para mover vehículos llenos de cocaína. Rivas, podría decirse, tiene dos tipos de visitantes: los mochileros que buscan las playas de San Juan del Sur y los narcos que vienen a abastecerse. La Policía ya ha arrestado a hondureños y mexicanos con cargamentos de drogas y armas. Tres de los mexicanos detenidos en 2007, por ejemplo, son del celebérrimo Estado de Sinaloa, en el norte mexicano, la cuna de los capos más conocidos en aquel país.

En fin, que al narco de Rivas no le cuadra ni de cerca la lectura que la Policía hace del baile de la línea roja con la azul en aquel cuadro de incautaciones y células delictivas. Para demostrar que no le cuadra, se ha quedado pensando un rato, buscando con qué comparar esta frontera.

—Creo que ahorita aquí hay más droga que en Pereira, Colombia.

* * *

—Mirá, ¿cómo se llamaba el comisionado aquel con el que caminaba tu amigo Marcial? –pregunta el narco de Rivas por teléfono a algún colega narco. Ha decidido responder a mi pregunta haciendo esta llamada.

—…

—¿Y está activo todavía?

—…

—Mirá, estoy aquí con un amigo que me pregunta si algún día hemos pagado a la Policía nosotros.

El narco de Rivas activa el altavoz para que yo pueda escuchar la respuesta de su amigo, que parece encontrarse en medio de una fiesta.

—Sí, claro. ¿Quiere que le contactemos alguno?

—¿Vos le has pagado a alguno?

—¡Ja, ja, ja, ja!

Aquí podrán venir sinaloenses, pandilleros o centroamericanos que conozcan como la palma de su mano este departamento, pero la importancia de ser de aquí seguirá pesando. No conocer aquí, ser de aquí. Ese es el valor en el mercado de un agente libre.

Aquí es un pueblo. El interior de los países centroamericanos es un pueblo. Los países centroamericanos son una capital rodeada por varios pueblos con título de ciudad. Y en los pueblos todos se conocen. Por ejemplo, si yo quiero que un taxista venga a recogerme, basta que le diga el nombre del narco de Rivas, y él sabe dónde está la casa.

El narco de Rivas ha vuelto a poner en firme un punto que ha recalcado varias veces. Si no tenés infiltrada la Policía, como agente libre no estás en nada. Es curioso, pero hay un punto en el que la primer comisionada de la Policía, el investigador del IEEP y el narco de Rivas coinciden. Este último lo resume.

—No te hablo de la primera comisionada, no te hablo de los directores; te hablo de los jefes, de los segundos jefes, de los jefes de auxilio judicial de los departamentos.

Orozco sigue creyendo que la Policía de su país es de las mejores de la región, sigue creyendo que dista mucho de la policía hondureña, que “tiene departamentos donde todos colaboran con el crimen organizado”. Cree que el problema nica de corrupción policial es “allá abajo”, en los departamentos, pero cree también que o se corta o crecerá.

La información es poder. Eso queda tan claro en un lugar como Rivas. Hay familias, como los Ponce, dice el narco de Rivas, que de ser pescadores pasaron a ser grandes narcos por una sola razón: se enteraron de cosas y conocieron a gente. Empezaron a trabajar en las quintas de descanso de la clase pudiente y oyeron, preguntaron y terminaron como lugartenientes fijos del Cártel de Cali.

Pero para estar informado hay que tener muchos ojos y oídos. Le pregunto al narco de Rivas la receta para poder operar bien, y comienza a enumerar los ingredientes.

—La Policía, claro que te puede mover a un oficial de tránsito en la carretera y mandarte a su perro fiel. La otra opción es que te bandereen para salir del departamento. Uno tiene muchachos que le trabajan, que conocen esta frontera como la palma de su mano. Van adelante en un vehículo o una moto, tenés gente con celulares en La Coyota, en La Virgen o en la entrada de Cárdenas. Los taxistas, los de la gasolinera, que ven pasar. Cuando la Policía va a operativos antes van a fulear a la gasolinera.

Pero claro, ver mucho, saber mucho, tiene su precio.

—Es una red horrible. Ahí en la frontera, por 10 mil dólares pasa un tráiler lleno. Es la Policía la que hace la revisión. La frontera la usan los más grandes. Si vas a pasar tres tráileres, son 30 mil dólares. No la puede pasar un local que vende bolsitas y mandó a traer su kilito a Costa Rica, que está más barato.

Para los menos grandes, los 82 puntos ciegos que Orozco contó son la opción, pero igual, de esa manera hay que pagarle al bandera que irá a la vanguardia.

—Si es bastante lo que se lleva, unos 200, 300 kilos, pues son unos 5 mil dólares para el bandera. ¡Qué bebida de guaro se da!

Todo bajo la lógica de avanzar, de entender que el negocio de un narco centroamericano es subir la droga lo más posible, porque los kilómetros son dólares. El mismo narco de Rivas sabe que un kilogramo de cocaína que en su departamento vale 6 mil dólares en El Salvador se paga a unos 11 mil; en Guate, unos 12 mil; y en México, depende, si es en Chiapas, 15 mil, y si es en Matamoros, unos 20 mil.

* * *

El narco de Rivas me dice que el tiempo se le agotó, que debe ir a Managua a resolver un asunto, y que me pasará dejando en la gasolinera de la carretera. Mientras avanzamos, señala un motel, una tienda de variedades, un restaurante. Señala los sitios y menciona un nombre, el del narco que según él tiene dinero invertido en cada negocio. Interrumpe, porque recibe una llamada.

—Ajá, decime…. Sí… Entonces, ¿el sábado? ¿Cuatro? Pero decime si es seguro, porque yo pensaba salir del país.

Termina la llamada. Sonríe con orgullo, como quien ha querido demostrar algo que, a la luz de un hecho concreto, ha quedado demostrado.

—Viene droga el sábado. ¿Que se acabó la droga? ¿Que si se va a acabar? ¡Ja!

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