La carta dice así:
“Seño Iris aquí le mando este papel porque usted me dijo que cuando algo me pasara le dijera.
Hahora en la mañana mi mami me pego con un palo me dejo rojo el brazo y inchado me pego porque me dijo que le sacara una sombrilla en la noche y seme olvido en la mañana me dijo buscamela y la empese a buscar pero no la encontre se enojo y me pego con un palo y me dijo que si en la tarde no la encontraba me iva volver a pegar y no quiero tengo miedo decirle porque otra vez que me pego y yo le grite que le iva a decir a usted me dijo que me iva reventar la boca
Gracia por oirme
Sarai”
Sarai es una niña de 11 años, de extracción muy humilde. Vive con sus hermanitos y su madre en un cuarto de un mesón ubicado en Mejicanos. Cursa sexto grado. Cuando termina las clases, le gusta ir a hacer sus tareas en las instalaciones de una modesta oenegé que destina buena parte de sus esfuerzos a mejorar las condiciones de la niñez.
La “Seño Iris” es una trabajadora social. Es de esas personas que se apasiona con lo que hace, demasiado quizá. No tolera el dolor ajeno, y a pesar de ello trabaja, por decisión propia, en uno de los incontables epicentros del sufrimiento de la sociedad salvadoreña.
La carta, de alguna manera, representa el día a día para un amplio segmento de la niñez en El Salvador, un país violento como pocos.
Apenas unos días antes de que Sarai escribiera la carta-desahogo para Iris, el representante de Unicef en El Salvador, había dicho esto en una entrevista: “La sociedad salvadoreña debería tener en mayor consideración el impacto que la violencia tiene sobre los niños, porque es muy baja la priorización social que en la actualidad se le da a la niñez en El Salvador”.
Mañana será otro día. Y seguirá habiendo más cartas, aunque nadie las escriba.
(Mejicanos, El Salvador. Abril de 2012)