Crónicas y reportajes / Violencia
Yo torturado

Un miércoles de febrero dos hombres armados -uniformados y con toda la indumentaria de la Policía- bajan a Dani de un microbús en Soyapango, lo llevan a un oscuro pasaje de una colonia controlada por la Mara Salvatrucha, y lo golpean hasta desfigurarlo. Dani podría considerarse afortunado: puede contarlo. Sus agresores siguen trabajando en lo suyo, amparados por un sistema que parece fomentar la impunidad, en especial cuando las víctimas son de los estratos más bajos de la sociedad.


Fecha inválida
Roberto Valencia

La Policía Nacional Civil es la institución pública que más denuncias recibe en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Foto Roberto Valencia.
 
La Policía Nacional Civil es la institución pública que más denuncias recibe en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Foto Roberto Valencia.

“Ya me duele mucho el alma de saber cómo se tortura a nuestra gente”.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, diciembre de 1977.

La hora de visita es de 1 a 2 de la tarde y son casi las 8 de la noche. El vigilante no tendría por qué haberle dejado, pero Norberto Fernández, Beto, ha logrado entrar en el Dr. José Molina Martínez, el único hospital público de Soyapango. La súplica para que le permitan ver a su sobrino siquiera unos minutos lo ha convencido. Beto conoce el lugar y va directo al pabellón de Cirugía-Hombres. Emboca el pasillo central y camina ligero mirando a los enfermos, la cabeza inquieta a un lado y a otro. Recorre el galerón entero, sin éxito, da media vuelta y regresa para preguntar a la única enfermera que se ha cruzado en la ida.

—Disculpe, aquí es Cirugía-Hombres, ¿veá?
—¿Busca a alguien?
—A mi sobrino. Se llama Dani… Carlos Daniel Fernández. Lo ingresaron ayer noche. Tiene 17 años…

La enfermera se gira, camina un par de pasos, verifica un cartoncito, y da por terminada la conversación con un lacónico 'este es'.

Tirado sobre una estrecha camilla hay un joven con un aparatoso vendaje en la cabeza que le cubre las heridas y el cabello teñido de rojo. A Beto le cuesta relacionarlo con la imagen mental de su sobrino. El rostro lo tiene descubierto, pero deformado por la hinchazón y con grandes llagas y manchas de sangre coagulada. Beto se acerca y comienza a orar, a pedir al Señor que lo saque de esta. Le agarra la mano, y Dani, al sentirla, se esfuerza por apretar la suya y abre los ojos con timidez.

—Tío… –susurra.
—Gracias a Dios. ¿Qué te pasó, m’hijo? ¿Quién te ha hecho esto?
—Los policías, tío, los policías me golpearon…

***

Hoy es 1 de febrero de 2012, miércoles, un día sin estridencias, de esos en los que parece que no sucede nada llamativo: el cielo azul de la estación seca, la campaña electoral que monopoliza los noticiarios, el termómetro arriba de los 30 grados celsius, protestas en los hospitales públicos, 18 asesinatos registrados por la Policía… pura rutina salvadoreña.

Dani tiene día libre. Lo ha pasado en casa, en familia, pero a las 3 de la tarde toma un bus de la ruta 41-D hasta el centro de San Salvador. El punto de reunión con sus amigos es la plaza Morazán, y ahí permanecen, sentados y platicando, hasta que se juntan seis. Dani viste como podría hacerlo cualquier otro joven de 17 años: camisa blanca con rayitas horizontales, jeans, tenis blancos y cachucha negra. Lo singulariza su pelo, teñido de rojo desde la coronilla hasta la frente. Lo lleva así porque estudió cosmetología y trabaja en un salón de belleza.

—En mi trabajo uno tiene que andar fashion –me dirá otro día–, para que la gente tenga una buena imagen de uno.

Los seis cheros deciden tomar dosquetrés, recorren las dos cuadras de distancia que hay de la plaza Morazán al parque San José y entran en el chupadero-disco acostumbrado. Para cuando Dani termina su tercera cerveza Golden, ya ha anochecido, y por un momento duda entre regresarse a casa o continuar tomando y dormir en algún hospedaje, como ha hecho otras veces. Opta por irse. Al rato se despide y se dirige solo a la parada de la ruta 3-microbús, a un costado del parque San José. Son las 8 de la noche cuando aborda la unidad.

Dani vive en el cantón El Limón, de Soyapango, de Unicentro hacia el norte. En este cantón de colonias urbano-marginales mal ensambladas residen más de 40 mil personas, y es un hervidero de maras. Cuatro clicas de la Mara Salvatrucha (MS-13) controlan las cinco etapas de la urbanización Las Margaritas, y la facción de los Sureños del Barrio 18 manda en Montes IV, en Santa Eduviges, en la San Francisco, en Villa Alegre, en la San Antonio, en San Ramón y en el sonoro reparto La Campanera. También opera de forma marginal la Mao-Mao.

La casa familiar es de adobe y bambú, con techo de láminas, y se ubica en una zona semirrural, el asfalto a no menos de 400 metros. El área está salpicada de placazos (grafitos) del Barrio 18. De unos meses para acá los patrullajes de soldados y policías son habituales, pero en el fondo no ha servido de mucho: los de la distribuidora de energía eléctrica apenas llegan a leer el contador por miedo a los pandilleros y finan el consumo con promedios. Si bien ir desde la lotificación donde está la casa hasta el reparto La Campanera toma no menos de 20 minutos caminando a buen ritmo, a todas las comunidades satélite del sector se las conoce como Las Campaneras. Dani vive con su madre, varios chuchos, su padrastro, dos hermanos menores –él y ella–, pollos, gallinas y una niña de un año que cuidan como si fuera propia.

Dani no es pandillero. Para nada.

El microbús que ahora lo regresa a casa no va muy lleno, todos sentados. La idea es bajarse en la parada del centro comercial Plaza Mundo, cruzar la pasarela del Bulevar del Ejército, caminar hasta el centro de Soyapango, y tomar un bus de la 49. El tráfico está pesado, y a Dani el sueño le cierra los ojos apenas se recuesta sobre la ventana. Va dando cabezadas y, al despertar de una, se da cuenta de que ha subido una pareja de policías, los únicos parados. Nada anormal. Vuelve a dormitar.

Cuando reabre los ojos, el microbús está llegando al paso a dos niveles ubicado después de Plaza Mundo, donde está el desvío a la urbanización Sierra Morena. La reacción al ver que ha pasado su parada es levantarse y caminar hacia la puerta, pero uno de los policías se cruza y con la cabeza le indica que regrese a su asiento.

—Vamos a ir a la delegación –dice con tosquedad.

Dani conoce Sierra Morena y sabe que en efecto hay una delegación, por lo que en principio prefiere no alterarse. Son además agentes en toda regla: uniformes, placas doradas, cachuchas oficiales, pistolas, macanas…

El microbús pasa de largo la parada de la delegación, y Dani comienza a inquietarse. Recuerda un consejo que algún día le dio su padrastro para estas situaciones, e intenta ver los números de identificación bordados en el pecho, pero un fuerte golpe en la cabeza subraya la orden de mirar solo al piso. Le ordenan que baje una o dos paradas antes del punto de los microbuses. Hay media luna creciente sobre la Sierra Morena, pero para Dani todo es oscuridad. El microbús se aleja, los policías le piden que camine.

***

El Salvador es un país con 6.2 millones de habitantes y en el que en 2011 hubo en promedio 12 asesinatos diarios. La tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes fue 70, el doble que Guatemala, cuatro veces la de México. La salvadoreña es una sociedad violenta, ultraviolenta, y los policías salvadoreños son parte de esa sociedad.

En la República de El Salvador el mandato constitucional de velar por el respeto y la garantía a los derechos humanos recae en las siglas PDDH, la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos. Es una institución joven, un logro de los Acuerdos de Paz que en 1992 pusieron fin a 12 años de guerra civil. En dos décadas, la PDDH ha demostrado que opera con relativa independencia, pero carga el lastre de que sus resoluciones no son vinculantes. En la práctica, la institución es poco más que una caja de resonancia que acumula denuncias, que media en conflictos y que emite cientos de informes y pronunciamientos públicos.

A finales de cada año, la PDDH acostumbra elaborar una especie de memoria de labores. La presentada en diciembre de 2011 señaló por enésima vez a la Policía Nacional Civil (PNC) como la institución pública más denunciada por violar los derechos humanos. De enero a noviembre acumuló un promedio diario de cinco denuncias –digo: cinco denuncias contra la PNC todos y cada uno de los días–, para un total de 1 mil 710. Las violaciones al derecho a la integridad física fueron, siempre según los datos oficiales, las más habituales.

Son miles, pues, los salvadoreños que en su diario vivir han tenido experiencias tan negativas con los policías que hasta se han atrevido a denunciarlas.

—¿Qué tipo de denuncias reciben contra la Policía? –le pregunté un día al procurador, Óscar Humberto Luna.
—Por uso excesivo de la fuerza. O sea, a la gente la siguen maltratando, golpeando… y son denuncias que llegan permanentemente. Los policías escogen a un joven, lo golpean, lo ponen en libertad… El problema es que el tema de la seguridad no puede enfrentarse solo con represión.

Las cinco denuncias diarias en la PDDH, sin embargo, no parecen quitar el sueño al ministro de Justicia y Seguridad Pública, el responsable político de la PNC. Luego verán. Y eso que las denuncias son apenas una fracción de lo que en verdad está ocurriendo en las colonias y comunidades de El Salvador. Luego verán también.

***

Hay media luna creciente sobre la Sierra Morena, pero para Dani todo es oscuridad. El microbús se aleja, los policías le piden que camine. Serán, lo más, las 8:30.

Un agente ronda los 30 años, y Dani cree haberle visto barba corta y bigotón. El otro está cerca de los 40. Dani camina un metro por delante. Entran en un pasaje. Miedo. La mirada siempre al piso. Girarse supone golpe seguro. La colonia es un desierto, como si hubiera toque de queda. Dani sabe que es territorio de la MS-13. ¿¡A qué ibas a la Sierra Morena!?, le preguntan. En Plaza Mundo quería bajarme, pero me dormí. Puños en la espalda, manotazos en la cabeza. Otro pasaje. De un golpe le botan la cachucha. El pelo teñido de rojo aflora. ¿¡Por qué!?, preguntan. Soy estilista. ¡Vos culero sos! La agresividad se intensifica. ¡Pendejo! Otro pasaje. Aún no se han cruzado con nadie ni se cruzarán. Dani es pura sumisión. Uno desenfunda su pistola. Miedo. ¡Un puto culero de mierda sos! A los policías les ha cambiado el hablado. “Puro marero”, piensa Dani. ¡Semejante culero! Otro golpe. Otro. Llegan al final de un pasaje. Está oscuro. Las últimas casas, deshabitadas, desmanteladas. Se detienen. Le ordenan que dé media vuelta. “El hablado de un marero, igualito, quizá ni policías sean”. ¿¡A qué venís a Sierra Morena!? Otro golpe. ¡Mono cerote! Otro. Pero esto recién comienza…

—¿Dónde vivís? –pregunta un uniformado.
—En Las Campaneras…

Como si fuera la señal que estaban esperando. Allá son Barrio 18. Un seco puñetazo en la quijada bota a Dani al suelo. Los dos se abalanzan rabiosos como perros rabiosos. Golpean duro. Parejo los dos. Al rostro. ¡Culerohijueputa! Dani se cubre como puede. Le apartan los brazos, las manos. Quieren desfigurarlo. Aquí muero. Lo golpean. Lo golpean. Lo golpean. Los nudillos ensangrentados. La tortura. Aquí te vas a morir, culero. ¡Ayuda!, grita Dani. O cree que grita. ¡Callate, culero! Tortura, según la RAE: “Grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo”. Más puñetazos más. Un ser humano a merced. Una vida a merced. La sangre mancha el suelo, la camisa. Jadeos de cansancio. ¿Qué piensan en ese instante los torturadores? ¿Qué piensa en ese instante el torturado? Aquí te vas a morir. Aquí me van a matar. Y sin embargo. Llanto. Forcejeo desigual. Más golpes, más… hasta que cesan de a poco.

—¡Levantate, culero! –escucha al rato, aún escucha–. ¡Levantate y caminá, hijueputa!

Dani se incorpora como puede. ¡Caminá, culero! Un policía saca su celular y llama. Está hablando de mí. Salen del pasaje. Embocan otro, cuesta arriba. La sangre gotea. ¿Salgo corriendo? No, dispararían. Caminan. Dani oye voces delante. Mira de reojo. Son tres jóvenes, delgados. Uno luce tatuajes en piernas y brazos. La esperanza se desvanece. Son pandilleros. Miedo. Se acercan. El policía los telefoneó a ellos. Hablan puro marero los cinco. Son cherada. Dani va el primero, pegado a la pared. Miedo. Apenas se juntan los dos grupos, uno de los pandilleros le agarra la cabeza y se la estampa contra el muro. Dani cae inerte. Ahora los escucha lejanos, cada vez más. Ya no comprende lo que dicen. Se pierde, se pierde, se pierde…

***

Kenia, la hermana dos años mayor que Dani, tenía 15 cuando desapareció el 23 de septiembre de 2007. Ese día se fue de la champa que la familia ocupaba en la colonia Veracruz, en Mejicanos, y no volvieron a saber de ella en meses. Fueron tiempos de incertidumbre: que si los pandilleros la habían matado, que si un día la vieron por el Parque Infantil, que si se había ido a Estados Unidos, que si estaba embarazada… Las dudas solo se disiparon cuando un investigador de la PNC los contactó para decirles que Kenia era uno de los cuerpos encontrados en un cementerio clandestino usado por la MS-13 en Finca Argentina, no muy lejos de donde vivían. En mayo de 2008 pudieron al fin enterrar las partes de Kenia que les entregaron.

En estos días Dani y los suyos se están acordando de ella más que de costumbre. Temen que suceda algo parecido a lo que ocurrió en 2007, cuando, en las semanas posteriores a la desaparición, comenzaron a caer llamadas y mensajes intimidatorios. Soy la muerte, decía uno. La presión fue acumulándose hasta que la familia se convenció de que eran objetivo de la clica de la MS-13 que opera en la Montreal, y esa presión estalló en una atropellada huida nocturna: en cuestión de horas tuvieron que desmontar la champa y escapar con lo puesto.

La migración forzada por las maras no es algo nuevo en El Salvador, solo que afecta casi exclusivamente a los escalones más bajos de la pirámide social.

—Salir otra vez ahora… ¿y para dónde? –dice la madre–. Ya me pasó lo primero con la Kenia y ahora esto… Quizá lo quieran matar, o a cualquiera de nosotros, porque a Dani también le robaron el teléfono, y había fotos de todos.

Para un indeterminado pero amplio sector de la sociedad salvadoreña, la línea divisoria entre pandilleros, policías, narcotraficantes y soldados no está tan bien definida. Tampoco el reparto de roles de buenos y malos, confiables y no confiables. Dani siente hoy igual o más temor hacia policías y soldados que hacia los pandilleros.

***

Jaime Martínez, director de la Academia Nacional de Seguridad Pública, está convencido de que el policía salvadoreño tiene una formación sólida, envidiable en el contexto latinoamericano. Antes de graduarse, los agentes son capacitados un mínimo de 11 meses. Aprenden a desarmar a un delincuente, a custodiar la escena de un crimen, a redactar una esquela, a disparar… pero también se cultiva el respeto a los derechos humanos, asegura enfático Martínez, con materias específicas sobre derechos de la mujer, derechos de los jóvenes y filosofía de policía comunitaria. Martínez parece creerse lo que dice.

Su jefe inmediato es el general David Munguía Payés, ministro de Justicia y Seguridad Pública. También dice estar convencido de que los agentes de la PNC respetan los derechos humanos y el estado de derecho. Un día de mediados de febrero le pedí que intentara explicar por qué entonces cinco denuncias diarias en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.

—Bueno –respondió–, lo primero es que vivimos en un país democrático, y cualquier persona que se siente agraviada puede presentar una denuncia. Por eso algunos hacen denuncias hasta por una mala mirada, y ahí quedan, así que no me extraña que una corporación como la nuestra, que está en contacto permanente con la ciudadanía para darle protección, sea señalada por delincuentes o por organizaciones que pudieran estar relacionadas con los delincuentes.

***

Dani cae inerte. Ahora los escucha lejanos, cada vez más. Ya no comprende lo que dicen. Se pierde, se pierde, se pierde… Deben de ser las 9, 9 y poco.

[…]

Amanece. Dani recobra el sentido en una ambulancia que lo regresa del Hospital Rosales, en San Salvador, al Hospital Molina Martínez. Le duele todo, pero recuerda con claridad la paliza y a quienes se la dieron. Cuando le preguntan, da su nombre y el teléfono de su madre. Ella llegará a verlo pasadas a las 7 de la mañana.

Son unas ocho horas las transcurridas entre el cabezazo contra la pared en la urbanización Sierra Morena y el despertar en la ambulancia. Con los días Dani sabrá que al Molina Martínez ha llegado en la cama de un pick up de la PNC, en torno a las 10 de la noche. Los policías han dicho que un grupo de jóvenes lo estaba apedreando y que ellos lo han rescatado. Por el estado crítico en el que ha llegado, lo han trasladado al Rosales, lo han evaluado y ahora viaja de regreso hacia el único hospital público de Soyapango.

—Esos policías se llevaban con los mareros de la Sierra Morena –especulará Dani dentro de unos días–, y me dejaron vivo… pues a saber, supongo que se convencieron de que yo no era pandillero.

La familia avala esa creencia. Los cuatro días más que Dani permanecerá ingresado los usarán para tratar de buscar justicia. Lo denunciarán en la delegación de la PNC de Soyapango. Lo denunciarán en la Fiscalía de Soyapango. Lo denunciarán incluso en la Unidad de Asuntos Internos de la PNC, en la colonia San Benito, de San Salvador. La sensación que les dejará tanto ir y venir de un lugar a otro es que el sistema trabaja para que los que denuncian este tipo de agresiones se desesperen y tiren la toalla. Quizá así sea.

Un mes y medio después de la paliza preguntaré en la oficina de la Fiscalía en Soyapango por el caso. Sin avances, se limitará a decir un fiscal. Fuera de grabación, y bajo condición de anonimato, me dirá que él estima que a juicio solo llega el 1% de los delitos que se cometen, y me dirá que las denuncias contra la PNC por agresiones son muy frecuentes, pero que no recuerda ni un solo caso que se haya podido judicializar. “Le voy a ser franco: yo, que trabajo aquí, a nadie le deseo ser víctima en un proceso penal que involucre a policías, porque todo es cuesta arriba”, dirá. Otro día le plantearé lo sucedido a un comisionado de la PNC, y –también fuera de grabación– confirmará no solo que las torturas y las agresiones son práctica común en la Policía, sino que es un hecho que hay agentes que tienen filiación con una u otra pandilla.

Fuera de grabación, El Salvador suena muy diferente al de los discursos oficiales.

***

Mañana calurosa en Soyapango la del jueves 8 de marzo. El doctor Manzano –cirujano

PUESIESQUE hace calor en el despacho de este doctor que ahorita se arranca en caliche

general, gabacha blanca desabotonada, lentes– trata de reconstruir en su propio lenguaje

médico a contarme lo de Dani. A veces hablan como si no quisieran que los entendiéramos,

las consecuencias de la brutal paliza que los policías dieron a Dani: ingreso inconsciente

como si fuera  virtud usar esa terminología aséptica que disfraza la realidad. A Dani

en Emergencias, puntaje abajo de 12 en la Escala de Glasgow, remisión inmediata a hospital

dos policías lo dejaron puro monstruo, pero a saber cuántos terminarán tirados en una 

de tercer nivel –al Rosales– por sospecha de trauma cráneo-encefálico, tomografía axial

quebrada, para que al día siguiente los periodistas digamos que los mató la mara rival,

computerizada para evaluar posibles daños en el cerebro, cirugía menor en cuero cabelludo,

la versión oficial. En El Salvador, cualquier día te agarran y te dan una taleguiada 

reconstrucción de la oreja derecha, penicilina sódica vía intravenosa, traumas contusos y

hasta bajarte el puntaje de Glasgow ese  y ya: un expediente clínico más, y la 

abrasiones que derivaron en un proceso inflamatorio agudo en el rostro, diclofenaco sódico

sensación –la certeza– de que habrá más danis, mientras el país siga carcomido

vía intramuscular…

por la violencia. Y SIACABUCHE.

***

A Dani le dieron el alta médica ayer en la tarde, después de cinco días postrado en una cama. Al irse, una de las enfermeras, sabedora de que la familia había denunciado la paliza en la Fiscalía, quizá conmovida, le recomendó presentarse en el Instituto de Medicina Legal cuanto antes, mientras las marcas fueran visibles.

Hoy es martes, 7 de febrero, y permanecer parado todavía es una penitencia para Dani, lo poco que camina lo hace cauteloso como un octogenario, y su rostro –un collage de puntos de sutura, costras, moretones– sigue siendo una adivinanza de sí mismo.

—Pero ahora ya se ve bien –me dice la madre–, el jueves y el viernes estaba como que era monstruo.

En ruta a Medicina Legal, Dani ocupa el asiento del copiloto del Toyota del 81 de su tío Beto. Atrás, en la cama, vamos la madre, la hermana menor y yo. Cargan una copia de un requerimiento de “reconocimiento médico legal por lesiones”, con fecha 2 de febrero y con sello de la Oficina Fiscal de Soyapango. Falta nada para las 9 de la mañana, el tráfico está calmado, y en poco más de 20 minutos el pick up recorre la distancia entre el cantón El Limón y las instalaciones de Medicina Legal, en el centro de San Salvador. Al llegar, solo permiten la entrada a Dani y a su madre. No tardan ni 15 minutos en salir.

—¿Qué pasó? –pregunta Beto.
—¿Vas a creer –dice la madre– que dicen que ya llegaron al hospital? Que ya llegaron a reconocerlo, dicen, ¡pero si a él nadie lo ha visto ni le ha preguntado!
—A mí nadie me preguntó nunca nada –apuntala Dani.

Por lo visto, un médico forense llegó ayer al hospital y, dado que su informe contiene datos como la fecha de nacimiento, infieren que se limitó a leer el expediente clínico, donde quedó registrada la versión de los policías que llevaron a Dani moribundo a Emergencias.

—Todo está como que los agentes se lo encontraron tirado –dice la madre, cada palabra acentuada por la resignación– y lo rescataron de unos muchachos que le estaban tirando piedras. Y dicen que, si ya lo vio un médico, no lo pueden examinar otra vez.
—¿¡Pero cómo que otra vez si no lo ha visto nadie!? –responde Beto.

Beto agarra el requerimiento fiscal de las manos de su hermana, lo desdobla y lo lee en silencio hasta que encuentra algo que lo impulsa a elevar la voz: “… El peritaje se requiere en el plazo de 24 horas, para ser agregado a diligencias que se siguen en la Oficina Fiscal de Soyapango”.

—¿Y vos enseñaste esto?
—Pues sí, se lo enseñé y me lo regresó, y ella dice que no, que ya fueron al hospital, que ya lo vieron y que no se puede hacer nada.

Beto se toma un instante para pensar su conclusión.

—¡Se tapan entre ellos!

Dani ha optado por el silencio, pero permanece de pie en el improvisado círculo. Por un momento da la impresión de que se marea, y sugiero que se siente en el carro. Esos segundos de silencio en los que camina cauteloso hasta el viejo Toyota son en los que, sin decirse nada, sin siquiera mirarse uno al otro, tío y madre parecen llegar a la misma conclusión.

—¿Y vos qué decís? ¿Vamos a los derechos humanos? –las preguntas de Beto son suspiros–. Aunque si aquí que tenían la obligación no han hecho nada…
—Yo digo que… mejor nos vamos a la casa. Quizá lo mejor sea orarle al Señor.

 

 (Aclaración: los nombres de algunas de las personas que aparecen en este relato se han modificado para proteger sus vidas)

 

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