En las paredes de los baños de esta escuela hay pintadas que podrían considerarse ordinarias, parecidas a las de cualquier otro centro: “Si lees esto sos pendejo”, “Jonathan x Delmy”, “Noveno grado forever”… También están las otras, las extraordinarias –es un decir, porque en realidad no lo son tanto–: “MS”, “MS-X3” o “MS-13”, en todos los tamaños, colores y tipos de letra.
Situado en Ciudad Barrios (San Miguel), el Centro Escolar Capitán General Gerardo Barrios lidia con el mismo problema que se vive en un significativo y creciente porcentaje de escuelas de El Salvador: las maras siguen representando un atractivo para la juventud que vive en ambientes de pobreza extrema, nos guste o no a quienes vivimos alejados de esas comunidades empobrecidas, con demasiada frecuencia pontificando soluciones en Facebook o Twitter como si en verdad conociéramos el fenómeno.
Me contaban hace un rato que el año pasado un profesor de esta escuela evaluó a un joven, que le puso un 2, y que este mal estudiante era o pandillero o aspirante. Al día siguiente, en el parabrisas de su carro encontró una nota que decía así: “No se clave, profe. Mara Salvatrucha”. Desde entonces, el docente no se clava.
Historias de amedrentamiento parecidas o más sonoras las he escuchado en Soyapango, en San Rafael Cedros, en Delgado, en El Rosario, Ilopango, Ilobasco, Panchimalco… y estoy convencido de que ocurren en la inmensa mayoría de los municipios del país. Pero aquí, en Ciudad Barrios, retumban más. Este es el pueblo en la que nació el salvadoreño más universal, pero de unos años para acá se conoce sobre todo por albergar la cárcel en la que están concentrados los principales palabreros de la Mara Salvatrucha-13 (MS-13), la más nutrida y sanguinaria pandilla de las que operan en El Salvador. En el gremio periodístico, cuando uno dice “Voy a Barrios” o “Voy a Ciudad Barrios”, se sobrentiende que uno se dirige al penal.
Entre los mismos ciudabarrenses la cárcel es como una cruz que cargan a cuestas, como una condena que alguien les impuso el día que en la capital decidieron convertir su pueblo en el cuartel de mando de la MS-13. Adentro hay unos 2,400 pandilleros activos (por 25,000 habitantes que tiene el municipio, incluidos los cantones), pero lo tardado del viaje desde San Salvador ha hecho que más y más familias de reos se hayan trasladado a vivir. En colonias como la Boillat y la Gutiérrez (situadas cerca de la cárcel), el grueso de los residentes son familiares de pandilleros.
Las pandillas no llegaron a Ciudad Barrios con el penal; el fenómeno había germinado antes de que el centro abriera sus puertas a finales del siglo pasado, pero todas las personas con las que platicaré en este viaje señalarán la cárcel como el agravante de todos sus males. El listado de consecuencias es infinito: los homicidios se han disparado desde 2005, el pago de la renta se ha generalizado, la vida nocturna es casi inexistente, los desplazados de sus viviendas a la fuerza se cuentan por docenas, los viajes en bus a San Miguel se han vuelto en extremo tediosos porque rara es la vez que los soldados no bajan a todos para hacer registros, dentro de las unidades los familiares exigen los asientos a los civiles… Aunque lo peor quizá sea el estado colectivo de amarga resignación.
En pleno centro, a una cuadra de la iglesia en la que bautizaron a Monseñor Romero, han pintado en negro una garra y una MS de dos metros de altura sobre un muro que alguna vez fue blanco. Se ve que llevan ahí sus meses porque comienzan a desdibujarse. Nadie –ni Policía ni alcaldía ni Fuerza Armada; nadie– se ha atrevido a borrarlas.
Ciudad Barrios ilustra a la perfección la gravedad y la complejidad del problema social que se dejó crecer en El Salvador. No se trata nomás de 10, 100 o 1,000 jóvenes delincuentes. La pandilla como fenómeno incluye demasiadas veces a madres, a abuelos, a vecinos, a policías, a simpatizantes, a motoristas de microbuses, a aspirantes… El Gobierno habla ya sin matices de cientos de miles de personas. Repito: cientos de miles de personas.
Hace un ratito, al ingresar en la Gerardo Barrios, la escuela era el torbellino resultante de ver a cientos de estudiantes en su hora de recreo. Del fondo han aparecido dos agentes de la Policía Nacional Civil –un hombre, una mujer–, han elegido a un grupo de cinco estudiantes que no llevaban uniforme (14 o 15 años les he calculado), y los han llevado hacia uno de los costados del patio, con la idea de lograr algo de privacidad. Pero un centenar de estudiantes se ha arremolinado frente a la escena. Yo tampoco me he resistido. Han puesto a los muchachos contra la pared, manos en la nuca, y les han comenzado a revisar bolsillos y morrales.
―¿Acá seguido viene la Policía? –pregunto a un grupo de niños que por la altura deben ser de los mayores.
―Seguido… –me responde uno, desganado.
―Desde el plan que impulsó el Gobierno en las escuelas… –complementa otro.
El registro termina en nada, los agentes se dan por satisfechos, los jóvenes se retiran con cara de pocos amigos, y los concentrados se desconcentran. Solo yo parezco extrañado ante lo que acaba de ocurrir aquí, en el patio de una escuela que solo imparte hasta noveno grado.
De todo el país, Ciudad Barrios parece ser el lugar en el que más deprisa se ha normalizado lo anormal.
(Ciudad Barrios, San Miguel, El Salvador. Agosto de 2012)