Es pura cortesía llamar despacho a este cuartucho, pero aun así es la habitación más decorosa de todo el Cementerio Municipal de Quezaltepeque. Es un cuadrado de tres por tres metros, de paredes repelladas y grises, y con escasa luz a pesar de que son las ocho y media de la mañana. Hay una mesa, un archivo, un par de sillas y poco más. Aquí me reciben Daniel Santos, el administrador, y Emiliano Urquía, auxiliar de administración. Estamos a mediados de enero y aún no se sabe que Quezaltepeque terminará siendo un “municipio libre de violencia”, pero he venido aquí, entre otras cosas, porque quiero que me cuenten la incidencia de la tregua entre las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) en su trabajo.
—Sí se notó el cambio, porque aquí muertos así… matados podemos decirle, han disminuido bastante –me dice Santos, el que más hablará de los dos en esta entrevista.
Quezaltepeque ha sido un campo de batalla desde los noventa, un municipio marcado a fuego por la violencia que generan las maras. Su cementerio no es la excepción. Al fondo, en el muro sur, hay un gigantesco placazo de la Quezaltecos Locos Salvatruchos (QLS), la clica de la MS-13 que en esta ciudad tiene el currículum más sangriento.
El grafito es sencillo: una M y una S de unos tres metros de altura, separadas por una cruz que dentro tiene pintados un 'RIP', un 'QLS' y un aka: Piojo. Falleció el 27 de febrero de 2002 y, por su destacada ubicación, resulta fácil inferir que ha sido uno de los palabreros más influyentes de esta clica. A un costado, tres columnas con akas de pandilleros fallecidos: Smile, Sparky, Lil Crazy, Flaco, Pelón, Mariachi, Gorra… hasta veinte.
Cuando pregunto a Santos y a Urquía por el placazo, resulta evidente que rehúyen el tema. “Tal vez eso lo habrán hecho en la noche, pero aquí ahora pasa bien tranquilo; hace unos años usted no podría haber estado tomando fotos como ha estado haciendo estos días”, me dice Santos. Ninguno de los dos sabe especificar cuánto tiempo lleva el grafito que evidencia que la zona está bajo dominio de la Mara Salvatrucha. Y por supuesto, a ninguno de los dos se le ocurriría borrarlo.
—¿La tregua les ha afectado de alguna manera? –pregunto.
—Fíjese que yo tengo el control de todos los fallecidos, de todos, y ahora la mayoría son personas adultas y por muerte de Dios, digamos, muerte normal. Así, matados, pocos están llegando…
Le pido a Santos si tiene datos que avalen sus impresiones. Se gira y regresa con un viejo cuaderno manuscrito en el que aparecen los nombres, las edades y algunos datos básicos de cada una de las personas sepultadas en el cementerio.
—A ver –su dedo se desliza por el cuaderno de arriba abajo, y se detiene cuando su mirada encuentra lo que busca–, en lo que vamos de enero... mire, aquí hay uno de 23 años… De ahí tengo de 67… de 56… de 71… Este de 23 es el único joven.
Se han consumido diez días de enero y aparece un muerto joven. Le pido por favor que consulte enero de 2012, cuando el gobierno aún no había trasladado desde el Centro Penitenciario de Seguridad de Zacatecoluca a los líderes de la MS-13 y el Barrio 18, la medida que activó la tregua en marzo de 2012. Santos busca los datos en el mismo cuaderno.
—A ver… enero de 2012… Tengo uno de 25 años… Tengo este de 16 años… Tengo este de 27… de 23… de 29… de 19 años… Estos son ya mayores… 50… 68… Tengo este de 15… de 23… A este no le pusieron edad… Tengo este de 21 años… 26… aquí otro de 18 años… Aquí ya empieza febrero…
—Suficiente, suficiente.
—Aquí hoy es raro que llegue alguien joven –reitera Santos, satisfecho–. La mayoría ahora son señores y señoras mayores de 50 años.
Terminada la entrevista, recorro una vez más el cementerio. Dentro de un profundo zanjón encuentro a David (nombre falso, obvio, ahorita comprenderán), un sepulturero con el que ya había platicado en anteriores visitas. El de Quezaltepeque es un cementerio modesto, con apenas un puñado de empleados, y todos los servicios de enterramiento y albañilería los prestan personas como David, que se ganan la vida sin ser empleados municipales. Cobran 25 dólares por pasarse una mañana entera cavando un hoyo de 1.80 metros de profundidad, y 70 dólares cuando le piden uno de 2.40 metros.
Le pregunto también si ha notado que lleguen menos jóvenes, y responde en la misma sintonía que el administrador y su auxiliar.
Al poco, vencida ya la desconfianza, deja de cavar, baja la voz y me pide que me acerque.
—Yo acá me paso el día cavando porque no sé hacer otra cosa, pero de lo poco que gano aún tengo que pagar renta a esos malnacidos.
De la tregua y sus consecuencias se habla mucho –a favor y en contra– en los despachos, en las conferencias de prensa, en los platós de televisión, en Facebook, en los reportes que elaboran dizque gurús con renombre internacional. Se pontifica sin conocimiento, sin vivencia, porque casi siempre opinan quienes desconocen la complejidad del fenómeno de las pandillas, algo que conocen realmente bien quienes viven entre los pandilleros, quienes los sufren. Ellos –no los ministros, no los mediadores, no los periodistas, no los comentaristas bravucones de redes sociales, salvo excepciones– son los que mejor saben si este año de tregua es motivo para la esperanza o para la preocupación. Quizá habría que considerar incluir esas voces, las de las verdaderas víctimas, en este diálogo de sordos al que casi siempre le sobra visceralidad.
(Quezaltepeque, La Libertad, El Salvador. Enero de 2013)