—¡Deténgase, por favor!
Nuestra guía se ha sobresaltado. No hace mucho dejamos la urbe y poco a poco nos internamos en una calle ancha y polvosa, flanqueada por matorrales y pequeñas casas desvencijadas de un solo piso rodeadas por maleza, o más bien alejadas, una casa de la otra, por la maleza, verdadera dueña del lugar. Esta colonia se antoja demasiado rural para ser considerada parte de San Pedro Sula, la ciudad más importante de Honduras -más que Tegucigalpa, la capital- por su actividad industrial. Estos son los matorrales de una de las ciudades más prósperas en toda Centroamérica.
Nuestra guía nos ha mandado hacer alto porque al fin hemos llegado a la entrada de Chamelecón, una comunidadpeligrosa según la Policía. Nos ha detenido porque debemos cumplir un ritual.
—Tenemos que bajar los vidrios – nos dice nuestra guía-. Si no, van a pensar que venimos a dispararles.
A lo lejos, unos jóvenes esperan que nos acerquemos o que retrocedamos, parados sobre la acera de una pequeña casa con paredes de concreto. Ahí donde están ellos es la entrada a la comunidad, que se extiende un par de kilómetros a la redonda, bordeando un río ancho y sucio al cual la comunidad le ha robado el nombre: Chamelecón. El punto de control aquí responde a hechos pasados: otras veces han entrado picops con vidrios polarizados, y eso ha dejado jóvenes muertos. Luego la Policía identifica a las víctimas, siempre, como pandilleros del Barrio 18.
Bajamos los vidrios. Nuestra guía pide que avancemos despacio. Los jóvenes nos miran curiosos. Están serios. Uno de ellos fuma; otro entrecruza los brazos; un tercero nos apunta con el dedo índice mientras habla con alguien a través del celular. No alcanzamos a identificar entre los balbuceos qué es lo que dice, pero mientras avanzamos nuestra guía resuelve el acertijo con una certeza que se antoja contundente:
—Esos güirros (chicos) son los espías de los muchachos. Seguro han avisado que no somos amenaza.
***
En el primer piso de un restaurante ubicado en el centro de la ciudad, un grupo de mujeres hace la cola para ordenar comida. A simple vista son un grupo más, amigas que se encuentran para compartir el almuerzo. Pero es hasta después de las presentaciones, de la aclaración de dudas – ¿usted de verdad es periodista? ¿Cómo consiguió nuestros números? ¿Para qué quiere saber quiénes somos y lo que nos pasó?- que el grupo revela su verdadera identidad.
Y es hasta que subimos las gradas del restaurante, y nos ubicamos en una mesa del segundo piso, aislados del ruido y del resto de los comensales en el lugar, cuando una de ellas, entre risas, revela una interioridad:
—Usted no se fijó, pero no nos paramos para hacer la cola, para que nos identificara, hasta que decidimos que con usted, aquí, no correríamos peligro.
Esta mujer que habla con una risa nerviosa entre labios se convertirá más tarde en nuestra guía por una comunidad peligrosa de la ciudad. En esa comunidad, hace año y medio, su hermano fue torturado, secuestrado y desaparecido.
Las dos mujeres que la acompañan también perdieron a familiares en hechos distintos, ocurridos en lugares y fechas distintas, y a la fecha todavía los siguen buscando.
Antes de terminar el almuerzo, las mujeres ya han hecho un resumen ejecutivo de sus casos, de la vida de sus parientes desaparecidos y de las circunstancias extrañas que rodean sus ausencias. También han hecho un resumen de lo que hicieron el día anterior y en la mañana del día de la reunión: visitaron cementerios clandestinos y, hoy temprano, la morgue de la ciudad. Luego de andar preguntando de cabo a rabo, y ahora que están almorzando, las mujeres han cambiado a temas menos dolorosos. Entre bocados se han preguntado por sus familiares y por la salud de sus hijos. No son las mejores amigas, pero por ratos lo parece. Las une un lazo no deseado: es como si fueran las integrantes de un club que en realidad no existe (al menos no formalmente): el club de las madres, esposas, hermanas, familiares de desaparecidos de San Pedro Sula.
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El Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, una oenegé mexicana, ha señalado a esta ciudad, los dos últimos años consecutivos, como la ciudad más violenta del mundo. 2012 cerró con una tasa de 169 homicidios por cada 100 mil habitantes. Mal afamada, San Pedro Sula ha trascendido fronteras subida en sus muertes. Más recientemente, un fotoperiodista la puso en el escaparate internacional luego de retratar una pequeña escena de violencia que mereció el segundo premio del World Press Photo en la categoría “Hechos contemporáneos”. En la imagen hay un hueco, un hueco en un portón que separó al fotoperiodista de una escena de homicidio; en el hueco, una mesa de billar; debajo de la mesa, dos cuerpos tirados en el suelo; en medio de los cuerpos, un charco de sangre.
Pero si se le extirpa el drama detrás de cada escena violenta, San Pedro Sula es una ciudad plana en la que parece que el calor determine la velocidad con la que se mueve la gente. Es así hasta que llueve, porque junto a la violencia de hoy día algo que define bien a esta ciudad es su deficiente sistema de alcantarillas.
San Pedro Sula genera el 60% del PIB de Honduras y está justo al borde del precipicio desde el que las ciudades más importantes de Centroamérica intentan saltar a la modernidad, pero no logra quitarse el nudo que la ata a su clásica estampa de pueblo grande y acartonado. Cuando llueve, en el centro de la ciudad –diseñado con la tradicional cuadrícula española- lo más recomendable es alejarse de las calles y las aceras, porque San Pedro no es tan plana como aparenta. Bajo una lluvia copiosa se han visto casos de transeúntes arrastrados y de carros que flotan a la deriva debido a las fuertes correntadas.
A medida que uno se aleja del centro, en muchas de las barriadas las tuberías de aguas negras prácticamente desaparecen; y en las comunidades más apartadas, como Chamelecón, cualquiera lluvia con carácter lo empantana todo. Forma pozas, lodazales intransitables, zancuderos.
Justo eso es lo que hay frente a la casa a la que nos ha conducido nuestra guía: un charco de lodo, un zancudero.
Nuestra guía se ha bajado del vehículo y ha gritado un nombre. Después de unos segundos, al portón se han asomado las dos protagonistas de esta historia. La madre es bajita, morena y gordita. Tiene 45 años. La hija es una blanca y desenfadada chica de ojos verdes, espigada y curvilínea. Es una bonita niña de 12 años.
Después de los saludos y las presentaciones, nuestra guía le habla a la madre, que para efectos prácticos es su cuñada:
—Enséñeles adónde cayeron los disparos –le dice.
La niña a lo mejor sospecha de qué va la plática y se aburre antes de que inicie. Pide permiso a su madre para salir a jugar con sus amigos, tres niños que se han asomado a la escena, curiosos. La madre accede y la niña se escabulle en un corredor y luego regresa empujando una bicicleta. Sale a la calle, se monta, arranca y pedalea hacia la esquina de la cuadra. Sus amigos van tras ella.
La madre nos enseña cinco agujeros de bala en el portón.
Entramos.
La sala es pequeña, y frente a la sala hay una mesa de vidrio, quebrada en dos de sus esquinas. La quebraron los hombres que secuestraron a Carlos López, el hermano de nuestra guía.
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El 21 de agosto de 2011, a las 5 de la mañana, junto al canto de unos gallos, un grupo de hombres despertó a la familia López, asustándo a todos, porque los hombres golpeaban con fuerza el portón de la vivienda.
“¡Abran o tumbamos el portón!”, gritó uno de los hombres, mientras otros dos seguían meneando la lámina de la puerta. Carlos López, desencajado, desconfiado y temeroso, no supo qué hacer, y no fue sino hasta que su mujer le pidió que se asomara por la ventana de la sala y preguntara a esos hombres quiénes eran y qué querían, que decidió salir. Lo hizo. Entreabrió la puerta y preguntó a esos hombres quiénes eran y qué querían. En el cuarto, su mujer abrazaba a su hija, que también había pegado un brinco desde el colchón en el que dormía en el suelo hasta la cama en la que seguía su madre, de rodillas, espiando por una de las rendijas de la ventana.
“¿¡Quién es!? ¿¡Qué quieren!?”, gritó Carlos López, e inmediatamente recibió, de nuevo, la misma amenaza: “¡Abran o tumbamos el portón!”.
Sobre todo porque en Chamelecón hay pandilleros del Barrio 18, uno nunca imaginaría que los captores de Carlos sean esos a quienes su esposa, su hija y su hermana acusan.
Los hombres iban vestidos con uniformes parecidos a los de la Policía, con armas gruesas como las que usa la Policía, y con gorros navarone como los que usa la Policía cuando hace redadas sorpresa. En el chaleco antibalas que cargaba uno de los hombres, la mujer de Carlos López alcanzó a descifrar unas letras: DNIC. División Nacional de Investigación Criminal de Honduras.
Todo lo que ocurrió después de que Carlos abriera la puerta y de que ese comando armado entrara a la casa, provocó que la hija de Carlos López sufriera un trauma que hoy es atendido por una psicóloga. Un trauma que quizá cargará hasta el día de su muerte.
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Carlos López tenía 17 años de vivir en Chamelecón cuando fue secuestrado y desaparecido por un grupo de hombres armados y vestidos como policías. Regentaba, en el parqueo de su vivienda, una sala con cuatro mesas de billar y un pequeño expendio de cervezas. Era un líder comunitario, amigo de todos, precisamente porque su local era el único lugar de diversión para los hombres de la comunidad en unos 2 kilómetros a la redonda. En comunidades como la Chamelecón, cuando se habla de los hombres de la comunidad, hay que tener en cuenta que también estamos hablando de “los güirros”, los pandilleros.
Carlos López abría el billar de martes a domingo, de 5 a 10 de la noche. Y unas tres veces por semana jóvenes pandilleros de la comunidad llegaban al local de Carlos López para jugar, para departir, para conversar.
En Chamelecón, como en los cientos de comunidades dominadas por pandillas en toda Centroamérica, esos jóvenes se convierten en una especia de autoridad a la que no se le puede decir que no. Hay demasiado en juego. Pero por curioso que parezca, la amenaza a la integridad física de sus vecinos es algo que solo ocurre en circunstancias anormales: si la pandilla cree que un vecino o vecina tiene relaciones con la pandilla rival, o si sospecha que es informante de la Policía. Una tercera causa, también frecuente, tiene que ver con el abuso sexual hacia las mujeres jóvenes o con noviazgos forzados por la ley del más fuerte. Sobre todo si esas jóvenes no tienen a padres como Carlos López, un hombre respetado por los pandilleros, que velen por ellas.
Los pandilleros son los hijos de los vecinos que hombres como Carlos López han visto de niños y han visto crecer. Por esas cercanías y empatías, salvo lo ya mencionado, los pandilleros hacen uso de una soberanía que se camufla en la cotidianeidad de la convivencia entre los vecinos.
A Carlos López, por ejemplo, nunca lo extorsionaron. Pero una vez al mes él, a petición de ellos, y luego de una serie de negociaciones, les regalaba a los pandilleros de la 18 una caja de cervezas. Hacía los mismo para las festividades y para las fecha de cumpleaños de los miembros de la pandilla. Cumplido ese tributo, ni Carlos López ni su mujer temieron nunca un problema con los muchachos.
Si temían, en cambio, que las actividades de los muchachos los metieran a ellos en problemas. Sobre todo porque la presencia de los pandilleros de la 18 en el billar podía comprometerlos a ellos con otro bando. Uno que usa armas legales, que tiene placas de autoridad pero que en Honduras, desde hace años, es en el rumor y en la práctica una institución profundamente corrupta. La Policía.
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“¡Qué abra le digo!”. Carlos López abrió el portón, y su mujer solo alcanzó a escuchar el gemido de alguien al que le acaban de sacar el aire del pecho. Luego escuchó que una mesa de vidrio se quebraba, y rápido comprendió que habían quebrado su mesa.
La madre y la hija se abrazaron, pero al instante fueron separadas por uno de los hombres, que entró en el cuarto y con un grito les ordenó que se pararan. Mientras lo hacían, ambas vieron que Carlos López era arrastrado, por otros dos hombres, hacia la cocina, ubicada al otro lado del cuarto.
—¡Vos sos El Mope! – le gritaba uno de sus captores a Carlos López, mientras otro terminaba de esposarle las manos en la espalda.
Carlos se negaba, restregaba la cara contra el piso. Recibió unas cuantas patadas.
—¿¡Vos no sos El Mope!? ¡Pero si vos sos pandillero! – insistía su captor.
En el cuarto, la mujer de Carlos también fue interrogada, pero ella no respondía porque se había quedado como muda. A Carlos, en la cocina, le seguían dando patadas.
—¡Su nombre es Carlos López! ¡Es mi Papá, por favor dejen a mi papá! –gritó, descontrolada, la hija de Carlos, al ver que a su padre lo torturaban y que su madre se había quedado ida.
Fue hasta que el sujeto que estaba con ellas en el cuarto se acercó a la niña que la mujer de Carlos López reaccionó. Recuerda que aquel hombre casi topó su máscara contra la nariz de la niña, mientras la miraba fijo, con ojos furiosos.
—¡Mi esposo no es El Mope! –gritó ella, y luego volvió a abrazar a su hija.
¿Compasivo?, ¿intimidado?, el hombre ordenó a los dos que estaban en la cocina que sacaran a Carlos hacia el patio. Aquella mañana había en la casa de los López una sobrina de Carlos, que la noche anterior había llegado de visita. Uno de los sujetos la descubrió escondida en otro de los cuartos de la casa y la sacó también hacia el patio, jalándola de los pelos, arrastrándola.
—¡Esta güirra es pandillera! –dijo el que la había encontrado, y luego la levantó, le estrelló el cuerpo y la cara contra una pared y la tiró al suelo, boca abajo. Por último le puso una de las botas encima de la nuca. Y se quedó ahí, la bota sobre la nuca, durante un buen rato.
Ni Carlos López, que a esas alturas era un bulto impotente, ni su mujer entendían por qué pese a hurgar las pertenencias de Carlos, de darle vuelta a la casa, de no encontrar ni droga ni armas, esos sujetos seguían insistiendo en que en esa casa había un pandillero conocido como El Mope, y seguían buscando drogas, y seguían buscando armas.
Eran seis los encapuchados, con uniformes parecidos a los de los policías, con chalecos parecidos a los de los policías, que torturaron durante los siguientes 10 minutos a Carlos López frente a su mujer, frente a su sobrina, frente a su hija.
Esposado, con la cara ensangrentada besando el suelo, debajo de una mesa de billar. Es la última imagen que la hija de Carlos López guarda de su padre. Los hombres armados lo levantaron de los pelos, y pese a los ruegos de la niña y de la esposa no dejaron que se despidiera. Se lo llevaron hacia la cama del picop con vidrios polarizados en el que habían llegado. Las mujeres intentaron seguirles el paso, pero tuvieron que retroceder y esconderse detrás de una pared porque uno de los sujetos, antes de subirse al vehículo, roció el portón de la casa con una ráfaga de metralleta.
Ellas sospechan que lo hizo para evitar que apuntaran la placa del vehículo.
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Hace años, en la víspera de la navidad del 24 de diciembre de 2004, un autobús repleto de gente fue acribillado por un comando armado en una calle de la colonia San Isidro de Chamelecón. Murieron 28 personas, entre ellas siete niños.
Justo en la cresta de su campaña cero tolerancia en contra de las pandillas, el entonces presidente de Honduras, Ricardo Maduro, denunció que ese ataque lo habían perpetrado pandilleros. La Policía capturó a varios sujetos, supuestos miembros de la Mara Salvatrucha, y los acusó de ser los autores de la masacre. Al cabo de un año, un tribunal condenó a dos de esos cinco sospechosos a cumplir 822 años de cárcel. El fallo fue todo un hito en las cortes penales del país. Un éxito.
Lo curioso del caso es que diversas organizaciones de Derechos Humanos en Honduras sostienen, hasta la fecha, que no fueron pandilleros los que perpetraron esa masacre. La duda la abrió uno de los candidatos a la presidencia de la época, que eventualmente se convertiría en presidente de Honduras: Manuel Zelaya. Mel, el presidente que sería derrocado por el golpe de Estado de 2009, dijo en 2005 que detrás de esa masacre estaba al narcotráfico aliado con la Policía.
No fue la primera, ni la última vez, que se acusaba a la Policía de Honduras de estar detrás de prácticas de exterminio.
En 2002, dos años antes de la masacre, la inspectora de la Policía, comisionada María Luisa Borjas, intentó procesar a un grupo de oficiales e investigadores de la División Nacional de Investigaciones (DNIC) por su participación en una serie de ejecuciones extrajudiciales de jóvenes sospechosos de ser pandilleros o sospechosos de ser delincuentes. Uno de los líderes de este grupo de oficiales era Salomón de Jesús Escoto Salinas, que cinco años después, en 2009, sería designado por Manuel Zelaya como director de la Policía. Según las investigaciones de Borjas, ese mismo grupo era el responsable de haber organizado el secuestro de un ex ministro de Economía y de luego haber ajusticiado a los secuestradores que les colaboraron en la tarea. Al frente de este grupo, Borjas también señaló a Juan Carlos “El Tigre” Bonilla, el actual director de la Policía hondureña.
Mientras Borjas intentaba armar sus casos, fue destituida y expulsada de la corporación policial. Sin embargo, desde hace 10 años, es un referente para hablar de la corrupción policial. Ella sigue insistiendo en que entre 2002 y 2004 el gobierno de Ricardo Maduro “implementó una política de exterminio en contra de supuestos jóvenes pandilleros o delincuentes, liderada por los altos mandos de la Policía, creada, diseñada y puesta en marcha en las ciudades de San Pedro Sula y La Ceiba”.
En octubre de 2011, las acusaciones que Borjas hizo entre 2002 y 2004 resucitaron. En Tegucigalpa, la capital del país, un grupo de policías secuestró y ejecutó a dos jóvenes. Uno se llamaba David Pineda. El otro era Alejandro Castellanos, el hijo de la rectora de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, Julieta Castellanos.
El crimen sacudió al país porque en menos de dos semanas se supo que la cúpula policial había intentado encubrir el crimen. Sacudió al país, además, porque el crimen logró que Honduras reconociera, por fin, que Su Policía no solo tiene una fuerte propensión hacia la corrupción y una relación estrecha con el crimen organizado, sino que, además, tiene en sus filas a asesinos.
El caso de Carlos López es uno más entre otro centenar de casos de desaparecidos o ejecutados en todo el país. Una amiga de nuestra guía, otra miembro del fúnebre club de madres, esposas y familiares de desaparecidos en San Pedro Sula, perdió a su esposo, Reynaldo Cruz, luego de que un comando armado, a bordo de un picop polarizado, lo secuestrara en una calle transitada de la ciudad. Ella y su esposo iban a bordo de un microbús del transporte colectivo cuando el picop se atravesó en el camino y le dio el alto. Del vehículo se bajaron unos hombres encapuchados que encañonaron a todos los pasajeros, bajaron a Reynaldo, le cubrieron el rostro con un saco de tela, lo metieron al picop y se lo llevaron. Sigue desaparecido. Los hombres vestían como policías de la DNIC: ropa sport, chalecos antibalas, gorros navarone.
Reynaldo, al igual que Jorge López, regentaba un billar en su colonia, La Planeta, otro de los suburbios más importantes de Honduras y, según las autoridades, la colonia más conflictiva de la ciudad por la fuerte presencia de pandilleros en ella. En el último año, antes de su secuestro, Reynaldo había sido acusado por los policías que patrullaban La Planeta de proteger a pandilleros. En realidad, Reynaldo era el líder de su comunidad, regentaba un billar, recibía a todo tipo de clientes, y su trato con los jóvenes de la comunidad, pandilleros o no, respondía a su trabajo como promotor de limpieza y recreación de la municipalidad. De esos altercados con la Policía la familia incluso tiene una fotografía, movida, que un vecino tomó cuando en una redada policial en el billar un grupo de agentes intentó llevarse a Reynaldo. Del secuestro el único testigo que ha quedado, el único que quiere recordar que sucedió, es su mujer, una desesperada madre de tres hijos, que ha abandonado su casa y se ha refugiado en las afueras de la ciudad, en casa de unos amigos.
Comandos armados. De eso habla todo mundo en Honduras, sobre todo en San Pedro Sula, últimamente. El domingo 17 de febrero de 2013, Óscar Ramírez, un joven de 17 años, hijo del penúltimo director de la Policía -hay alta rotación en el cargo-, fue asesinado en una lujosa colonia en las afueras de Tegucigalpa por un comando armado. Su padre, Ricardo Ramírez del Cid, el ex director de la Policía, ha pedido que se investigue al actual director policial, Juan Carlos Bonilla, por su posible vinculación con el crimen.
Juan Carlos Bonilla, “El Tigre”, el mismo oficial que hace 10 años fue acusado por María Luisa Borjas de dirigir a un grupo de policías que ajusticiaban a presuntos delincuentes en la ciudad de San Pedro Sula.
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¿Por qué San Pedro Sula es la ciudad más violenta del planeta? ¿Por qué Honduras es el país más violento del planeta? Es casi imposible dar una respuesta contundente, pero lo cierto es que hoy día hay una pregunta más apremiante para tratar de entender el drama de las víctimas en este país. ¿Cómo se vive en un lugar donde se desconfía de todos, hasta de la misma Policía? Las respuestas, hoy día, apuntan a un solo culpable que, dicen, ha desconfigurado todo: ha convertido en poderosos a los malos y en malos a los buenos. Y aunque cuando hablan de este culpable los expertos se refieren a San Pedro Sula, las respuestas bien podrían explicar lo que ocurre en todo el país, en el oriente, en la costa atlántica , en el occidente.
Dice Migdonia Ayestas, directora del Instituto Universitario en Democracia Paz y Seguridad, una oficina adscrita a la Universidad Nacional de Honduras desde donde se coordina un observatorio de la violencia auspiciado por Naciones Unidas:
—No hay una completa investigación criminal que explique las causas y motivos de esta violencia. Pero los datos de los móviles preliminares que dan las autoridades apuntan a que detrás de este despunte está la narcoactividad que viene de Suramérica y pasa por Centroamérica.
Dice Elvis Guzmán, vocero de la Fiscalía de San Pedro Sula:
—El sicariato, el narcomenudeo, la participación de las pandillas relacionados o no con el crimen organizado son parte del gran problema del narcotráfico. Y eso no lo podemos negar. Ese es el problema actual: el narcotráfico. Aquí eso (el narcotráfico) se maneja mucho.
Dice el comisionado Amílcar Mejía Rosales, jefe de la Policía en San Pedro Sula (recién trasladado desde Tocoa, uno de los departamentos donde se descarga más droga proveniente de Suramérica, y un departamento en el que también se libra una batalla por la tierra entre campesinos y guardias de terratenientes):
—Honduras es el país de Centroamérica más vulnerable por el tránsito de droga de Sur a Norte. Y le voy a explicar esa vulnerabilidad: como los grandes narcotraficantes están pagando la logística de almacenaje y transporte no con billetes, sino con droga, la pelea entre los narcomenudistas locales por territorios y mercados está haciendo que los homicidios se disparen.
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Desde la desaparición de Carlos López, ocurrida hace más de 16 meses, a su mujer siempre se le viene la cabeza algo que para ella no termina de tener sentido: ¿Por qué el comando que irrumpió en su casa insistía en preguntar por droga, por armas, por un pandillero al que evidentemente no conocían, cuyo rostro no habían visto nunca? Trata, sin embargo, de no dar muchas vueltas a ese asunto. Le interesa más, porque está convencida de que quienes se llevaron a Carlos fueron policías, que alguien le diga dónde está su marido, vivo o muerto. O que alguien señale a quienes lo desaparecieron.
A la fecha, ni la Fiscalía de Derechos Humanos en Honduras ni la Policía tiene conclusiones sobre las desapariciones de Carlos López, Reynaldo Cruz o los otros tres desaparecidos por los que clama el club de los familiares de desaparecidos de San Pedro Sula.
Antes de despedirnos, la madre y la hija nos acompañan a un terreno baldío ubicado a unos 500 metros de su casa. Es un patio de unos 25 metros cuadrados. Atada a unos árboles y enrollada entre los alambres de púas de una cerca, resalta en ese lugar una cinta amarilla con la leyenda “no cruzar” impresa en ella.
Hace tres días, en ese lugar, la Policía ha encontrado un cementerio clandestino. Se supone que hay al menos tres cadáveres enterrados aquí, supuestas víctimas de la pandilla Barrio 18. En el trayecto, la hija de Carlos López ha estado callada, absorta en sus propias cavilaciones. Pero cuando llegamos a este patio, deja suelto un comentario:
—¡Ju! A saber cuántos pedazos de gente van a encontrar ahí…
Un día después, los forenses encontrarán en el lugar un cuerpo que no será el de Carlos López.
Mientras esperamos al chófer que nos sacará de Chamelecón, la madre pregunta:
—¿La embajada de Estados Unidos dará asilo a gente como nosotras?
Teme que quienes se llevaron a Carlos regresen por ellas. Teme por su hija. Una joven bonita en un sector de pandillas, sin la protección de un padre al que todos le tenían respeto, preocupa a su madre.
Antes de partir, un picop de la Policía nos alcanza. Vienen del cementerio clandestino. Cruzamos la mirada con los agentes. Van serios. Los ojos de la niña se llenan de toda la furia de la que es capaz una niña de 12 años.
—Ahí van esos malditos –susurra cuando el picop ya se ha alejado.