Rosa María Coreas era una joven de extracción humilde, madre de una niña de nueve años y de un niño de seis, residente en una modesta lotificación en las afueras de San Miguel, junto a la línea férrea. Bajomundo en estado puro, ciudadanía de segunda, una de esas vidas que la conciencia colectiva salvadoreña parece considerar prescindibles. La asesinaron de dos balazos en la cabeza el viernes en la tarde, la antesala de un fin de semana de pago, cuando en las redacciones de los periódicos la principal preocupación es elegir dónde y con quién tomar las polarizadas. Rosa María lo tenía todo para ser una cifra más, un número en el reporte mensual de homicidios de la PNC, si acaso tres o cuatro líneas en una nota que consolidara los seis, siete u ocho asesinatos del día.
Sin embargo.
El sábado se supo que Rosa María era la esposa de Gustavo Adolfo Parada Morales (a) El Directo, el pandillero que en 1999 paralizó la agenda informativa nacional, aquel joven de 16 años al que periodistas y autoridades llamaron enemigo público número uno. Por eso, cuando se conoció su identidad, La Prensa Gráfica se apresuró a publicar Asesinan a esposa de pandillero “El Directo”; y El Diario de Hoy, Asesinan en San Miguel a esposa de “el Directo”.
Como sociedad, como periodistas, apenas nos importa que asesinen a Rosa María, pero sí nos interesa que maten a la esposa de El Directo.
Tuve la suerte de conocer a Rosa María. Hable mucho con ella, mucho. Y sí, era la esposa de El Directo, pero también era la madre de Mayra y de Andy, la hermana mayor de Omar, la prima de Jonathan, la nieta de Rosa... Rondaba los 30 años, migueleña, de piel morena y cabellera larga y lisa y negra, de sonrisa eterna y trato afable y, lo más importante, con una inequívoca determinación por criar a sus hijos lejos del submundo de las pandillas del que ella, sin haberlo pretendido nunca, formaba parte. “Yo quiero estar lo más lejos posible de ese mundo, de esa gente”, me dijo una de las últimas veces que platiqué con ella, en mayo. Antes que esposa, Rosa María era madre, una madre que trataba de hacerlo bien. Andy y Mayra lo saben, sobre todo Mayra. Ellos eran sus confidentes.
Dentro de 10 años, quién sabe, Mayra y Andy quizá busquen en Google sobre su madre, y encontrarán las noticias que consignan su asesinato, esas en las que la definen como un apéndice de El Directo. Y quizá lean los vergonzosos comentarios que docenas-cientos de salvadoreños ejemplares hicieron en la redes sociales. Salvadoreños ejemplares que, desde la residencial amurallada en la que viven, alejados del bajomundo, hablan sobre las maras como si fuera un fenómeno ajeno a la sociedad de la que forman parte. Salvadoreños ejemplares como Sergio Andrés Villalonga, que leyó el titular de la noticia del asesinato y comentó en Facebook: “Q bueno”; o como Eliza Rodríguez, que escribió: “Esa si es NOTICIA una RATA menos que era complice de ese MARERO, Sigan eliminando a todos los parientes de los marosos para que se acaben de una buena véz...”; o como Ricardo Peñate, quien no tuvo reparo en escribir esto: “La hubieran quemado viva ala puta esa”; o como Josué Iraheta: “Un parasito menos!!! Bienvenida al infierno le ha de haber dicho don sata jajajajaja”; o como Roberto Salazar, quien se despachó así: “Marero y pariente que le tolera, ambos son estorbos en este mundo!”. Salvadoreños ejemplares que se creen por encima del bien y del mal, pero que con su odio y su ignorancia contribuyen a que esta sea una de las sociedades más violentas del mundo. Y lo más triste es que ni siquiera son conscientes de ello.
Descanse en paz Rosa María, una madre.
Mayra y Andy, pobres, ahora la tendrán más difícil todavía.
(San Miguel, El Salvador. Septiembre de 2013)