Día de pago
Por Roberto Valencia
El microbús lo abordaron en Apopa, a la salida del Pericentro. El viaje por la Troncal de Norte, otras veces interminable y tedioso, duró poco más que un chasquido en esta ocasión. Aunque la misión era de las rutinarias, recoger la renta en el punto de buses de la Ruta 4, seis largos años en las calles habían enseñado a Poison a no confiarse nunca. Lo acompañaba el Colocho, un niño de 12 o 13 años que apenas comenzaba a caminar con la pandilla. Poison tenía 15 años recién cumplidos, y era de largo el veterano de aquella misión.
En el trayecto se fueron sentados juntos, pero apenas intercambiaron palabra. Al llegar al retorno del kilómetro 5½, bajaron del micro y cruzaron la calle tan rápido como el tráfico lo permitió; la parada estaba en la entrada a la colonia Montecarlo, cancha del Barrio 18, y no cargaban arma alguna; así lo había decidido Charlie, el palabrero.
Poison –metro y medio escaso de altura, ojos grandes y sonrisa generosa, cara de niño bien portado– era el segundo de seis hermanos. Nacido en un hogar deshecho, él se había tirado a la calle a los 9, y estuvo años vagando antes de que la seductora Mara Salvatrucha-13 se cruzara en su camino. Tras un chequeo corto –menos de seis meses– en los que demostró disciplina, iniciativa y sangre fría para matar, lo brincaron en la primera semana de abril. De hecho, cuando la noche anterior el palabrero le ordenó ir a cobrar la renta, le vino el impulso de decir que mejor que fuera otro, que él estaba para pegadas mayores, pero prefirió mostrarse respetuoso y sumiso.
La avenida Juan Bertis estaba vacía cuando la embocaron. Como les habían advertido, al fondo vieron el montón de autobuses Bluebird de la Ruta 4, a ambos lados de una cruzcalle. Poison repitió al Colocho en voz baja las instrucciones: preguntar por Alfredo, recibir el pisto, contarlo y desandar el camino. También le pidió que caminara delante.
Un joven descamisado enjabonaba las llantas de la primera unidad parqueada que se toparon al llegar al punto. “El señor Alfredo, ¿dónde está?”, preguntó el Colocho. El joven respondió con una mirada hostil y un movimiento de cabeza, una invitación a que miraran al otro extremo. Un hombre con un brazo en alto les hacía señas. El Colocho se encaminó hacia él. Poison iba unos cinco pasos detrás.
―¿Los manda Charlie? ¿Vienen por esto? –el hombre elevó la voz cuando estaban a medio camino, mientras con una mano agitaba un sobre doblado.
A unos diez metros, Poison vio la cara de Alfredo, su juventud y sobre todo sus maneras, y sintió que era una encerrona. Es la jura, pensó. Dejó que el Colocho fuera hacia el sobre, pero Poison giró y comenzó a caminar deprisa para alejarse. Fue en vano. Dos policías vestidos de civil salieron de entre dos unidades sobre su improvisada ruta de huida. Ni siquiera hizo el amago de correr.
Dos meses y medio después, en julio de 2009, el Juzgado Primero de Menores de San Salvador impuso a Poison una medida de cinco años de internamiento, que comenzó a cumplir en el Centro de Inserción Social de Tonacatepeque, donde le esperaban más de 300 homies de la Mara Salvatrucha-13, la que él consideraba su familia. De alguna manera terminar allí para él era un orgullo.
(Ciudad Delgado, San Salvador, El Salvador. Abril de 2009.)