Las rutinas del agente Lemus
Por Roberto Valencia
Dos pandilleros detenidos con diez libras de marihuana era buen saldo para una jornada de trabajo, pero el joven agente Lemus estaba colérico y quería más. Quería el nombre del dealer; al menos eso es lo que dijo a los compañeros que llegaron después para justificar que no llevaría a los detenidos de un solo a la delegación. El enojo del agente Lemus tenía su razón de ser: durante la persecución, el carro que manejaba había estado a punto de empotrarse contra un poste de la luz. La vio realmente cerca.
Subieron a los pandilleros esposados en el vehículo y los llevaron al pasaje de siempre, cerca de la terminal de buses. El interrogatorio fue más violento que de costumbre: puñetazos, pechadas, halones de cabello, codazos, patadas, patadas, patadas. De los dos policías, el agente Lemus era el que llevaba la batuta. La experiencia acumulada en situaciones similares pronto le hizo ver que no le dirían el nombre que buscaba, pero eso no hizo sino ensalzar su furia. La excusa para continuar la tortura fue que quería que los pandilleros renegaran de la Mara Salvatrucha, que dijeran que su pandilla era basura. No lo consiguió. Solo se dio por vencido cuando a uno de ellos –esposado, magullado, arrodillado, indefenso– le dio tal patada en la boca que les sacó tres dientes en una bocanada de sangre. El joven quedó inerte en el suelo.
El agente Lemus sintió como estrenadas las botas nuevas que la Policía Nacional Civil le había entregado aquella misma semana.
Ocurrió en la ciudad de San Miguel algún día de 1998, inicios de 1999 quizá. Lemus, un agente asignado al Servicio de Emergencia 121, no se esforzó por memorizarlo. Nadie memoriza las fechas de la rutina.
(San Miguel, El Salvador. 1998)