Crónicas y reportajes / Violencia
Un teleférico para olvidar a Pablo Escobar

El Medellín de hace 20 años en nada se parece al de hoy. Cuando el narcotraficante Pablo Escobar reinaba, hubo años en que la capital de Antioquia tuvo tasas de hasta 381 homicidios por cada 100 mil habitantes. Cinco veces la máxima tasa de El Salvador en la posguerra. Medellín fue alguna vez la ciudad más violenta del mundo, pero ya no. ¿Encontró la clave para reducir la violencia?


Fecha inválida
Daniel Valencia Caravantes

 

En el barrio Los Olivos, de Medellín, hay un punto de autobuses y taxis y un supermercado y un riachuelo que atraviesa una avenida y separa a otra, dejando en un extremo -el extremo anónimo- a un puñado de casas de dos plantas, levantadas sobre el inconfundible ladrillo rojo que adorna a la mayoría de las edificaciones de la ciudad. Del otro lado del riachuelo, ornamentado con puentes de madera y barandales de bambú, hay una casa de tres plantas que ha sido modificada por sus nuevos inquilinos. Es la casa 45-94, y para llegar a ella la referencia es un grafito pintado en el muro del costado: un círculo que sobresale en el centro de una nebulosa de celestes, blancos, negros y morados. En una de las esquinas, el autor anónimo escribió: “la ciudad es una mierda con olor”. Rosendo, un lugareño del barrio, con la compra en las manos, se detiene frente al mural y luego apunta con los ojos hacia la puerta de la casa, adornada con dos grandes macetas en la entrada. “¡Es esa!”, dice. “Ahí capturaron a Pablo Escobar”.

Rosendo tiene razón y a la vez no la tiene. Al menos esta fachada no es la que se aloja en los recuerdos. Hace 20 años, seis militares armados y tres policías vestidos de civil –todos miembros del Bloque de Búsqueda- posaron para una cámara que captó esto: nueve hombres armados celebraban, dientes al aire, la captura del capo de la droga más célebre de la historia. Los policías posaban sobre un techo de lajas quebradas y rodeaban un cuerpo inerte. Un hombre con barba, camiseta negra y jeans, la cara y el brazo izquierdo bañados en sangre. La barriga y el ombligo al descubierto. Un final para el capo. Y quizá también el comienzo del fin para la historia de violencia de la ciudad.

Desde que la fuerza pública aniquiló a Pablo Escobar, los homicidios en Medellín no han hecho otra cosa que caer en picada. Es como si la sangre del capo hubiese sido la ofrenda que la ciudad necesitaba pagar para salir del abismo negro en el que se hundía por la guerra del narcotráfico. Sin embargo, el Medellín de ayer -con más de 6 mil asesinatos al año- no se convirtió en el Medellín de hoy de la noche a la mañana. Lo que sí es cierto es que la era de la ciudad más violenta del mundo acabó cuando Pablo Escobar fue abatido por sus captores, en noviembre de 1993. Y también es cierto que 20 años después ha salido de las listas de ciudades más violentas y registra una tasa de 38 homicidios por cada 100 mil habitantes. Una tragedia aún, pero de dimensiones mucho menores.

El último escondite de Pablo Escobar ahora es una construcción de tres pisos en medio de una hilera de casas que desembocan en una esquina que se asemeja a la punta de una flecha. Al otro lado de la flecha, está la pequeña casa cuyo patio colinda con el último refugio del capo. Sobre el techo de esta casita vecina fue abatido Escobar cuando intentaba huir, armado. A un lado de esta vivienda, una vecina se asoma al balcón, ubicado en el tercer piso. Lleva camisón. “¡Yo no vivía acá para esa época!”, grita desde el cielo y luego desaparece en medio de unas persianas.

Bajo el techo donde quedó su cuerpo ahora hay una oficina de turismo. Camila, una anciana de la cuadra, que ha escuchado el grito de su vecina, dice: “Ella sí vivía aquí, como todos nosotros, pero no le gusta hablar con periodistas. Ayer anduvieron por aquí unos alemanes y nada. Ella no alcanzó a salir cuando vino el operativo. No sé si vio, pero seguro sí lo escuchó todo, cierto, si vivía ahí tan cerquitica”.

—¿Y cómo fue el operativo?

—Mire mi’jo: es que esto estaba lleno de policías y militares y prensa. Parecía un hormiguero. En mi vida había visto yo tantos hombres armados y tantas cámaras juntas.

—¿Ustedes sospechaban que aquí se escondía Pablo Escobar, que era su vecino?

—¡No, mi’jo! ¿Uno que iba a andar sospechando que el hombre, con toda esa riqueza suya, terminaría por estos lados?

—Hay quienes dicen que tras la muerte de Pablo Escobar, Medellín cambió, que se hizo más segura.

—¡Pues es que eso es cierto! Ese hombre nos había metido a todos en su guerra. Antes las noticias solo hablaban de estallidos, cochebombas , ajusticia’os, pica’os, desaparecidos, pero ahora está como más calma’o todo, cierto.

—¿La ciudad es más segura?

—Yo pienso que si uno no está metido en nada, nada le va a pasar. Por ejemplo: ahora se escucha de algunos maluquitos allá en las comunas, cierto. Allá como que sí está peligrosa la cosa.

Lugar en el barrio Los Olivos de Medellín en el cual murió el capo Pablo Escobar. Foto Daniel Valencia
 
Lugar en el barrio Los Olivos de Medellín en el cual murió el capo Pablo Escobar. Foto Daniel Valencia

* * *

Medellín es como una metrópolis en evolución. Es una ciudad imponente sembrada en el Valle del Aburrá, en la cordillera central de los Andes. 3.5 millones de personas cohabitan un espacio lleno de contrastes. Hay zonas lujosas, ricas y vivas, plagadas de condominios, centros comerciales y novedad. El Poblado, por ejemplo, una de las zonas más exclusivas, está diseñado de tal forma que lujosos edificios y centros comerciales conviven con zonas boscosas y riachuelos. Pero basta con subirse al metro, recorrer la ciudad, para darse cuenta de que en las afueras, sembradas en las cadenas montañosas, hay un sinfín de comunidades que poco a poco han devorado los cerros. Estas favelas son como volcanes hechos de ladrillos rojos, en los que habitan seres humanos con ansias de encontrar un tesoro perdido en Medellín. En la punta de esas colmenas, allá donde es más alto, más cerca del cielo, el ladrillo desaparece y da paso a los tablones, al bahareque. Desaparecen las tejas y gobiernan los techos de lámina. En Medellín, los que viven más arriba de los cerros casi siempre son los que acaban de llegar, los más pobres y vulnerables, que contemplan hacia abajo un manto rojo que pareciera no tener fin.

En 2004 se inauguró un sistema de transporte llamado “Metrocable”. Es un teleférico que sube y baja y atraviesa los picos más altos de la ciudad, allá donde viven los más pobres, para que estos puedan subir y bajar de las montañas –y dirigirse a sus trabajos- sin mayor contratiempo.

Es sábado y el sol del mediodía ha dado paso a una helada llovizna. Jairo, un joven originario de Bello (municipio vecino de Medellín) me acompaña en una góndola de la línea hacia San Javier. Avanzamos lento sobre los techos de la Comuna 13, uno de los puntos más conflictivos según la Policía, las oenegés que monitorean la violencia y la Alcaldía.

El Metrocable, en esencia, está diseñado como un medio de transporte pero no para servir a un destino turístico. Conecta a las barriadas que hay en las puntas y en las faldas de los cerros con el metro que atraviesa a la ciudad. Lo práctico y formal, sin embargo, no le impide a los turistas la oportunidad para tomar fotos desde las góndolas, a sabiendas de que el viaje es de ida y vuelta hacia el metro, que no hay que salirse del circuito del sistema integrado de transporte, custodiado en cada estación por cuatro policías. Es como un turismo de pobreza: “venga y contemple a los pobres desde los aires, pero si se baja de la estación lo hace bajo su propio riesgo”.

Jairo tiene a una mujer y a un hijo en la Comuna 13. Y hoy dice que los visita a contrarreloj. Son las 3 de la tarde. “Y tengo que salir antes de las 5”. Le pregunto por qué y Jairo se acaricia las manos, como si se tapara los tatuajes que porta en las muñecas.

—Eso es muy peligroso para mí. Vea’ermano: yo no soy de aquí. Aquí soy un extraño, cierto, y aquí a los combos no le gustan que anden extraños en sus territorios.

Los “combos” son grupos de jóvenes armados que controlan territorios en las comunas de Medellín. Controlan “la vacuna” (extorsión), el narcomenudeo y las rutas de transporte. La prostitución y las casas de vicio (cantinas, billares, bares, discotecas). Responden a patrones o cuchos, que a su vez están ligados a las grandes estructuras criminales del Valle del Aburrá. Las dos principales son La Oficina de Envigado (o el remanente de la gran estructura narcoterrorista que alguna vez gobernó Pablo Escobar); y Los Urabeños, paramilitares con presencia en 22 departamentos del país, dueños de las rutas por donde se envía la droga vía mar hacia Centroamérica. La ciudad está dividida administrativamente por 16 comunas y cinco corregimientos, pero la estigmatización de “las comunas” está asociada a aquellos sectores en donde hay combos con influencia y poder. Comuna 13 es de las más famosas.

Jairo saca de una mochila la ropa que le ha comprado a su hijo. Una camisa azul de cuadros y un pantaloncillo con cincho café. Tiene dos años el niño. Luego del visto bueno que andaba buscando, la guarda. Estamos por llegar al final del recorrido, a la estación en la que él se bajará, en la cima de la montaña.

—Si usted quiere entrar ahí consígase un contacto’ermano. Usted solo no suba. Eso es muy peligroso’ermano –aconseja, antes de despedirse.

A la salida de la estación lo espera una mujer y un niño. Jairo desaparece entre la muchedumbre mientras la góndola gira para iniciar el descenso.

Vista desde el interior de una góndola del Metrocable. Foto Daniel Valencia
 
Vista desde el interior de una góndola del Metrocable. Foto Daniel Valencia

* * *

Francisco, Jefferson y Yeisón vivieron en la Comuna 13, un territorio de 7 kilómetros cuadrados con pocas planicies y muchas cumbres. Más de 130 mil personas habitan en Comuna 13, y el sábado 23 de noviembre de 2013 muchos, como Francisco, Jefferson y Yeisón salieron en la noche para departir entre amigos.

Yeisón Potosí Vallejo, el mayor del grupo, tenía 22 años. Era inseparable de Francisco Nanclares, de 20. A las 9 de la noche llegaron a un comedor en el barrio La Independencia #2. Pidieron una orden de papas fritas cada uno y la acompañaron con gaseosas. Media hora más tarde se les unió Jefferson Montaño, un joven de 18. Un vecino. Un conocido. Yeisón y Francisco lo invitaron a comer y tras varios ruegos, Jefferson aceptó. Hay quienes sabían en La Independencia que Yeisón y Francisco eran maluquitos, integrantes del combo de la zona. Los dos eran cobradores de la vacuna en el territorio y vendedores de perico. Jefferson por eso dudaba de aceptarles la comida, y hubiera sido mejor para él si hubiera rechazado la invitación.

A las 10 de la noche, mientras los tres jóvenes departían, y un grupo de niños jugaban a perseguirse cerca del comedor, dos sicarios se acercaron al grupo, sacaron sus pistolas y las descargaron contra los jóvenes. Los vecinos contaron 30 detonaciones antes de que los sicarios huyeran dando brincos –hacia abajo- sobre unas escaleras. Yeisón y Francisco murieron en el lugar. A Jefferson, que nada debía -según sus vecinos era un buen estudiante y buen hijo- una bala le alcanzó la cabeza, y los médicos de la clínica León XIII le diagnosticaron muerte cerebral en la madrugada del domingo. Murió al mediodía.

Esta historia me la cuentan Gaviota y Beatriz, dos lideresas de la Comuna 13, a una cuadra del núcleo central de Las Independencias. Oscurece y llueve, pero eso no impide que en la esquina de la calle, en una chicharronera, un grupo de jóvenes arranque con una fiesta de viernes por la noche. Una canción de La Gran Banda Calena alegra la cuadra: “Así te quiero yo: con el más puro amor; con el más puro amor, así te quiero yo”.

Gaviota es una señora negra, hermosa y de voz fuerte. Va de falda larga y pañuelo de colores adornándole la cabeza. Beatriz lleva lentes, sandalias y un pasarríos café. Tiene canas. Parece una abuela. Las mujeres se intercalan la narración de la muerte de los jóvenes y de la historia de los últimos 30 años de la Comuna 13. Hablan de las tomas de las milicias guerrilleras de principios de los ochenta, y del reinado que tuvieron hacia el final de los noventa. De las masacres y vejaciones que cometían, sobre todo al final de su reinado, cuando sospechaban que cualquiera era sapo, orejas del gobierno de Álvaro Uribe. Luego cuentan que Uribe quiso acabar con las milicias guerrilleras, y pactó con los paramilitares para erradicarlas. Eso cuentan ellas, incrédulas de la versión oficial.

—Primero entraron los paracos abriendo fuego. Se repelían, y luego daban entrada a la policía y a los soldados. ¡Pero nosotros los vimos! ¡Se lo juro! –dice Gaviota.

La versión oficial habla de un operativo llamado “Orión”, que en mayo de 2002 desplegó a las fuerzas armadas, fuerza aérea y policía nacional en la comuna para erradicar a las milicias urbanas de las FARC.

Más de 10 años después de ese operativo, un centenar de familias en Medellín siguen denunciando que el gobierno de Colombia, en alianza con las Autodefensas Unidas de Colombia (paramilitares) hizo una masacre en Comuna 13. Arrasaron con población civil bajo el argumento de perseguir a la guerrilla. Hay un sector conocido como La Escombrera (en el que se depositan toneladas de ripio), en donde se presume hay fosas con más de 300 civiles masacrados en ese operativo.

Beatriz, que perdió amigos y vecinos asesinados por las milicias de las FARC; que sufrió a una nieta a la que una bala de los paramilitares de Orión la ha dejado con problemas en la columna; que todavía llora a un hijo de 16 años asesinado por los combos, resume la historia de las comunas en Medellín con el círculo vicioso que afectó a la suya:

—Esta es la de no acabar. Vea: primero fueron las milicias, luego vino Orión, y Orión lo que hizo fue que se instalaran acá los paramilitares. Después vinieron las desmovilizaciones de los paracos, y esa gente, que nunca entregó armas, lo que hizo fue fortalecer a los combos.

Gaviota, que desde hace 25 años lidera a mujeres para que reclamen sus derechos humanos en la comuna; que también perdió amigos a manos de las milicias; y que ha sufrido cuatro asesinatos en su familia (el último: un hijo, asesinado a manos de un líder del combo que domina en “la 13”), dice que ya está cansada.

—El miedo se me ha acrecentado en mi ser y yo ya no vuelo como volaba. Vea: yo volaba como pájaro, un cenzontle cantando y volando, pero ahora mi vuelo es con miedo. Y sin embargo sigo volando, pero me da mucho miedo.

* * *

Un año después de la Operación Orión, las Autodefensas Unidas de Colombia iniciaron un proceso de desmovilización, luego de un diálogo y negociaciones con el gobierno de Álvaro Uribe. La primera en anunciar su desmovilización fue el Bloque Cacique Nutibara, liderado por Diego Fernando Murillo “Don Berna”, un exintegrante del cártel de Medellín de Pablo Escobar, un hombre que tras la muerte del capo escaló en lo más alto de la estructura criminal del Valle del Aburrá, hasta convertirse en uno de sus líderes. Hay quienes incluso hablan de que el descenso de los homicidios en Medellín se debe también a los pactos o treguas impuestas en el reinado de Don Berna, extraditado a Estados Unidos por cargos de narcotráfico en 2007. A ese proceso le llaman “DonBernabilidad”. José Fernando Quijano prefiere “Paratranquilidad”, porque Don Berna era un paraco.

Quijano es un exguerrillero convertido en administrados de empresas, líder de la Corporación para la Paz y el Desarrollo de Medellín, una oenegé que vive de monitorear la violencia y de denunciar, con nombre y apellido, las acciones de los combos y ligar a X combos a Y estructura criminal. Hay quienes dicen que Fernando Quijano es demasiado crítico y beligerante, pero eso no impide que sea un actor con voz y peso siempre que alguien quiere entender la violencia en Medellín. Se la pregunta por escenarios pasados y actuales. Siempre que hay un muerto en alguna de las comunas, a Quijano se le consulta qué sabe o qué le han contado. Siempre que se dan reportes de personas desaparecidas también. Nuestra entrevista, en la sede de Corpades, en el centro de Medellín, será interrumpida en tres ocasiones por periodistas locales que llegarán a pedirle una reacción por los tres asesinatos registrados en la Comuna 13.

La información y la opinión que presume Quijano vale su peso en amenazas y atentados. En 2005, Don Berna ordenó su asesinato, según reportes de la época. En 2012, la Oficina de Envigado (o lo que queda de la estructura que gobernó Pablo Escobar) le puso precio a su cabeza: 250 millones de pesos colombianos (actualmente equivalen a unos 122,000 dólares). En 15 años, sicarios han asesinado a 14 colaboradores de Corpades y detonado dos granadas en la fachada de la oficina. No hace mucho, un niño que repartía periódicos llegó hasta la puerta de la casa de Quijano, en su bicicleta, se paró, sacó una pistola y le disparó. Quijano, que en ese momento iba saliendo de casa, se salvó gracias a que sus escoltas impidieron que el niño apretara el gatillo una tercera vez. También porque el niño estaba demasiado nervioso, y ninguno de los dos tiros previos alcanzaron a este hombre pequeño y de cabeza grande. Me cuenta la historia uno de sus antiguos escoltas, un moreno robusto, de bigote, en una casa de artes para jóvenes en Envigado, la tierra natal de Pablo Escobar, ahora conectado a Medellín no solo por carretera sino también por el metro. Al fondo del cafetín en el que tomamos un refresco los jóvenes han pintado un mural. Es una burla para el capo. Es el rostro de Pablo Escobar que anuncia esta leyenda: “Piense… estallar pólvora; qué visaje (tontera)”. En esta región se respira otro tiempo.

Desde la balacera, en la Comuna 13 se temió el inicio de una nueva guerra entre combos. Y cuando las guerras entre los combos se calientan, se activan fronteras invisibles, y todos los que las crucen son blancos. En el pasado, cuando las cosas se han puesto calientes, los periódicos en Medellín incluso han reportado incrementos en la deserción escolar en las zonas en conflicto.

Hacía mucho tiempo que no corría sangre en la Comuna 13. No es que la gente dejara de matarse en Medellín o en las comunas, pero lo cierto es que las estadísticas para 2013 comenzaron a descender desde julio de 2013, cuando gente como Quijano anunciaron que había una tregua entre La Oficina y los Urabeños. La llamaron “el pacto del fúsil”. En mayo, las autoridades registraron 93 homicidios; en junio, 82. En julio, mes en el que supuestamente ocurrió la tregua, la cifra cayó a 59, para luego subir a 67, en agosto, y mantener una tendencia a la baja para el resto del año. En octubre, por ejemplo, las autoridades celebraron que en 16 días no se había registrado ni un solo homicidio en la ciudad.

Antes del pacto del fusil ocurrieron en Medellín dos hechos curiosos. A inicios de marzo, la ciudad fue bautizada como “ciudad innovadora” del planeta. El Urban Land Institute, una oenegé con sede en Washington D.C., premió a Medellín en un concurso patrocinado por The Wall Street Journal y el Citigroup. Los paisas, que competían por el puesto con la ciudad de New York y Tel Aviv, destacaron por ser pioneros en una apuesta calificada como “acupuntura urbana”, un concepto que engloba una fuerte inversión social para el desarrollo de las comunidades (en infraestructura, educación, servicios básicos, transporte y promoción cultural); y la recuperación del espacio público antes dominado por el crimen.

—¿Sabe qué pasaba justo cuando estaba concediendo ese premio? En las comunas los combos recibieron ese premio traqueteando los fusiles’ermano. La Oficina y Los Urabeños estaban en guerra’ermano –dice Quijano.

15 días después del galardón a Medellín, la ciudad y el gobierno central se alarmaron por un alza de los homicidios en el primer trimestre del año. La Oficina estaba en abierta disputa por el control de los territorios en las comunas 8, 10, 13 y 16 con Los Urabeños. El alza hablaba de 34 homicidios respecto al mismo periodo de 2012. En el Medellín de hoy, las autoridades locales y nacionales se escandalizaron por 34 homicidios más en un lapso de tres meses. En el Medellín de Pablo Escobar, aquel en el que caían 381 personas por cada 100 mil habitantes, 34 cadáveres eran la cuota que se cobraba la guerra del narcotráfico cada dos días. Pero ahora son otros tiempos, y desde Bogotá, Manuel Santos, el presidente de Colombia, envió a su principal emisario en materia de seguridad Pública para apagar los fuegos de la guerra entre La Oficina y Los Urabeños. El general José Roberto León, director de la Policía Nacional, ofició desde Medellín, una ciudad que regresaba al escaparate mundial como ciudad modelo. Pero en abril, mayo y junio la estrategia de seguridad no disminuyó las cifras, y no fue sino hasta julio que el panorama cambió.

—¿Un pacto para qué? –pregunto a Quijano.

—Un pacto para reagruparse, permitir que el negocio se oxigene, que la fuerza pública vea hacia otro lado. Un pacto previo a lo que yo considero será una nueva guerra: la guerra en la que los Urabeños se convertirán en amos y señores de Medellín.

—¿Como se presume pasó con Don Berna y las Autodefensas?

—No es que se presuma: ¡es que así fue’ermano!

El programa Infrarrojo de Teleantioquia, la televisora local, habló del pacto en un reportaje emitido en septiembre de 2013. En “Medellín bajo el pacto del fusil”, la sombra de un hombre, un supuesto líder de uno de los combos pertenecientes a las dos organizaciones le habla al reportero:

—Nos sentamos todos los coordinadores de los barrios, por el lado de la Oficina y por el lado de los Urabeños… La orden fue: no agresión. Ni un tiro más ni de acá pa’llá ni de allá pa’cá.

* * *

El alcalde de Medellín, Aníbal Gaviria, es un hombre de ojos claros que siempre avanza rodeado de muchas escoltas. Será porque Colombia sigue teniendo narcos, guerrilleros y paramilitares, porque sigue en guerra, o más precisamente porque funcionarios como Gaviria pueden ser un blanco para los bandos en conflicto. Su hermano, Guillermo, otrora gobernador del departamento de Antioquia fue secuestrado por las FARC en abril de 2002. Un año después fue asesinado en medio de un operativo de rescate organizado por el Ejército Nacional en el municipio de Urrao.

El alcalde Aníbal Gaviria siempre anda escoltado. A mediados de noviembre, él departió en un lujoso restaurante de la ciudad con varias decenas de periodistas provenientes de toda Latinoamérica. Cuando los periodistas llegaron al restaurante, la sorpresa fue la cantidad de escoltas, policías y una patrulla militar que controlaba la entrada y la salida del restaurante. En broma, para la risa del grupo, un periodista mexicano soltó: “¿Y con cuál capo vamos a almorzar, güey?”.

Gaviria es un hombre sonriente que ocupa buena parte de su agenda en atender los eventos sociales y culturales de Medellín; y desde marzo de 2013 él presume en sus apariciones públicas la “Medellín innovadora”.

En la noche, a los periodistas, Gaviria les brindó un discurso en el que dijo que Medellín no podía olvidar su pasado, y su protagonismo como la ciudad más violenta del mundo. Pero también dijo que Medellín ahora daba muestras de cómo, “con mucho esfuerzo”, coordinando la seguridad pública local con la nacional; al Estado con los empresarios; invirtiendo mucha plata en desarrollo urbano y educación, ahora la ciudad se alejaba del liderazgo en las estadísticas de violencia del planeta.

Gaviria es un hombre ocupado, y para hablar de la seguridad en la ciudad innovadora delega en el secretario de esa cartera, Iván Darío Sánchez. Antes lo hacía con Arnulfo Serna, un exdirector de fiscales que asumió la cartera de Seguridad en Marzo, el mes en el que la guerra entre los combos era el tema del día, el mes en el que Medellín fue galardonada. Serna, sin embargo, no duró mucho en el cargo. Fue sustituido a finales de septiembre, y algunas de sus últimas palabras como funcionario fueron recogidas por Infrarrojo, en el reportaje que da por hecho el “pacto del fusil”.

Serna, a Teleantioquia, no negó la existencia del pacto.

“No tiene ningún aval por parte de la administración ni por parte de las autoridades. Lo vemos como un pacto entre delincuentes”, dijo. “Si bien los famosos pactos puede que hayan generado una incidencia no ha sido en la magnitud que en principio se esperaba”, añadió.

El 24 de septiembre, Medellín amaneció con nuevo secretario de Seguridad. Iván Darío Sánchez es un capitán de la reserva de la Fuerza Aérea colombiana, que hace diez años fue gerente de la Aeronáutica Civil de Colombia. Es un hombre cercano al alcalde Gaviria. Tanto, que antes de convertirse en secretario de Seguridad fue su secretario privado. Darío Sánchez es un hombre serio y parco, y oficia en un edificio cercano al centro administrativo Alpujarra, custodiado por policías y una docena de indigentes que arman sus chozas en un engramado cercano al recinto. Los contrastes. Para entrar al piso en el que trabaja el equipo de la Secretaría de Seguridad, los empleados colocan su huella dactilar encima de una pantalla de cristal, para que esta sea leída por un scanner dispuesto a un lado de vitrales corredizos.

Le digo al Secretario que Medellín parece la suma de dos ciudades en un solo territorio. En la primera, la del centro, todo es maravilloso. El metro es de primer mundo, todo es limpio, ordenado, lujoso, turístico. De cristal. La otra ciudad, la del contorno, es la de las comunas, y allá la gente se queja del poder de los combos, dicen que quienes mandan son los combos, denuncian que si no aparecen los cadáveres de los asesinados es porque los están desapareciendo y denuncian que las autoridades quitan la vista a esos problemas. Se quejan de vivir en una Medellín que aunque lo aparenta, todavía le hace falta mucho para conseguir paz.

—Medellín ya no tiene problemas de narcotráfico de la magnitud que tenía en los 80´s y 90's, cuando era la gran central de todo el negocio de exportación de narcóticos al exterior. Pero por supuesto que todavía tiene problemas muy grandes por resolver. No somos la ciudad más violenta del mundo, pero tampoco tenemos los índices más bajos de homicidios. Tenemos una tasa de 38, 39 (homicidios por cada 100 mil habitantes) y eso sigue siendo una tasa alta.

—Y sin embargo, es un logro. ¿Cómo la fuerza pública puede conseguir un desplome dramáticos de las estadísticas en 20 años? ¿Solo la apuesta al desarrollo provoca que la gente deje delinquir, deje de matarse?

-No solo con intervención social uno mejora los problemas delincuenciales. Tiene que haber una intervención conjunta y determinada de una gran cantidad de actores estatales, e incluso privados. Y en materia de seguridad, la articulación de las fuerzas debe ser más clara. Nada gana un policía capturando a un delincuente si la acción judicial no es efectiva.

—¿La violencia se reduce con políticas de mano dura?

—Depende de la época en que viva cada sociedad. Nosotros en los años 90, al final de la época del cartel de Medellín, por supuesto que hubo una intervención de mano dura militar fuerte, combinada con fuerzas policiales. Desde el gobierno nacional hubo una intervención en Medellín en términos de fuerza. Una vez la cabeza visible ya no estaba, había problemas que enfrentar en cuanto a la gente que trabajaba para él. Posteriormente hubo judicialización de actores ilegales, que unos terminaron capturados y otros entregándose.

—¿Una solución a la violencia pasa por pactar con el crimen organizado?

—Siempre y cuando sea en unas condiciones dadas sobre la mesa, de cara a la opinión pública y con condiciones muy claras (donde hay un compromiso de dejar estas asociaciones ilícitas de parte de los actores ilegales) es completamente sostenible y posible que esto exista. Lo que uno como Estado no puede decir es que va a patrocinar con el silencio, dándole la espalda a pactos entre delincuentes.


Iván Darío Sánchez se detiene. Salvando las diferencias, compara una negociación hipotética entre bandas criminales armadas y organizadas y la alcaldía de Medellín con el proceso de paz que libra en La Habana el gobierno colombiano y las FARC. Le menciono el pacto del fusil, el reconocimiento que muchos le han dado a ese pacto. Iván Darío Sánchez es hasta entonces que se distancia de su antecesor, y aunque reconoce a las bandas en conflicto, rechaza que tal pacto exista.

—Tenemos un inventario de actores ilegales que tienen presencia en Medellín. No reconocerlo sería querer tapar el sol con las manos. Lo que no reconocemos, porque no tenemos evidencias, es que exista el denominado pacto del fusil.

—Una última pregunta: en las comunas, hay quienes dicen que no gobierna la autoridad oficial, sino que gobiernan los combos. ¿Esto es así?

—La Policía Nacional, la administración municipal, los entes de seguridad y justicia tienen una presencia importante en las comunas de Medellín. Pero aun habiendo avanzado cantidades enormes, todavía tienen problemas importantes que resolver: extorsión, tráfico, trata de personas... y hay algunas comunas más afectadas por estos delitos que otras. Pero llegar decir que la delincuencia esté apoderada geográficamente de una comuna en particular me parecería exagerado.

 

***

¿Cómo hizo Medellín para bajar los homicidios en 20 años? ¿Cómo logró algo que pareciera imposible, sobre todo si en el tablero se juega con una guerra, el narcotráfico, la guerrilla, los paramilitares, los combos? Todos los periodistas que llegan a la ciudad innovadora haciéndose esas preguntas son guiados por la Alcaldía por la ruta de la innovación. La ruta del cablemetro (el teleférico desde donde pueden tomarse fotos) y de los parques-bibliotecas. En las faldas de dos cerros, la ciudad invirtió en dos majestuosos edificios que albergan bibliotecas interactivas de primer mundo, con anfiteatro (con aire acondicionado) salones de computación para los niños; y se puede ver a los niños usando las computadoras. En esos inmensos cajones de concreto hay aulas en las que se imparten capacitaciones, guarderías y salones en los que las mujeres de la comunidad practican terapias de abrazos para mitigar el estrés.

Salimos de un parque biblioteca y entramos a otro, adornado en el centro por una pequeña piscina artificial que se asemeja a un lago. En uno de los salones un grupo de ancianos se entretiene leyendo el periódico o leyendo una revista o un libro. Avanzamos hacia otra comunidad y entonces nos topamos con un espacio urbano recuperado “donde antes se traficaba droga” –dice la guía, una comunicadora institucional- y ahora hay toboganes y un arco bajo el cual se disparan chorros de agua. Por las noches, unos reflectores apuntan hacia esos chorros y entonces esa comunidad puede ver una película en una pantalla líquida.

Avanzamos y llegamos a la Casa de Justicia de la Comuna 13 en San Javier. Frente a la Casa de Justicia, un edificio de tres pisos, en un campo que antes era un terreno baldío en el que Diossabequénohabráocurrídoaquí hay una escuela que no parece una escuela. La construcción es una gigantesca obra compuesta por cinco edificios de concreto en el que los números impares son más pequeños que los pares. Con un poco de imaginación, las cinco naves se asemejan a unas gráficas de barra rodeadas por pasto verde o a los dedos de la mano perdida de un robot gigante. Y atrás del edificio está el barrio. Y a un costado de la Casa de Justicia también está el barrio. Tan colindantes, que desde el pasillo del segundo nivel, sin mucho esfuerzo, uno podría jalar la ropa que los vecinos han colgado en sus barandales. En la Casa de Justicia se dirimen los conflictos de las comunas. La mayoría: conflictos entre vecinos e intrafamiliares. Aunque en la Comuna 13 también hay una oficina de inteligencia policial, es raro que alguien se atreva a denunciar a los combos. Aquí hay también fiscalía y centro judicial pero aquí se dirimen más los pleitos entre vecinos y entre familias, además de garantizar un acceso inmediato para la solución –y el pago- de los menesteres administrativos y de servicios básicos que requiere la comunidad.

Nos lo explica el Inspector Rodríguez, una especie de pequeñoalcalde en la zona. En cada Comuna hay un inspector, y el inspector es un delegado directo del alcalde de la ciudad. En “la 13”, el Inspector Rodríguez es todo un personaje. El tour de la innovación no lo incluye, pero la guía le ruega una charla a petición nuestra.

“¿Quién es la coordinadora de la Casa de Justicia? ¿Por qué no la busca a ella?”, dice, y da media vuelta. Se topa con una señora que parece andar perdida, muy cerca de su despacho: “¡Señora! ¿Por qué no se sienta hasta que la atiendan?”. Nos vuelve a ver: “¡no tengo tiempo! Pero está bien: ¡pasen!”.

El inspector Rodríguez es un hombre de gafas anchas y cuadradas, y de una nariz robusta. Un hombre que a primera vista es tosco, pero que luego de una larga plática se vuelve bonachón. Es abogado, y ha sido Inspector desde 1992. Está curtido, pero es un traga años. Tiene 61 y para nada los aparenta. “Yo siento rico cuando las muchachas me dicen que tengo 45 o 50. Estoy bien conserva’o, embalsama’o”. Rodríguez ha trabajado en municipios en los que han mandado guerrilleros o narcotraficantes o paramilitares. Ahora está en Comuna 13, y muy sincero, dispara: “cuando la señora se enteró que me mandaban pa’cá, vea, eso se puso afligida. Porque esto, vea: ¿la Comuna 13 es famosa en todo Colombia, cierto?”.

—¿Usted sabe quiénes lideran los combos? ¿Es cierto que ellos mandan aquí?

—Le voy a hablar con propiedad: cuando fuí inspector en otro lugar del año yanimeacuerdo, ahí lideraba la banda de La Terraza. Allá yo no los busqué para conocerlos, ellos vinieron a mí para conocerme. Haya la facilidad era que había una sola banda. Acá son como 10.

—¿Pero las conoce?

—Si yo conozco a uno, me hago problemas con el otro. Lo mejor es no conocer a nadie. Esto lo que quiere de uno esque uno sea malicioso. Hay que tener malicia, ser discreto. Uno conoce aquí muchas cosas pero lo mejor es quedarse calla’o.

Rodríguez se promociona como un hombre que hace un uso liberal de la ley, porque a veces las leyes no están fusionadas con la realidad.

—¿Las plazas de vicio? Las conozco. Pero si uno se pone a denunciar, acaban con la vida de uno más fácil, pero el problema sigue. No, pero vea, le cuento una cosa: el inspector es prácticamente un alcalde en la comuna.

***

Ahora estamos de nuevo en Las Independencias, el territorio en el que recién asesinaron a tres jóvenes. Uno de los puntos más conflictivos de la Comuna 13. Uno de los puntos insignia del tour de la innovación.

En el comienzo de una empinada cumbre, rodeada de casas levantadas con ladrillos rojos, hay unas gradas eléctricas. Están techadas, están hechas de acero inoxidable, funcionan desde la madrugada hasta las seis de la tarde. En medio de una comunidad de pobres, unas gradas eléctricas se elevan a una altura equivalente a la de un edificio de 18 pisos. Una escalera de subida, una escalera de bajada, divididas en cuatro niveles. En la cumbre, lo que antes era un pasillo estrecho frente a una hilera de viviendas ahora es una “avenida con mirador para disfrutar de la ciudad”.

Un viejecillo barre una plaza en la que hay unos bancos hechos de concreto; atrás de los bancos hay un muro, y en el muro un grafitti in memoriam de tres jóvenes.

Bajamos.

—Mirá: hay perros, por ejemplo, que saben montar las escaleras –bromea la guía. Y es cierto. Un perro se sube a la escalera eléctrica, y lejos de salir corriendo, espera en el cuadro metálico hasta que este finalice el recorrido. Se adapta. En cada tramo hay supervisores, y uno de ellos ayuda a una viejecilla que baja por las gradas apoyada en un bastón.

Un niño sube, mientras nosotros bajamos. Le tomo una foto con el celular, y él intenta arrebatármelo, mientras bromea:

—¡Préstemelo y yo tomo una foto!- me dice mientras él sube y yo bajo.

Nos soltamos.

—¡Vuelva y suba! –grita desde más arriba- ¡Vuelva y suba!

Seguimos bajando.

Al pie de Las Independencias unos niños sin camisa juegan a perseguirse. Intento tomar otra foto, y es entonces cuando mi guía se ha percatado que algo no anda bien. Al otro extremo de la calle hay unos jóvenes que están parados. Solo eso: están parados y solo nos observan. No dicen nada. Solo nos observan.

—Da... Da… niel… te digo no tomes fotos porque ahí están esos chicos y son... no les gusta que le tomen fotos a los más chiquiticos y empiezan ellos a sacar armas…

…Se ponen malucos.

 

 


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