En la mesa hay seis envases de cerveza vacíos y un plato de bocas variadas que el traficante de queso y cigarros picotea. Estamos en un restaurante y hotelito en las afueras de la ciudad cabecera de Chalatenango, que no es sino un pueblo con un banco y algunos restaurantes de comida rápida, pero pueblo al fin y al cabo. El traficante de queso, a quien conocí gracias a que un intermediario nos presentó, me asegura que el restaurante y hotel donde estamos es de uno de los más conocidos coyotes chalatecos. Sin embargo, el recelo con el que se nos acerca el hombre, atraído por saber quién soy y qué hago en su negocio, hace que el traficante de queso recule en sus intenciones de presentármelo.
Este hombre regordete se dedica a eso justamente, a traficar quesos y cigarros. Compra quesos a bajísimos precios en Nicaragua y trae cientos de marquetas de 100 libras escondidas en falsos contenedores de camiones, o se encarga de coordinar el paso de camiones con cigarros chinos o rusos que van en contenedores marchamados hasta Ocotepeque, Honduras. Deja que el camión cruce la frontera, quita el marchamo e ingresan por puntos ciegos de la frontera pick ups llenos con los cigarros que se venden a la mitad del precio que los demás en una tienda chalateca. En muchas de las tiendas de por aquí es más fácil encontrar cigarros Modern que Marlboro.
Como el plan A del traficante se ha caído, y como por alguna extraña razón está empecinado en no desilusionarme en mi búsqueda de un coyote, se quita la gorra de la cabeza, respira profundo, achina los ojos y dice:
—Bueeeeeno, si aquí si usted levanta una piedra encuentra un coyote, el problema es que los jóvenes, los nuevos, son más asustadizos y no querrán hablar con un periodista. Puede ser que nos mande al carajo, pero vamos a intentar con el mero mero. Yo a él le estoy muy agradecido, porque él me enseñó el oficio de traficar queso. Él es el coyote que les ha enseñado el trabajo a todos los demás. Es el primer coyote de Chalate.
Es viernes, me pide que le dé el fin de semana para hablar con el señor coyote.
* * *
El señor coyote es grande y recio como un roble. Nos recibe, amable, al traficante de queso y a mí en su casa de Chalatenango. Manda traer unas tilapias, pide que las cocinen, que pongan arroz, que traigan cervezas y que calienten tortillas.
El traficante de queso ha conseguido lo que más cuesta al principio: convencer a una persona de que a cambio de historias y explicaciones, de que a cambio de su testimonio, uno como periodista guardará su identidad. El señor coyote me cree. Por eso la conversación inicia sin tapujos en esta tarde de octubre de 2013.
El señor coyote tiene ahora 60 años. Empezó en el negocio de llevar gente a Estados Unidos en 1979. En su primer intento por llegar como indocumentado a Estados Unidos, había pagado 600 colones —que al cambio de la época eran unos 240 dólares— a un coyote guatemalteco. El viaje fracasó cuando fueron detenidos en Tijuana. Durante su estancia en diferentes centros de detención conoció a otro coyote guatemalteco. El señor coyote, que entonces era un muchacho veinteañero, se ofreció a conseguirle migrantes en El Salvador. En aquel momento, recuerda el señor coyote, su oficio no era perseguido. Ningún policía detenía a alguien por ser coyote, y mucho menos lo juzgaban, como le ocurrió a Érick, en un juzgado especializado de crimen organizado. Tan a sus anchas se sentía que para promocionar sus servicios el señor coyote abrió una oficina en Cuscatancingo y publicaba anuncios en las páginas de publicidad de los periódicos en los que decía: “Viajes seguros a Estados Unidos”, e incluía el teléfono de su agencia. Luego de unos pocos meses, cuando ya había aprendido del guatemalteco lo que necesitaba aprender, el señor coyote se independizó. La gente llamaba a su agencia y preguntaba cuánto caminarían. El señor coyote explicaba que México lo cruzarían en bus, y que el cruce lo harían por Mexicali, San Luis Río Colorado o Algodones, y que no caminarían más de una hora. Así ocurría. Cuando el señor coyote juntaba a 15 o 20 personas, emprendía el viaje. Lo más que llegó a llevar fueron 35 personas. Cruzar México, recuerda el señor coyote, podía ser incluso un viaje placentero. “La gente no se bajaba del bus más que para orinar”, recuerda. En las casetas de revisión migratoria de la carretera ya todo estaba arreglado y apenas había que dejar unos dólares a los agentes de cada caseta.
A mediados de los ochenta, luego de que la Guardia Nacional cateara su oficina pensando que se trataba de una célula guerrillera, debido al intenso movimiento de gente, el señor coyote decidió retirarse algunos años, y alternó con estancias largas en Estados Unidos y trabajos esporádicos con grupos pequeños de migrantes.
En 2004 el señor coyote volvió de lleno a las andadas. Las cosas eran más difíciles, y aun empeorarían.
—Las cosas habían cambiado. En México había mayor seguridad, aquí ya era delito ser un coyote. Entonces la cuota de los coyotes era de 6,000 dólares por persona a donde quiera que fuera en los Estados Unidos. Pocas cosas eran como antes.
Los coyotes viajeros, los que hacían de lazarillos durante toda la travesía por México, eran contados.
—Ya entonces la cosa era más de coordinación, y así sigue siendo. Uno se encarga de poner la gente en la frontera de Guatemala con México, de ahí está el que lo levanta hasta el Distrito Federal, que es un mexicano. A él se le paga entre 1,200 y 1,300 dólares por persona. En el D.F. los agarra otra persona hasta la frontera con Estados Unidos. Ese cobra unos 800, y hay que darle unos 100 más por la estadía en la frontera y la comida del pollo. Uno estipula que de aquí a la frontera con Estados Unidos va a invertir unos 2,500. De ahí para arriba, a Houston, por ejemplo, la gente que los mete estaba cobrando 2,000. En Houston tiene que pagar uno a todos los que han pasado. Hoy cobran 2,500 dólares por la tirada. Ahí los tienen detenidos. Son casas de seguridad. Desde aquí mando el dinero por transferencia y van liberando a las personas. Cobraban 500 dólares por las camionetas que los llevaban hasta la casa donde iban. Hoy cobran 700. Por persona te quedan unos 1,000 o 1,500 dólares de ganancia.
Hay, como bien dice el señor coyote, maneras de abaratar los costos en México, pero eso implica métodos que para el señor coyote son “inhumanos”. Por ejemplo, meter a 120 migrantes en un furgón que va marchamado hasta la frontera. El marchamo se compra si se tienen los contactos adecuados en la aduana mexicana, y el reporte puede decir que adentro del furgón van frutas, cuando lo que en realidad van son decenas de personas sofocadas por el calor y el poco oxígeno, sin desodorante ni perfume, sin relojes ni celulares ni nada que timbre y los pueda delatar. Hay coyotes que por ahorrarse unos cientos de dólares embuten a la gente bajo un fondo falso de un camión bananero y los obligan a ir acostados durante más de 20 horas hasta la Ciudad de México. El señor coyote siempre pensó que eso es inhumano.
El señor coyote dice que la cuota, en los últimos cinco años, ha aumentado, y que nadie que se precie de ser buen coyote llevará a un migrante a Estados Unidos por menos de 7,000 dólares.
—Los riesgos son más ahora —dice el señor coyote y, con su dedo índice, dibuja en el aire una Z.
—¿Cuándo empezó usted a pagar a Los Zetas? —le pregunto.
—En 2005 se empezó a trabajar con Los Zetas, pero era mínimo, no era obligatorio. Tener un contacto de Los Zetas era una garantía, uno los buscaba. A través del coyote mexicano se armaba todo, igual que como se trabajaba con la policía. Después, ya ahí por 2007 empezaron a apretar al indocumentado directamente. No les importaba de quién era la gente. Se empezó cobrando 100 dólares por persona, eso se pagaba. Ahora lleva dos años lo más duro de estos jodidos.
Los Zetas, que surgieron hace 15 años como el brazo armado del Cártel del Golfo, se escindieron de esa organización allá por el año 2007. Quizá la cuota antes era un extra a su salario, y después se convirtió en un rubro de la organización.
—100 por migrante, ¿ese es el cobro de Los Zetas por dejarlos cruzar México? —continúo.
—Hoy la han subido a 200 dólares. En el precio (al migrante) se incluye la cuota para Los Zetas. El riesgo es mayor, por eso aumentó la cuota, el pollero ya no se quiere arriesgar por 1,000 dólares de ganancia.
—¿Usted se entiende con Los Zetas?
—Uno le deposita a los mexicanos, al mismo contacto coyote, y él se encarga. Yo no conozco a nadie de Los Zetas. Si alguien de aquí le dice que los conoce, es un bocón. Ese contacto mexicano tal vez está pagando 100 y a mí me cobra 200. Puede estar pasando. Pero hay que pagar.
—¿O?
—Bueno, eso pasó con la matanza en Tamaulipas, les debían, y a estos no les importó de quiénes eran esas personas. Ese fue un mensaje: a alguien se le olvidó pagar, entonces esto es lo que va a pasar. Y al que le toca responder es al coyote que de aquí salió. Nadie recoge gente para mandarla a morir, uno lo que quiere es ganar dinero y credibilidad.
—Pero hay coyotes que siguen viajando ellos con su gente por México.
—Un buen coyote que viaje él no existe, ni uno. Nadie se arriesga. Quizá para ir a dejarlos a Ciudad Hidalgo (frontera mexicana con Guatemala). Todo se hace pedazo por pedazo, uno coordina. Bueno, están los locos del tren. Los que van en tren cobran unos 4,000 o 5,000 dólares. Esos son polleritos que agarran dos, tres personas, o gente que en realidad lo que quiere es irse y ya antes viajó y conoce un poco el viaje en tren, y recoge dos o tres personas y con eso se van. Ahí es donde caen los secuestros. Si usted paga 200 dólares constante por persona, no lo molestan, pero si voy por mi propia cuenta... entonces... bueno. Ahí se enojan Los Zetas: 'Este va a pasar y no va a dejar nada', entonces aprietan y ponen cantidades de hasta 5,000 dólares por cabeza. Si usted trabaja con los contactos que conozcan a Los Zetas, tiene garantizado el cruce de México, ya no tiene problema. Si ellos son un grupo con muy buena coordinación con militares y policías. Incluso si lo detiene una patrulla y averiguan si ya pagó a Los Zetas, y usted ha pagado, lo sueltan de inmediato. Si descubren que no tiene contacto con Los Zetas, entonces está apretado, usted no va a ir a la cárcel, se lo van a llevar a ellos, lo van a entregar. Por eso desaparece la gente. México no es problema si uno tiene el contacto con Los Zetas. Si no...
Nos despedimos del señor coyote cuando Chalatenango se oscurece. Nos despedimos con ese “si no” y esos puntos suspensivos en la cabeza. Los puntos suspensivos, en el caso de los seis migrantes que salieron con Érick fueron una ráfaga de balas en un galpón abandonado. Los puntos suspensivos de otros pueden ser mucho más terribles. Si tienes contacto con Los Zetas, no hay problema. Si no...
* * *
A veces, a Bertila se le olvida lo que está hablando. Come poco. A sus sesenta y pocos años, Bertila llegó a pesar 100 libras. Desde que el 27 de marzo de 2011 su hijo Charli desapareció cuando viajaba desde San Luis Potosí hasta Reynosa, en el norte mexicano, acercándose a Estados Unidos, Bertila come poco y duerme mal. Sueña. Sueña que Charli no está muerto, que vuelve a casa y que ella le dice: “Pensé que algo te había pasado”. Y él contesta: “¿A mí? A mí no me ha pasado nada”. Eso sueña.
Harto de ganar cuatro dólares al día en una maquila, empujado por el cercano nacimiento de su primera hija y alentado porque el coyote del cantón le había prometido llevarlo y cobrarle hasta que él reuniera dinero en Estados Unidos, Charli decidió dejar su casa en Izalco y migrar. Se fue con el coyote y con otros cuatro migrantes.
Estoy sentado en un solar de un cantón de Izalco con Bertila, la madre de Charli, y esto es lo que, con todas las dificultades que opone el dolor, me cuenta.
Charli, el coyote y los migrantes se fueron un lunes dispuestos a alternar entre buses y trenes. El viernes, el coyote estaba de vuelta con los migrantes y sin Charli. Agentes migratorios los habían detenido en Oaxaca, sur de México. Los bajaron a todos, menos a Charli. Los deportaron. Charli continuó su camino.
Llegó hasta San Luis Potosí, ya en el norte, y se quedó cuatro días en casa de unos parientes lejanos que por cuestiones del azar se habían establecido en esa ciudad. Desde ahí, se comunicó por última vez no con Bertila, sino con Jorge, su hermano, que trabaja como obrero en Oklahoma. Jorge me dijo por teléfono que Charli tenía dudas. Para este momento, el coyote de su cantón ya había vuelto a salir con los cuatro migrantes en el segundo intento. Charli —recuerda Jorge— le había explicado al coyote sus ganas de seguir hacia Reynosa, de acercarse a la frontera y desde ahí conseguir un coyote que lo brincara al otro lado. Incluso Jorge intentó contactar a la coyota que lo había cruzado a él hacía unos años. Ella trabajaba pasando gente por la garita formal, con papeles de otras personas, o por el río Bravo. La diferencia era de 500 dólares: 2,500 una opción y 2,000 la otra. Charli no quería esperar más. Sin embargo, le contó a su hermano que el coyote de su cantón le había dicho que no se moviera, que él pasaría, que el camino estaba lleno de zetas, que lo detectarían, que andaban a la caza de los que no pagaban a un coyote que a su vez les pagara a ellos.
Jorge tenía alguna idea de que la situación era un camino de obstáculos. Hacía apenas unos meses, había llegado a Estados Unidos un primo de él, que le contó que estaba ahí de milagro: “Me dijo que al coyote que no se alía con Los Zetas le quitan a la gente y lo matan, y que andan buscando como locos a los coyotes que no pagan. Mi primo me contó que él iba con uno de esos coyotes, y cuando se dio cuenta de que lo andaban buscando Los Zetas se zafó y consiguió escaparse”.
Sin embargo, la espera es infernal cuando México se convierte en un limbo, en una escala interminable.
Charli decidió abordar el autobús hacia Reynosa.
* * *
El 6 de abril de 2011, las autoridades del Estado de Tamaulipas anunciaron el hallazgo de ocho fosas clandestinas en un ejido llamado La Joya, en San Fernando, en el mismo lugar donde Los Zetas habían masacrado el año anterior a 72 migrantes en un galpón derruido. Adentro de las fosas encontraron 59 cuerpos putrefactos, algunos con los cráneos destruidos.
Al principio, las autoridades del Estado intentaron minimizar la situación poniéndole etiquetas a los muertos: dijeron que eran “miembros de organizaciones criminales transnacionales, secuestrados y víctimas de violencia en la carretera”.
Los muertos no dejaron de salir de la tierra.
Las fosas siguieron apareciendo. Para el 8 de abril, luego de abrir 17 fosas, los cuerpos eran ocho; el 15 de abril, de 36 fosas habían sacado 145 cadáveres; el 29 de ese mismo mes, el gobernador de Tamaulipas anunció que habían encontrado un total de 196 personas asesinadas.
Luego se sabría que algo podía haberse intuido, algo podía haberse prevenido en un municipio que apenas un año antes había sido regado con la sangre de 72 migrantes. Y no solo eso: la organización estadounidense National Security Archive, con base en la ley de acceso de información de aquel país, logró desclasificar una serie de cables que eran enviados desde las representaciones estadounidenses en México a Washington, D.C. Las comunicaciones fueron enviadas principalmente desde el consulado de Matamoros, la ciudad fronteriza más cercana a San Fernando.
Los cables desclasificados daban cuenta de que entre el 19 y 24 de marzo de ese año, casi un mes antes de que se descubrieran todas esas fosas repletas de muertos, varios autobuses habían sido detenidos y sus pasajeros secuestrados en la ruta que iba hacia Reynosa.
Esa era la ruta que, pese a la insistencia de su coyote, Charli decidió tomar. Esa es la ruta que miles de migrantes de todo el mundo toman para dirigirse a la última prueba de su viaje: la frontera con Estados Unidos.
Esos secuestros no eran casuales, sino que durante todo marzo aquello fue una modalidad. Los autobuses eran detenidos cuando se conducían por la carretera federal 97 rumbo a Reynosa, una carretera de cuatro carriles rodeada por extensas planicies deshabitadas. Los pasajeros, migrantes mexicanos y centroamericanos en su mayoría, eran sacados de la carretera e internados en calles secundarias de los alrededores de San Fernando.
Aún no hay un consolidado. La comisión interdisciplinaria que intenta esclarecer la identidad de todos esos cadáveres aún trabaja, pero decenas de los cuerpos han sido identificados como migrantes mexicanos y centroamericanos, gracias a que muchas madres de migrantes desaparecidos acudieron a dejar muestras de sangre para los exámenes de ADN.
Una de esas madres fue Bertila. Uno de esos cadáveres fue Charli.
* * *
Bertila —sentada a una de las mesas de la pupusería que ha montado en el patio de su casa en un cantón de Izalco— tiene un pie en esta realidad y otro en sus pensamientos. La mirada a veces se le pierde, y ella parece olvidar que conversamos. Da la impresión de que imagina una situación, de que en su mente se proyecta una película. Y esa película, invariablemente, es triste. Esa escena con la que sueña es la de unos funcionarios devolviéndole un féretro o una caja o lo que sea —no le importa el envoltorio— con los huesos de Charli.
En diciembre de 2012, casi dos años después de que su hijo fuera secuestrado y asesinado por Los Zetas mientras viajaba en autobús, Bertila recibió de parte de la Procuraduría General de la República de México la confirmación de que el cuerpo de la fila 11, del lote 314, de la manzana 16 del Panteón Municipal de la Cruz en Ciudad Victoria, Tamaulipas, era su hijo Charli.
Describir el sufrimiento de quien ha sido madre de un desaparecido, de quien es madre de un asesinado, de quien no tiene ni siquiera unos huesos que enterrar —porque hoy, casi tres años después de la barbarie, Bertila no ha recibido los huesos de Charli— es un reto demasiado peligroso. ¿Qué adjetivo describe lo que Bertila siente? ¿Qué adjetivo le atina a ese dolor? Lo único que se me ocurre escribir es que Bertila no vive del todo en este mundo, que en su mente pasa una y otra vez una película triste y ella la ve y desconecta de este mundo. Lo que se me ocurre es escribir sus palabras:
—A mí, a veces, se me olvida lo que estoy hablando... a veces, cuando me preguntaban si sabía algo de Charli, yo sentía como si me estaban golpeando... como por dentro... yo caí, durante mucho tiempo caí... yo solo me tiré a la cama de él y estuve ahí. Han pasado dos años, siete meses, diez días. Los huesos... pues habría un poco de paz. Aunque quizás nunca podría yo tener la completa paz. Pero eso llenaría un poco mi vida, porque a veces me aterra. Cuando llueve fuerte me imagino yo que los huesos se pueden ir en una correntada y nunca encontrarlos. Eso me tiene... cada vez que oigo que en México hay un ciclón, que hay una tormenta, una onda tropical, yo pienso en eso. Es una angustia grande cuando veo que todos van a poner flores o le traen a sus seres queridos... yo no puedo recibir el mío.
* * *
De nuevo, resurge la pregunta. ¿Por qué secuestrar a Charli y a otros como él? ¿Por qué gastar gasolina, hombres, arriesgarse a ser detectado, solo para detener a un autobús con migrantes en una carretera? ¿Por qué tomarse la molestia de trasladarlos hasta diferentes ejidos de San Fernando? ¿Por qué asesinarlos con tal brutalidad? —porque la mayoría de cadáveres de las fosas no tenían ningún orificio de bala, habían muerto a golpes, con objetos contundentes, cortopunzantes, palos, machetes—. ¿Por qué la carnicería?
¿Por qué le pasó esto a Charli? ¿Por qué le pasó aquello a los seis migrantes que viajaban con Érick? ¿Por qué le pasó a 72 personas en 2010? ¿Por qué le pasó a 196 personas en 2011?
Supongo que el señor coyote de Chalatenango ya contestó. De cualquier manera, volveré a preguntarle.
* * *
Habíamos quedado en el mismo lugar, en el patio de su casa en Chalatenango, pero a última hora, el señor coyote cambia el plan. Me dice que está trabajando en una de sus fincas, que nos encontremos en la carretera, adelante de la Cuarta Brigada de Infantería. Que deje las luces intermitentes, me haga a un lado de la carretera y que él pasará pitando a mi lado.
Llega. Uno de sus trabajadores maneja. El señor coyote está borracho.
En teoría iríamos a una finca, pero cuando lo sigo me lleva hasta su casa. Nos sentamos en el mismo lugar que la vez anterior. Es difícil iniciar la conversación, porque quiere hablar de otros temas. Concedo. Durante un rato, hablamos de caballos de paso, discernimos si el appaloosa es mejor que el morgan; si el caballo de paso español está por encima del caballo de paso peruano.
Uno de sus hombres trae cervezas.
Ya hace una hora que hablamos de cosas de las que no he venido a hablar. Es un callejón sin salida. Yo pregunto y él contesta hablando de lo que le da la gana.
Finalmente, cuando entiendo que la convesación debe terminar, que él está cansado y los ojos se le cierran del sueño, de la borrachera, digo alzando la voz:
—No entiendo estas masacres y muertes y locura de Los Zetas...
Él, que quizá también entiende que la conversación debe terminar, responde alzando su voz.
—Está claro que ellos ya lanzaron el mensaje de lo que va a pasar al que no pague. Son mensajes. Yo le recomiendo a la gente que se entere antes de viajar. ¿Su coyote paga o no paga cuota a Los Zetas? Si no paga, que Dios lo proteja.
*Con reportes de Valeria Guzmán.