Crónicas y reportajes / Migración
La desafortunada historia de un hombre indocumentado, vendido, extorsionado y deportado

Según uno de los más viejos coyotes de Chalatenango, hay normas que un buen coyote debe cumplir; y hay también preguntas que un buen migrante debe hacer a su coyote. Esta es la historia de un hombre que no hizo esas preguntas. Esta es la historia de un coyote que no cumplió esas normas. 


Fecha inválida
Óscar Martínez

Microbus utilizado por coyotes para transportar a sus clientes hacia la frontera de Estados Unidos en el estado de Sonora. Foto Eduardo Soteras
 
Microbus utilizado por coyotes para transportar a sus clientes hacia la frontera de Estados Unidos en el estado de Sonora. Foto Eduardo Soteras

El señor coyote, desparramado sobre su silla de pitas de hule en medio del calor del mediodía, luce como lo que es: el patriarca de un extenso linaje de hombres de este departamento salvadoreño de Chalatenango. Hombres que trabajan de guiar personas hacia Estados Unidos. Hombres que trabajan de cruzar a la gente por países que no les dan permiso para cruzar.

El señor coyote es —según me lo presentó un traficante de quesos y cigarros— el más veterano de los coyotes de este departamento. Empezó en 1979, cuando los salvadoreños que querían viajar contrataban a un guatemalteco. Así lo hizo la primera vez el señor coyote. Luego se puso a trabajar para el guatemalteco consiguiéndole clientes en El Salvador. Luego, acompañándolo en algunos viajes. Luego, cuando ya había descifrado las reglas del camino, se independizó.

Hoy, veterano y enorme como es, se dedica a “coordinar”, como él mismo dice. El tiempo de los coyotes viajeros se terminó. Ahora, dice el señor coyote, todo está escalonado. Uno consigue los clientes en El Salvador, los manda con un empleado hasta Ciudad de Guatemala o hasta la frontera con México, donde se los entrega a otro coyote, mexicano normalmente, que los llevará hasta la Ciudad de México, donde se los entregará a otro colega que los llevará hasta la frontera con Estados Unidos, donde los entregará a un coyote más conocido como el “pasador” o “tirador”, que será el encargado de cruzarlos y llevarlos hasta la casa de seguridad donde los migrantes estarán encerrados hasta que sus familias depositen la otra mitad. La primera mitad se entrega antes de iniciar el viaje.

Nadie —“nadie, nadie”, repite el señor coyote— le cobrará en El Salvador menos de 7,000 dólares a un migrante por el viaje. Al menos no un “coyote serio”.

Un coyote serio, según este vasto hombre que aún lleva puestas sus botas de trabajo en sus sembradíos, es un coyote que no ocupa el tren. Muchos indocumentados centroamericanos —unos 250 mil al año son atrapados por Migración mexicana— utilizan el tren de carga como vehículo. Se prenden como pueden de su techo y así comen kilómetros a través del México más desolado y desatendido. Un coyote serio, dice el sombrerudo señor, utilizará el dinero pagado para hacer envíos rápidos a la cadena de coyotes que trabajará para que el indocumentado llegue a Estados Unidos. Por esa coordinación, un coyote como el señor coyote se queda unos 1,500 dólares por migrante. Hay maneras de abaratar costos: la clásica es montar a los migrantes en el tren; la sofocante es meterlos en un falso fondo de un camión bananero; la temeraria —o estúpida— es no incluir en el trato con los coyotes mexicanos la cuota de 200 dólares que Los Zetas cobran por cada migrante que cruce por su territorio. Su territorio está desperdigado por todo el país, son piezas del rompecabezas que es México. Si el mapa mexicano se enrojeciera en aquellas zonas donde hay presencia de Los Zetas, los Estados de Tabasco, Veracruz y Tamaulipas se verían rojos, rojos. Esa es justo una de las rutas del tren. Esa es una de las rutas de los camiones bananeros. Los Zetas son —si a estas alturas falta explicarlo— la mafia mexicana que surgió a finales del siglo pasado como el ejército de protección de uno de los capos que dirigía el Cártel del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén —preso en Estados Unidos desde 2007—, que se independizó allá por el 2007 e incluyó en sus rubros delictivos casi todo lo malo que se le puede hacer a un indocumentado para obtener dinero: extorsionarlo, venderlo, violarlo, secuestrarlo. A menos que el coyote de ese migrante pague una cuota de paso. Un coyote serio, dice el señor coyote con seriedad, no abarata costos. Un coyote serio paga su cuota a Los Zetas. Así de terrible como suena.

Si usted toma el párrafo anterior y lo convierte en preguntas a su coyote, entonces será un buen migrante según los cánones del señor coyote. Él, si fuera migrante, le preguntaría a su coyote cuántos coyotes van a intervenir en el traslado. Le preguntaría cómo va a cruzar México. Le preguntaría cómo va a utilizar el dinero. Le preguntaría —para estar seguro— si no lo van a embutir en un camión bananero, si no lo van a subir al tren, si conoce a autoridades mexicanas para pasar tranquilamente las casetas de carretera. Le preguntaría —una y otra y otra vez— si el pago incluye la cuota de Los Zetas. Después, se lo volvería a preguntar.

Si usted pregunta poco, pierde. Eso dice el señor coyote.

—Hoy por hoy, 7,000 dólares es lo mínimo. Lo que más abunda entre polleros es la estafa. La ley debería castigar al coyote estafador, pero al que trabaja bien le deberían dar un subsidio.

Hay formas rastreras de estafa, dice el señor coyote: Forma 1: el coyote pide adelanto al migrante, asegura que saldrán el día A, pero solo lo hace porque le urge el dinero, y terminan saliendo el día Z. Forma 2: el coyote pide adelanto al migrante, asegura que saldrán el día A y no salen nunca. Forma 3: el coyote sabe que el migrante no puede pagar el adelanto, y pide como garantía el traspaso de una propiedad, una parcelita, una tarea, una manzana de tierra. El coyote asegura que es solo temporal, que al pagar el adelanto devolverá la propiedad al migrante. Eso nunca ocurre. Forma 4: el coyote dice que cobrará 3,000 dólares por el viaje, o 4,000 dólares o lo que sea abajo de 7,000.

Así es, aunque parezca la treta de un coyote que no quiere bajar costos, el señor coyote asegura que un coyote que cobre precios bajos es un coyote timador.

Si alguien cobra poco —mete sus manos al fuego el señor coyote— no podrá responder satisfactoriamente las preguntas del buen migrante. O las responderá con mentiras.

Buscando entre expedientes judiciales, uno se encuentra con casos como el del joven Adán, que dan la razón al señor coyote.

* * *

Frontera México-E.U. en el estado de Sonora, México. Foto Eduardo Soteras
 
Frontera México-E.U. en el estado de Sonora, México. Foto Eduardo Soteras

Adán es, según los cánones del señor coyote, un mal migrante. José Ricardo Urías es, según los cánones del señor coyote, un coyote estafador —uno que encaja perfectamente en la forma 4 allá arriba descrita—. Adán es también un muchacho de 25 años de Chalatenango que decidió el 14 de septiembre de 2011. José es también un coyote de 34 años del cantón El Zamorano, Usulután, que el 14 de septiembre de 2011 se llevó a Adán y a un amigo de Adán. Adán es un muchacho al que le fue muy mal en México. José es un hombre que ahora cumple cuatro años de prisión por tráfico ilegal y trata de personas en El Salvador.

Ese 14 de septiembre a las 8 de la mañana, luego de haber dormido en unas hamacas de la casa de techo de lámina del coyote José, Adán y su amigo emprendieron camino hacia Estados Unidos.

Adán había vivido en Estados Unidos durante ocho años. Entró a Estados Unidos, sin ningún papel que se lo permitiera, en 2003. Regresó a El Salvador a las 4:39 de la tarde del 27 de julio de 2011 en un vuelo federal estadounidense que aterrizó en el aeropuerto salvadoreño repleto de deportados.

Adán y su amigo creían que el intento de volver a Estados Unidos estaba garantizado. Tan convencidos estaban que una noche antes de salir habían adelantado 1,500 dólares al coyote José. El precio total del viaje era de 4,500 dólares, según consta en el expediente fiscal que contiene la investigación que metió preso al coyote José.

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Recordemos una frase del señor coyote: “Hoy por hoy, 7,000 dólares es lo mínimo”.

* * *

El coyote José —dijo Adán a las fiscales— le prometió “que no iba a sufrir, que iba a ir comiendo carne y pollo”.

El coyote José no es un hombre pudiente, no es un delincuente de cuello blanco. Es, a juzgar por la descripción de su casa, un hombre pobre. Una casa de materiales mixtos, de techo de lámina, ubicada en un lote sin número del cantón El Zamorano, del municipio de Jiquilisco, del departamento de Usulután.

El coyote José no puede entrar en la categoría de “coyote serio” que establece el señor coyote. En primer lugar, porque no cobra lo que hay que cobrar; y, en segundo lugar, porque viaja. Según el señor coyote, el tiempo de los coyotes viajeros acabó. La labor de un “coyote serio” es coordinar el viaje de los migrantes, diría aquel hombre grande desde su silla de pitas de hule.

Así, sin preguntar si el coyote José pagaría a Los Zetas, sin preguntar si irían en tren, sin preguntar cómo ocuparía el dinero, Adán y su amigo migrante salieron del cantón El Zamorano hacia la estación de Puerto Bus en San Salvador, se montaron a un bus que iba hacia la Ciudad de Guatemala desde donde fueron en autobuses interdepartamentales hasta La Mesilla, frontera guatemalteca con Ciudad Cuauhtémoc, México.

Cruzaron por veredas de tierra hacia México, y tomaron una y otra y otra combi hasta llegar a Estación Chontalpa, un municipio chiapaneco fronterizo con el Estado de Tabasco. Se internaron en el monte y esperaron el tren que venía de Tenosique. Durante una semana, recuerda Adán, no abandonaron ese tren, que los internó en Veracruz, ya por las fibras del corazón zeta.

Siguieron hasta el Estado de México, la periferia de la ciudad capital, y escalaron hasta Celaya, en el Estado de Guanajuato, unos 700 kilómetros después de haberse aferrado al acero del tren de carga, mejor conocido en aquellos caminos como La Bestia.

* * *

—Un coyote serio —dice el señor coyote— no ocupa el tren.

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Adán asegura que el coyote José hizo una llamada en Celaya:

—Aquí están, vengan a traerlos —dijo.

Adán y su amigo pensaron que se trataba de otro coyote que llegaría por ellos.

Los que llegaron no parecían coyotes. Llegó una camioneta Chevrolet Silverado y de ella se bajó un hombre que dijo ser El Trenzas. Llegó atrás una camioneta Dodge Ram, de la que se bajaron tres hombres que dijeron ser guardaespaldas de El Trenzas.

El Trenzas —dijo Adán— entregó 800 dólares al coyote José. El coyote José dijo “ya vengo”.

Fue entonces cuando Adán se dio cuenta de que el coyote José los acababa de vender.

El Trenzas —que dijo ser zeta— se los confirmó:

—Si ustedes no pagan, me los voy a chingar.

A Adán y a su amigo los llevaron a un rancho donde también estaba encerrado un hondureño. Pasaron ahí dos días, los obligaron a llamar por teléfono a sus familiares y a pedirles que depositaran en una cuenta de transferencias rápidas 1,500 dólares a un mexicano. La exesposa de Adán envió ese dinero desde Estados Unidos. La mamá del amigo de Adán envió desde Estados Unidos ese dinero.

Hasta aquí, todo era normal. Un normal secuestro de Los Zetas.

* * *

Normal como lo que le puede ocurrir a más de 9,000 personas al año. Normal como algo tan normal, tan habitual, que puede generar 25 millones de dólares en solo seis meses.

En 2009, la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México (CNDH) entrevistó a 9,758 migrantes en tránsito que aseguraban haber sido secuestrados por grupos criminales —principalmente por Los Zetas— en diferentes Estados. Producto de las entrevistas, la CNDH concluyó que esos secuestros habían generado a las mafias 25 millones de dólares en solo seis meses.

Así de normal.

* * *

El Trenzas amenazó varias veces a Adán y a los otros dos secuestrados con que él tenía ojos por todos lados en ese pedazo de la ruta. Les ordenó que se subieran a un bus, que recorrieran unos 1,000 kilómetros y llegaran hasta Coahuila, Estado fronterizo con Estados Unidos. Les ordenó que se bajaran en la estación de autobuses de Piedras Negras.

Piedras Negras es un municipio fronterizo mexicano. Del lado estadounidense está la pequeña ciudad de carretera llamada Eagle Pass, en el Estado de Texas. En medio de Piedras Negras e Eagle Pass está —bravísimo— el río Bravo. A esas alturas, ya ha sido alimentado por sus principales afluentes, el río Pecos desde Estados Unidos y el Conchos desde México.

El Trenzas dijo a Adán y a los otros dos migrantes que se bajaran en la estación de Piedras Negras, donde un hombre los esperaría.

En la estación de buses, un señor mexicano esperaba a los tres migrantes en una camioneta roja.

* * *

Migrantes viajan sobre un tren en su recorrido entre Ixtepec en Oaxaca, y Medias Aguas en Veracruz. Foto Eduardo Soteras
 
Migrantes viajan sobre un tren en su recorrido entre Ixtepec en Oaxaca, y Medias Aguas en Veracruz. Foto Eduardo Soteras

Desde una silla, desde la casa donde uno vive, desde la mesa donde uno tiene la computadora en la que lee la historia de Adán, es fácil decir que es un idiota sin valor que siguió al pie de la letra, como autómata, lo que El Trenzas le ordenó.

¿Por qué no se bajó del bus y buscó ayuda o se regresó a El Salvador? Eso se pregunta uno desde su computadora.

Durante tres años visité —y viajé por tramos con ellos— la ruta del migrante en México. Descubrí que lo que a uno le puede parecer estúpido desde su casa, en ese camino puede resultar lo más lógico.

Una vez entrevisté a un hombre salvadoreño que solo quería irse de un pueblo fronterizo con Estados Unidos llamado Altar. Su hermana estaba secuestrada a menos de 100 kilómetros, pero él solo quería irse. Sabía que no había nada que pudiera hacer, que no había autoridad a la que recurrir. Tenía razón.

Supe de unos policías que, en Veracruz, devolvieron a un migrante a una casa de secuestros de Los Zetas. El hombre había huido. Una vez fuera, en lugar de escapar egoístamente, decidió denunciar que había más secuestrados. Los policías municipales del municipio de Coatzacoalcos lo devolvieron a la casa de secuestros. El hombre terminó convertido en una masa roja que apenas respiraba. Me lo contaron dos jóvenes migrantes guatemaltecos que compartieron cuarto con la masa roja que apenas respiraba. Ellos no escaparon, fueron liberados luego de que sus familias pagaran 500 dólares por cabeza a Los Zetas.

Una vez, durante varios días, conversé en Ixtepec, Oaxaca, con un coyote mexicano que huía. Llevaba a tres migrantes hondureños, pero no había reportado ese negocio a su patrón coyote, un hombre conocido como Don Fito. Ese hombre tenía su base en la ciudad norteña de Reynosa, y desde ahí pagaba a Los Zetas 10,000 dólares mensuales para que dejaran trabajar a sus coyotes. Sus coyotes, a cambio, tenían que llevar solo a la gente que él les indicaba. Aquel coyote con el que hablé, que se hacía llamar El Chilango, tenía 41 años y pensó que podía engañar a su patrón llevando a tres hondureños por su cuenta, embolsándose todo el dinero. Su patrón se enteró y lo buscaba. Lo buscaba en la ruta, en los más o menos cinco mil kilómetros que hay desde la frontera mexicana con Guatemala hasta su frontera con Estados Unidos. Los Zetas tienen muchos ojos en el camino. Por supuesto que presumirán de más, de ser omnipotentes e infranqueables, pero no queda duda de que, lejos de absolutismos, tienen muchos ojos en el camino.

Un día de esos al mediodía, recibí una llamada de El Chilango. Esto es lo que se escuchó del otro lado de la línea. Voces y sonido de interferencia:

—Heeeeey... Ayúdame. Ssssss. Me agarraron. Aquí andan. Ayúdam... Tut, tut, tut.

Nunca más contestó el teléfono. Durante un año pregunté en la ruta por El Chilango. Nadie lo había vuelto a ver.

* * *

El señor mexicano llevó a Adán y a los otros dos migrantes a una casa en Piedras Negras. Ahí, recuerda Adán, una “señora gorda” les dijo que tendrían que pagar “300 por cabeza o se mueren”. En la casa, la señora gorda tenía encerrado a otro migrante mexicano.

Volvieron a llamar a sus familiares. Los 300 dólares por cabeza llegaron en depósitos rápidos, pero aun así los migrantes continuaron 13 días en esa casa donde solo les daban una comida diaria.

Adán y su amigo salvadoreño decidieron escapar. El hondureño y el mexicano se quedaron. “Tuvieron miedo”, dijo Adán. El escape duró unas pocas cuadras, porque unos pandilleros que trabajan para la señora gorda interceptaron a los salvadoreños y los devolvieron a la casa de seguridad.

El día 11 de octubre de 2011 los matones de la señora gorda se llevaron a Adán, a su amigo, al hondureño y al mexicano hacia el río Bravo. Era un pedazo de ribera al que se llegaba por veredas de tierra. Era un tramo de río que no era profundo. A la orilla —recuerda Adán— había ocho costales llenos de mariguana. Cada uno, calculó el migrante, pesaría unos 15 kilogramos.

—Pásenla —ordenaron los matones, señalando hacia Estados Unidos.

—No la voy a pasar, me van a dar unos 20 años de cárcel en Estados Unidos —se negó Adán.

Uno de los matones le puso a Adán un machete en el cuello y así lo persuadió de pasar el saco de mariguana.

Cruzaron a pie. Caminaron más de tres horas hasta que fueron recogidos, ya del lado estadounidense, por dos hombres en un sedán. Primero, se llevaron la mariguana, y dejaron a los migrantes abandonados en medio de la nada. Un guía había acompañado a los migrantes del lado estadounidense, para garantizarse de que la mariguana llegaría, pero una vez vio entregados los costales, se regresó a México. Los migrantes se quedaron inmóviles. A las dos horas, el mismo sedán volvió y los tipos se llevaron a los cuatro migrantes a un hotel en Eagle Pass.

Los matones dijeron a Adán que el próximo día lo llevarían a San Antonio, la ciudad importante más cercana, desde la que Adán podría comunicarse con sus familiares y ser recogido. Al menos, la desafortunada travesía daba indicios de terminar bien.

Al día siguiente, esos indicios se esfumaron. Agentes de diferentes cuerpos de seguridad de Estados Unidos cercaron el hotel y detuvieron a los dos matones, dos mujeres que los acompañaban y cuatro migrantes que estaban a la espera de ser trasladados a San Antonio.

Adán contó a las fiscales salvadoreñas que declaró ante las autoridades estadounidenses lo que había visto, que declaró contra los dos hombres que, según entendió, eran zetas buscados desde hacía varios meses en Estados Unidos. Adán estuvo dos meses en un centro de detención de indocumentados en Texas. El gobierno estadounidense, luego de utilizar a Adán para que dijera lo que querían que dijera, lo deportó.

El 12 de enero de 2012, a las 4:37 de la tarde, en el vuelo federal de deportados N593AN proveniente de Estados Unidos, el migrante Adán regresó a su país.

Adán contactó al coyote José, a aquel hombre de Usulután que por 800 dólares lo vendió a El Trenzas en Celaya. Lo único que Adán quería eran sus 1,500 dólares de vuelta. El coyote José, como quien responde por un préstamo no pagado, le dijo que no tenía.

Así, como si no fuera grave.

Adán lo denunció. En 2013, el coyote José fue condenado a purgar cuatro años de prisión. Por el delito de tráfico y trata de personas. O sea, por haber guiado y vendido a un indocumentado, el coyote José recibió cuatro años. Un ratero que robe un celular podría recibir entre seis y 10 años. Un hombre que vendió a otro hombre a Los Zetas recibió cuatro años. Eso dice la ley.

* * *

Dice el señor coyote de Chalatenango que a los buenos coyotes se les debería dar subsidio. Dice el señor coyote que a ningún buen coyote le interesa que otros estafadores anden asustando a la gente. Dice el señor coyote que un buen coyote vive de su credibilidad, del boca a boca. Dice el señor coyote que él es un buen coyote. Dice que no hay, para un buen coyote, nada mejor que migrantes contentos. Por eso, como si de moraleja se tratara, el señor coyote insiste en que un buen migrante es un migrante que pregunta. Por eso repite que, si él fuera migrante, le preguntaría a su coyote cuántos coyotes van a intervenir en el traslado. Le preguntaría cómo va a cruzar México. Le preguntaría cómo va a utilizar el dinero. Le preguntaría —para estar seguro— si no lo van a embutir en un camión bananero, si no lo van a subir al tren, si conoce a autoridades mexicanas para pasar tranquilamente las casetas de carretera. Le preguntaría —una y otra y otra vez— si el pago incluye la cuota de Los Zetas. Después, se lo volvería a preguntar.

Migrantes inician su travesía por el desierto de Sonora guiados por un coyote. Foto Eduardo Soteras
 
Migrantes inician su travesía por el desierto de Sonora guiados por un coyote. Foto Eduardo Soteras

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