Crónicas y reportajes / Migración
La región de los que huyen

Es hasta que miles de centroamericanos han huido de la región, denunciando que en sus países los van a matar, que se habla de los nuevos desplazados por la violencia. El Salvador no reconoce el fenómeno de manera oficial, pero dice que está creando programas para ayudar a quienes migran por esa razón. Mientras eso llega, la esperanza del Estado es que los ciudadanos se ayuden entre sí para escapar del país.


Fecha inválida
Daniel Valencia Caravantes y Jimmy Alvarado

Una madrugada, una madre y sus hijos huyen de El Salvador porque el hijo mayor ha recibido amenazas de pandilleros en la escuela. Una institución privada de derechos humanos les ayudó para evacuarlos hacia un país extranjero. Foto Fred Ramos
 
Una madrugada, una madre y sus hijos huyen de El Salvador porque el hijo mayor ha recibido amenazas de pandilleros en la escuela. Una institución privada de derechos humanos les ayudó para evacuarlos hacia un país extranjero. Foto Fred Ramos

1. Una madre huye junto a su hija

A las orillas de un río “pachito”, de aguas calmas, Maribel y Beatriz, la cosmetóloga, comieron y se bañaron y juguetearon con la hija de Maribel y con el nieto de Beatriz. Se secaron, se cambiaron de ropa, y cuando llegó el momento de huir, quedó grabado en la cabeza de Maribel su último recuerdo de El Salvador: Beatriz, la cosmetóloga, se despedía desde el otro lado del río. “¡Cuidate mucho, mamita!”, le decía. El último recuerdo que Beatriz guarda de ese día es el de la espalda de Maribel cargada con una mochila repleta de ropa y comida. Es el de Maribel y su hija, tomadas de la mano, haciéndose invisibles al final de una vereda que las conduciría hasta la ciudad de Guatemala.

Beatriz, la cosmetóloga, es una gran samaritana. Cuando Maribel huyó por primera vez le dio refugio en San Salvador. Cuando huyó por segunda vez la refugió en una vieja casona familiar de la ciudad de Santa Ana. Cuando hubo que, por fin, largarse de El Salvador, porque para Maribel y su hija El Salvador no era seguro, se las llevó hasta un cruce ilegal, para que del escape no quedara ningún registro en las fronteras. Beatriz, convertida en una “coyota”, armó así el plan para que nadie sepa, para que los pandilleros no sepan dónde se ha ido a esconder Maribel.

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En esta región del mundo, la del triángulo norte de Centroamérica, cuando alguien huye es porque está siendo perseguido por las pandillas, el crimen organizado o el narcotráfico. Lo dice la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Entre 2008 y 2013, 58 mil 63 Maribeles cruzaron las fronteras de Guatemala, Honduras y El Salvador porque ya no podían vivir en sus países de origen. Si hace 30 años miles de centroamericanos huían de las guerras en la región, ahora huyen de la violencia de las pandillas, del crimen organizado y el narcotráfico. El ACNUR dice que son los nuevos desplazados forzados.

La mayoría de los desplazados busca como país de refugio Estados Unidos. Allá, el Departamento de Estado reporta que, en el último quinquenio, de las más de 40 mil peticiones de asilo hechas por ciudadanos del triángulo norte de Centroamérica, casi la mitad (18 mil 873) han sido hechas por salvadoreños como Maribel. ACNUR dice que en El Salvador los desplazados forzados son empujados al exilio por la violencia de las pandillas.

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Maribel, de 24 años, creció junto a unos niños que más tarde se convirtieron en prominentes pandilleros de la Mara Salvatrucha en su comunidad, una de paredes de concreto y techos de lámina, a la orilla de un río sucio. Quienes viven en los territorios de las pandillas están sujetos a sus reglas. La regla no escrita que condenó a Maribel es aquella que dicta que una chica guapa del barrio no puede negarse a uno de los líderes de la clica. “Conseguí marido a la fuerza porque así tenía que ser”, dice. Uno de sus amigos mandaba que la buscaran y ella sabía que no podía negarse. Sin conocerla, cualquiera podría pensar que Maribel fue una tonta. Suele suceder que cuando aparece la noticia de que una chica murió asesinada por supuestos pandilleros, las redes sociales en El Salvador se saturan de usuarios que comentan que a la víctima le fue mal por tonta. ¿Quién le mandó meterse con pandilleros?, preguntan algunos. Merecido se lo tuvo, concluyen otros. Maribel hoy reflexiona que a nadie podía pedir auxilio. ¿Quién iba a socorrerla de las intenciones de un marero, respaldado por una clica, en una comunidad controlada por ellos? Ni Beatriz, la cosmetóloga, podría hacer nada. Maribel temía que si no iba a visitar a su amigo, su amigo se podía enojar, la pandilla se iba a enojar y ella y su hermano y su abuela podían caer en desgracia.

Sumisa, visitó a su amigo una y otra vez. A la cancha, a la esquina, a la tienda, tomó “cocacolas” con él, luego “birria, luego fumó un “chester (cigarro), luego un “porrito, y luego entró a una champa de lámina, y primero fue un beso, luego dos, luego se acariciaron desnudos. Al cabo de un año de relación, Maribel parió a la hija de un marero. Tenía 16 años entonces. El Pandillero, padre de su hija, tenía 20.

Hay reglas no escritas en la pandilla. Reglas de convivencia en las comunidades. Por ejemplo, hay pandilleros que obligan a los vecinos a asistir al cumpleaños de sus hijos; o algunos que se resienten al grado de declarar enemigos a aquellos vecinos que nos los invitaron a ellos a compartir un pastel. Para el caso de aquellos que se meten con la pandilla, acatar los designios de la clica es otra regla. Para el caso de una joven mujer, todo puede llegar a convertirse en una pesadilla. Hay clicas que en los cumpleaños el regalo que hacen a los agasajados es entregarles chicas vírgenes; hay líderes en la cárcel que exigen jovencitas de sus comunidades para que lleguen a la cárcel a tener sexo con ellos y sus camaradas, so pena de arremeter con violencia contra la familia de la víctima. Hay violaciones tumultuosas… hay puras desgracias.

Cuando la hija de Maribel cumplió dos años, El Pandillero cayó preso, acusado de homicidio. Y entonces a Maribel la volvieron a buscar, y le dijeron que cada semana tenía que abordar un bus hacia el oriente del país -un viaje de cuatro horas-, hasta la cárcel de Ciudad Barrios, un municipio enmontañado, en donde se encuentra la principal cárcel que alberga a pandilleros de la Mara Salvatrucha, más de 2 mil 500 de ellos. Al principio viajaba solo para tener sexo con él, pero más tarde El Pandillero, el padre de su hija, le exigió más cosas.

—Primero empecé metiéndome chips de celular en el ano o en la vagina. Y ya luego me exigió que metiera marihuana. Al principio me negué, pero…

… Pero una noche llegaron a buscarla, de nuevo. Golpearon a la puerta de su casa, y cuando ella abrió, tres jóvenes se le abalanzaron, la tiraron al suelo y le pegaron patadas en el abdomen, la espalda, las piernas, las nalgas, la cara. La zapatearon, literalmente, colocando las plantas de los zapatos contra sus mejillas. “¡Tenés que ir, hija de puta, o ya sabés!”, le dijeron. “¡Tenés que ir o a la próxima venimos también por ellos”, le advirtieron. Desde uno de los dos pequeños cuartos de su pequeña casa, miraban atónitos su hermano, su abuela y su hija bebé.

Maribel entonces viajó cuatro horas hacia el oriente del país, y en su vagina viajaba una bolsa con 50 gramos de marihuana. Pero algo pasó, quizá se puso nerviosa, y la descubrieron durante la requisa que hacen en la entrada. Pagó seis meses en Cárcel de Mujeres, seis largos meses que le siguen provocando pesadillas.

—Estando allá, todas las noches soñaba que regresaban a la casa por mi niña –dice.

Al salir de prisión, Maribel regresó a casa, y una noche volvieron a llamar a su puerta. Debía intentarlo otra vez. Ya no al mismo penal, donde estaba su marido, sino a otro. Reglas no escritas. Aquello sería como un castigo que debía cumplir por no haber completado la encomienda de la marihuana. Maribel les dijo que sí, pero en su cabeza ya había armado unas maletas imaginarias, que más tarde, esa misma noche, se hicieron reales y las cargó hacia la puerta de la casa de Beatriz, su amiga cosmetóloga. En su primer éxodo viajó desde su casa, ubicada a la orilla de una quebrada sucia, hasta una casita de clase media en las afueras de San Salvador, camino al aeropuerto. Llevaba a su hija en brazos, dormida. Ella recuerda bien esa noche. Era una noche de quema de fuegos artificiales, de las 'luces Campero', y el taxi que tomó se metió en un atolladero. Maribel lloraba porque no pudo despedirse de nadie, mientras miraba a través de la ventana cómo estallaban en el cielo las luces multicolores.

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En el triángulo norte de Centroamérica, la región más violenta del mundo, hay dos pandillas hegemónicas. Una se llama Barrio 18 y la otra Mara Salvatrucha. Esta última, una de las pandillas más peligrosas, según el FBI, y con designación por parte de las autoridades estadounidenses como uno de los grupos criminales a cuyas finanzas hay que atacar. Ambas pandillas surgieron en Los Ángeles, Estados Unidos. Las crearon jóvenes migrantes centroamericanos para defenderse de otras pandillas.

Con sus matices en cada país, hoy día las pandillas controlan vastos territorios compuestos por comunidades obreras, marginales, pobres. Se calculan por decenas de miles sus miembros en toda la región. Solo en El Salvador, el gobierno ha estimado que hay unos 60 mil pandilleros activos. La Policía Nacional Civil calcula que hay 610 clicas en todo el país, con presencia en los 14 departamentos. En San Salvador, donde creció Maribel, hay 216.

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Semanas después de aquella noche de las luces Campero, Beatriz, la cosmetóloga la envió lejos, a su casa familiar, ubicada a dos horas de la capital. Fue hasta que estuvo allá, más lejos de casa, que Maribel telefoneó a su hermano. Le pidió que le dijera a su abuela que estaba bien, y que hicieran de cuenta y caso que ella y su hija ya no existían. No les dijo dónde estaba, no les dio coordenadas, les dijo que hicieran de cuenta y caso que ella ya no existía. “Es mejor así”, les dijo. Entre lágrimas, a regañadientes, su hermano, dos años menor, aceptó. Nunca más preguntaría por ella, para que luego no le notaran a él que escondía información sobre el paradero de Maribel.

Al cabo de unos meses, una tarde de martes, en una agencia de teléfonos Tigo, Maribel se quedó helada. Una semana atrás había reportado en esa agencia un problema con su celular, y le dijeron que se lo resolverían una semana después. Puntual, el día de la segunda cita, Maribel llegó a la agencia, y fue entonces cuando en su mente se imaginó a sí misma, una vez más, rellenando maletas. “¿Usted es la muchacha? Maribel se llama, ¿verdad? Su familia la anda buscando”, le dijo una de las vendedoras.

Ese mediodía, en uno de los telediarios del país, la foto de Maribel circuló con la leyenda “Desaparecida” y un teléfono de contacto. Una de las vendedoras de Tigo reconoció a Maribel, la chica joven con una hija linda, que había visitado la agencia hacía apenas días. En la agencia hicieron bola con el caso de Maribel, y ella hoy jura que era como si la estuvieran esperando el día de la cita. Maribel corrió de regreso a la casa de Beatriz, para salir de dudas le volvió a hablar a su hermano, y comprobó que él había cumplido su promesa: no buscarla nunca más. Todo apuntaba a que alguien de la pandilla se había hecho pasar por su familia, había enviado la foto al telediario, había contado el caso, había pedido ayuda para encontrarla. Maribel temió lo peor. En el pueblo que se convirtió en su último refugio, donde casi la alcanzan, hay 40 clicas de pandillas, 26 de estas ligadas a la MS, la pandilla que la persigue. Maribel no lo sabe con exactitud, pero ella sí tuvo siempre claro que moverse de un lugar a otro, dentro del territorio salvadoreño, no era garantía de nada. Si acaso sería una pausa. Un paréntesis en su escape. Hoy que se sentía identificada por una vendedora de celulares, lo que ella más temía por fin había sucedido: era hora de dejar atrás al país. Esa noche, en las tinieblas, mientras crujían las vigas y la lámina en el techo de la casa de Beatriz, se imaginó que llegaban, la ubicaban, que alguien había dado su paradero, ubicable porque tenía un nuevo celular, había dado esa dirección. Imaginó que los pandilleros caminaban encima del techo.

Maribel temió la muerte durante dos semanas. En cada esquina sentía que alguien la observaba. No dormía bien, y cada ruido de las vigas era un sobresalto. Mientras, Beatriz movió a más familiares para ayudarle a su protegida. Y de familiar en familiar, de amigo en amigo, Beatriz logró alejar a Maribel del ruido y el riesgo de la casa con vigas chillonas al enviarla hacia un rancho en una montaña fronteriza con Guatemala. Pocos días después, las dos amigas se despidieron, quizá para siempre, en las riberas de un río.

En Guatemala, amigos de Beatriz la ayudaron a conseguir trabajo. Pero el problema es que no tenía papeles, ni de ella ni de su hija, y su hija no podía quedarse sin estudiar. Indocumentada, Maribel preguntó a abogados, y alguien le recomendó acercarse a las autoridades de Guatemala para pedir asilo o refugio. Se movió algunos días a la capital, pidió ayuda en Migración, y la autoridad guatemalteca aceptó estudiar su caso. Ella contó toda su historia. Le pidieron pruebas, pero ella no tenía cómo probar nada.

Desde Guatemala, las autoridades enviaron oficios hacia El Salvador para comprobar algunas cosas: que El Pandillero, el padre de la niña, existe y que está preso. El registro de la estancia en cárcel de Maribel, el caso por el que fue condenada… pero nada de eso comprobaba que su testimonio fuera cierto, más que su propia palabra y sus lágrimas. El 15 de marzo de 2014, el gobierno de Guatemala le creyó a una salvadoreña. Ese día, el gobierno de Guatemala reconoció que su vecino El Salvador era incapaz de darle protección a dos de sus habitantes, y por lo tanto decidió otorgarles refugio.

2. Un samaritano en la guerra se escandaliza en la paz

Hace un cuarto de siglo, Fernando Protti se movía entre las selvas y balas de una región donde se estaban matando entre sí. Él atendía a refugiados salvadoreños que recalaron en la frontera nicaragüense porque huían de la guerra entre el ejército y la guerrilla del FMLN. También auxilió a los indígenas desplazados de Guatemala que huían del genocidio y se refugiaban en la frontera sur de México. “¡Más de 50 mil”!, dice.

Ahora, Protti, con el pelo y la barba blancas, es el representante de la oficina del ACNUR para México, Cuba y Centroamérica. Oficia desde Panamá, y en los últimos seis años se ha vuelto a afligir por esta región, considerada por Naciones Unidas como la más violenta del mundo, por sus tasas de homicidios, que solo en Honduras supera los 90 por cada 100 mil habitantes. 22 años después de las guerras, Protti y ACNUR han regresado a Honduras, Guatemala y El Salvador. Se dicen preocupados, han llamado la atención de los gobiernos y hasta han abierto, de nuevo, oficinas en las sedes de las Naciones Unidas en cada uno de estos tres países.

—No es normal –dice Protti-. Lo que causa alarma ahora es que estamos en paz, en teoría. Y sin embargo, la gente sigue saliendo, y registrar que 17 mil refugiados centroamericanos han salido huyendo de lugares 'en paz' llama la atención. Antes huían 20 mil salvadoreños a Nicaragua, 50 mil guatemaltecos a México, porque los ejércitos perseguían a la población. Ahora la gente no sale en masa, pero está huyendo igual.

—¿De qué están huyendo los centroamericanos?

—La información nos dice que la gente está huyendo de los desencuentros con las maras, el crimen organizado y el narcotráfico.

Desde 2008, ACNUR ha venido registrando un incremento en el número de solicitudes de asilo que guatemaltecos, hondureños y salvadoreños han hecho a los países de destino alrededor del mundo. A la fecha registran 17 mil centroamericanos asilados en el mundo, pero cada año, alrededor de 8 mil centroamericanos le dicen a gobiernos extranjeros que temen por sus vidas en sus propios países. Más de 50 mil casos en el último quinquenio, la mayoría en Estados Unidos, aunque menos del 4.9 % han recibido respuestas favorables. Solo una minoría se convierte en refugiados, porque no a todos les creen los países de destino, porque no llevan pruebas de que sean perseguidos o de que corran peligro. En 2010, Naciones Unidas elaboró una nota para orientar a jueces y abogados en todo el mundo sobre cómo evaluar casos en los que las víctimas hubiesen sufrido persecución de parte de las pandillas y del crimen organizado. Esto fue una respuesta ante el aumento de peticiones de asilo realizadas por ciudadanos de Guatemala, Honduras y El Salvador que temían retornar a sus lugares de origen.

—Lo que nos ha llevado a este punto se deriva de un análisis que empezó hace varios años, cuando la gente llegaba a México, sobre todo, pero también a Estados Unidos y Canadá. Decían que venían huyendo de las maras, y en su mayoría era gente de El Salvador y gente de Honduras –dice Protti.

—¿Los gobiernos de estos países reconocen que la gente huye por la inseguridad que provocan las maras?

—Mientras que Honduras reconoce plenamente el problema que tienen, el gobierno de El Salvador, aunque también reconoce que hay un problema de desplazamiento forzado por violencia, no reacciona de la misma manera.

—¿No lo dice públicamente?

—El gobierno de El Salvador reconoce que hay zonas en la capital de la república y otras partes en las que hay presencia de las maras. Y de eso hay evidencias claras con la cantidad de casas vacías en las diferentes colonias que han sido abandonadas porque los dueños o las personas que vivían ahí fueron atemorizados o perseguidos o empujados por las maras a salir. Eso está claro. Y cuando el mismo gobierno de El Salvador hace las entrevistas a la gente que reingresa a El Salvador… es un estudio del que no le puedo dar números todavía, pero sí sé que en ese estudio está claro que mucha gente dice que se fue por causa de la violencia.

La Dirección de Migración y Extranjería de El Salvador dijo a El Faro que entre enero de 2012 y mayo de 2014, 4 mil 487 salvadoreños que fueron deportados de México y Estados Unidos dijeron haber huido la inseguridad.

De los tres países del triángulo norte, solo Honduras ha reconocido públicamente que tiene un problema de desplazamiento forzado de población provocado por la violencia. A finales de 2013, el gobierno de Porfirio Lobo pidió a ACNUR que reabriera sus oficinas en Honduras; y a inicios 2014, el nuevo gobierno de Juan Orlando Hernández creó una comisión interinstitucinoal para la atención de los desplazados. “Debemos reconocer que la situación nos desborda, y por eso necesitamos ayuda para hacerle frente a este reto”, dice la canciller hondureña, Mireya Batres. Esa comisión, sin embargo, continúa en creación aunque con la coordinación de la Cancillería y el Ministerio de Seguridad ya trabaja en un diagnóstico en colaboración con ACNUR, para definir una hoja de ruta.

De manera oficial, ACNUR ha reabierto sus oficinas en Honduras, pero también tiene a representantes de planta en Guatemala y El Salvador que buscan datos oficiales de las oficinas gubernamentales para poder, al menos, hacer un esbozo del problema en estos otros dos países afectados. Oficialmente, El Salvador y Guatemala todavía no reconocen que exista un fenómeno de desplazamientos forzados, pese a que los casos saltan a la vista, y que ya existen reportes sobre legiones de desplazados, colonias fantasmas que quedan tras la huida masiva con centenares de casas abandonadas y desmanteladas.

3. Que huyan los jóvenes

Mayo de 2014. Límite entre San Salvador, la capital, y Soyapango. El autobús que trae a los migrantes salvadoreños retornados desde México no ha arribado. En el Albergue de Migrantes de La Chacra, un grupo de madres esperan, ansiosas, a que el bus asome su nariz chata y cuadrada por la esquina. Ellas quizá no lo prevén, pero la primera escena de ese arribo no es agradable: los migrantes bajan del autobús con los rostros desencajados, ojerosos, desaliñados.

Se sabe mucho sobre los peligros que corren los migrantes en su travesía por México. Los violan, secuestran, matan, descuartizan. Pero es curioso que sus viajes de retorno también dejen un resquicio para el peligro. Por eso las autoridades de Migración les quitan las cintas de los zapatos y los cinturones. Ya ha pasado, dicen, que alguien mata a alguien más en esos largos viajes de retorno. Un pandillero que mató a otro. Un coyote que no quiere que lo delaten. Un tratante que teme ser descubierto…

El bus no ha llegado, y María tiene el rostro de una mujer impaciente. Pero se recompone, y mientras el autobús llega ella cuenta por qué su hijo intentó huir hacia los Estados Unidos.

A José, no hace mucho, casi lo matan. José estudiaba séptimo grado en la escuela de su pueblo, cuando un grupo de compañeros, simpatizantes de la Mara Salvatrucha, lo invitaron a unirse. José se negó. “Entonces le dijeron que lo iban a matar.”

En la escuela y en la colonia de José, ubicadas en el centro de un pueblo del área metropolitana de San Salvador, “ya casi solo él quedaba”, dice su madre, cuando intenta explicar que la mayoría de su grupo ya estaba 'caminando' con la pandilla. En El Salvador, para un joven, el solo hecho de vivir en una colonia del Barrio 18 y estudiar en una escuela sembrada en un territorio de la MS -y viceversa- puede significarle la muerte. A José lo perseguían al salir de casa, lo encaminaban al salir del colegio, pero él siempre se negó. Siempre. Hasta que un día los muchachos se cansaron. Lo rodearon, se lo llevaron a un predio cerca de la escuela y entre unos ocho muchachos lo vapulearon.

—Fuimos a buscarlo, porque era de noche. Lo encontramos bien desangrado, como si estuviera muerto. A saber con qué le dieron. Le habían reventado todo. La boca, la cabeza, todo. Para ellos, muerto lo habían dejado. ¡Sí lo verguiaron! ¡Todo reventado! En el hospital estuvo como dos semanas –dice María.

Centroamérica -y particularmente el triángulo norte- es la región en la que se mata a más jóvenes del mundo, según Naciones Unidas. Solo en El Salvador, las edades en las que se corre mayor riesgo de morir, según el Instituto de Medicina Legal, son entre los 15 y los 29 años. En los últimos 13 años, de cada 100 personas que fueron asesinadas, 56 eran jóvenes en ese rango de edad. 24 mil jóvenes fueron asesinados en ese período.

Al salir del hospital, José abandonó la escuela. No salía de casa, pero los muchachos, que se enteraron de su supervivencia, volvieron a acecharlo. “Si no nos vamos, me van a matar, mamá”, le dijo José a María. Se movieron a otro municipio, a donde unos conocidos, pero hasta allí lo encontraron los muchachos. Bajo la puerta del que era su refugio comenzaron a filtrar papelitos con dos leyendas: decían que lo habían localizado y que ya pronto lo iban a matar. En la zona en la que se refugió José, según la Policía, operan 38 clicas de pandillas.

María nunca hubiera dejado que José se fuera hacia Estados Unidos, pero José temía tanto, temía tanto, que a escondidas de su madre se puso en contacto con unos parientes migrantes en Estados Unidos. Ellos le ayudaron para pagar el coyote, para largarse a escondidas de su madre.

José cayó en Tapachula, en el sur de México, y fue entonces cuando supo de él su madre, que ya lo creía muerto.

—Allá él contó esta historia, pero las autoridades de allá le dijeron que qué lástima, que no le podían ayudar.

José por fin llega. Se baja del autobús. Trae ojeras. Viene con los zapatos descintados, se ve derrotado. Levanta la cabeza para saludar a su madre, desde lejos. En fila india se lo llevan a un cuarto en el que le dan el kit del deportado: una pupusa y un refresco. Ahí lo entrevistan las autoridades de Migración, y José les cuenta que se fue porque temía por su vida. Lo sacan de una oficina y lo meten en otra. Ahí lo reciben unos policías adscritos a ese albergue, pero no le preguntan las razones de su partida. Simplemente le preguntan sus datos, y le piden que llene una ficha con sus huellas dactilares. “Es para detectar si no tiene antecedentes penales”, dice el sargento encargado de esa oficina. Al final, José por fin sale y se reencuentra son su madre. Se abrazan. José le dice a su madre que había comido mal, que no había dormido. Su madre le cuenta que ha platicado con nosotros. José nos habla:

—No quisiera contarle más, aparte de lo que ya le dijo mi mamá, porque la verdad es que me da miedo.

—¿Y ahora qué harás, José? –preguntamos.

—Cuando salgamos de aquí nos vamos donde el coyote. Ya me está esperando para intentarlo de nuevo.

4. El ministro del exterior salvadoreño

Hugo Martínez es el canciller de El Salvador por segunda ocasión. Al final de la gestión de Mauricio Funes (2009-2014) Martínez se apartó del gobierno para ocupar la presidencia del Sistema de Integración Centroamericana (SICA). Tras el segundo triunfo presidencial del FMLN en las urnas, Martínez fue convocado de nuevo para dirigir el Ministerio de Relaciones Exteriores. Recientemente Martínez visitó Tegucigalpa, la capital de Honduras, para suscribir un acuerdo en el que los países de la región se comprometieron a combatir el tráfico de personas y a prevenir la migración de miles de niños centroamericanos. En ese encuentro, la canciller hondureña y hasta el mismo presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, pidieron ayuda a sus vecinos pero, sobre todo, a Estados Unidos, para combatir el flagelo del narcotráfico, el crimen organizado y las pandillas. “Es evidente que en la región, nosotros solos no podemos”, dijo Hernández. 

Quizá sobre todo porque hoy las políticas de Seguridad del segundo gobierno del FMLN están en la mira, Hugo Martínez no será quien reconociera de manera oficial que en El Salvador hay nuevos desplazados forzados, un fenómeno que las autoridades no encuentran cómo medirlo porque las huidas, como las de Maribel, generalmente son individuales, silenciosas, sin dejar rastros para evitar el peligro. Pero quizá sea también porque miles de migrantes al año dicen en otros países que en El Salvador ya no pueden vivir, que Martínez confirma cosas: el gobierno de El Salvador está creando programas para ayudar a los que huyen. 

 —¿El gobierno salvadoreño reconoce, como el de Honduras, que hay un fenómeno de desplazamientos forzados por la violencia?

—¿Cómo asì?

—¿Reconoce el gobierno de El Salvador que la violencia, en especial la generada por las pandillas, está generando un nuevo fenómeno en la región?

—La migración es multicausal. Una de las causas de los desplazamientos humanos aquí en El Salvador y en otras partes del mundo es la violencia y el crimen organizado, pero también hay otras causas estructurales como la pobreza, como la falta de oportunidades económicas, la reunificación familiar que buscan los hijos con sus padres y los padres con sus hijos... si me preguntas si influye el tema de la inseguridad en el tema de los desplazamientos humanos, sí. Sí influye. Si tú me preguntas si es el único factor que influye, yo te diré que no es el único factor. Si le preguntas a un sociólogo, no es el único factor.

—Honduras ha reconocido que se ha salido de sus manos el problema de la violencia y el de los desplazados por la violencia. Ha solicitado ayuda a la comunidad internacional. ¿El Salvador va a seguir los mismos pasos que siguió Honduras para gestionar opciones de asilo y refugio para salvadoreños?

—Tenemos un programa de cooperación con Naciones Unidas, con ACNUR, pero cada país tiene su particularidad. Nosotros reconocemos que la violencia es uno de los factores que influye en los desplazamientos humanos, pero no es el único factor. Tanto con ACNUR como con la Organización Intermacional para las Migraciones (OIM) estamos trabajando en programas para ayudar a quienes se vieron forzados a migrar por el crimen organizado y la violencia.

El arzobispo de San Salvador, monseñor José Luis Escobar Alas, dijo la primera semana de agosto que El Salvador está a punto de convertirse en un Estado fallido. Lo dijo en las narices del presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, que participaba en la celebración de los ritos religiosos con motivo de las fiestas patronales de San Salvador. “En este momento histórico que vivimos es urgente para nosotros escuchar a Cristo porque el nivel de autodestrucción que vivimos, tristemente, es tal que nos amenaza con el hundimiento nacional. Estamos a punto de ser lo que se llama un Estado fallido. Nuestra situación es en verdad preocupante”, dijo Escobar Alas, en alusión a la violencia de los homicidios y de las extorsiones…

Sánchez Cerén, que ese día no daría declaraciones, según habían informado los delegados de la prensa presidencial, tuvo que improvisar para responder. “Yo escuché a monseñor Escobar Alas decir ‘hay la posibilidad de un Estado fallido’, pero tengamos fe, tengamos confianza en el pueblo. Llamo al pueblo a trabajar por evitar que este país se hunda”, dijo.

Una semana más tarde, Sánchez Cerén, desde una colonia capitalina y en compañía de su gabinete de Seguridad y del fiscal de la República, lanzó la creación de la Policía Comunitaria. El gobierno de El Salvador, que a diferencia del de Honduras todavía no reconoce oficialmente que las pandillas controlan y desplazan familias en los territorios que controlan, ahora tiene una policía comunitaria. Según dijo Sánchez Cerén, la principal tarea de ese nuevo cuerpo de seguridad es “recuperar la seguridad en las comunidades”.

5. Elizabeth teme por los niños

Elizabeth Kennedy es una investigadora originaria de San Diego, California, que se especializó en migración forzada porque desde joven le gustó trabajar en albergues en aquella ciudad, que daban refugio a niños migrantes mexicanos y centroamericanos. Años más tarde, cuando sacó su maestría, en Inglaterra, compartía el tiempo de sus estudios trabajando como voluntaria en un refugio para niños migrantes afganos. Niños que habían huido de la guerra en su propio país. De regreso en San Diego, mientras preparaba su doctorado, hace seis años, Elizabeth sospechó que algo muy grave ocurría con los niños de Guatemala, El Salvador y Honduras que ella atendía. Elizabeth enseñaba escritura creativa, danza latina; dirigía un club de libros y de arte. Cuando compartió de cerca con esos niños fue cuando supo que algo andaba muy mal.

—A veces conversaba con niños y adolescentes sobre por qué salían de sus países. Muchas veces me escribieron que tenían miedo de quedarse. Tenían miedo de las maras, del crimen organizado, de los carteles. En escritura creativa escribimos sobre nuestras vidas. Entonces muchas veces me escribieron sobre violencia entre pandillas, y sobre cómo es ser perseguido. Algunos habían tenido padres que habían sido asesinados, madres matadas, hermanos matados, entonces, cuando yo llegué aquí a El Salvador sabía que algunos sí tenían miedo y se sienten perseguidos, tienen miedo de salir a la calle, y cosas así.

De lo que le contaron esos niños, Elizabeth recogió insumos para escribir un ensayo para la universidad de Oxford que tituló “Refugiados de las pandillas centroamericanas”. Elizabeth es una académica que ha estudiado de cerca la migración infantil desde 2010. Decidió residir en El Salvador un año como parte de su programa de doctorado para estudiar el fenómeno. Su interés radica en que ella presenció cómo en los últimos tres años cada vez más niños del triángulo norte de Centroamérica continuaban llegando a Estados Unidos. Armó maletas y se radicó en El Salvador para tratar de entender el fenómeno. Un fenómeno que hace dos meses acaparó las noticias internacionales, luego de que se filtraran fotografías de los albergues que retienen a los menores migrantes en Estados Unidos, y de que el presidente Barack Obama reconociera que tenían una tragedia humanitaria con los más de 50 mil niños migrantes que cruzaron la frontera y fueron detenidos sin compañía de adultos.

A la fecha, Elizabeth Kennedy ha entrevistado a más de 500 menores migrantes de El Salvador. Ha sistematizado las respuestas de 322 menores, y encontró que el 60.1 % respondieron que el principal motivo por el que se habían ido del país es la violencia.

Ella hace un resumen:

—145 viven en barrios con maras. La mitad de ellos vive en zonas rojas, con las dos maras en esa zona. 130 van a la escuela a lugares donde hay una presencia de maras cerca, en parques, calles o esperando en la calle a horas de entrada y salida. 100 de ellos tiene presencia de maras dentro de las escuelas. 109 recibieron amenazas de meterse (a las maras) o morirse. 70 han dejado de ir a la escuela por miedo. 33 tienen miedo de salir a la calle. Ya no van a la iglesia por el miedo. 14 tienen padres que fueron asesinados por las maras.

—En esas 500 entrevistas, ¿ha identificado algún patrón de persecución? ¿O similitudes?

—Las amenazas empiezan cuando están saliendo de la escuela o en el barrio. Si viven en una zona roja, cuando cruzan una frontera que está en control de otra pandilla. Si son testigos de algún asesinato empiezan a tener problemas. Es una cosa familiar. Si una niña rechaza el pedido de ser novia de un marero toda la familia está afectada. Si ella tiene un hermano de 13 años, este tiene la presión de involucrarse en la mara por la falta de su hermana. Es consistente entre las familias. No afecta solo al adolescente, sino a toda la familia.

—¿Qué pasa con los jóvenes que han hecho denuncias?

—Solo 16 han hecho denuncias. 200 de los 322 no quieren hacerla. Dicen cosas como esto: “la Policía y los mareros son lo mismo”, “hay fuentes de información dentro de la Fiscalía y la Policía”, “si hago denuncia, ellos van a saber”, “los mareros dicen que si denuncian, nos van a matar”, “uno no sabe quién es quién”, “las paredes tienen oídos”. No quieren hacer denuncias, porque piensan que los problemas van a empezar después de hacer una denuncia.

En El Salvador no existen indicadores que describan el impacto que tiene la violencia en la migración infantil. Ni en Guatemala. Ni en Honduras. Recientemente, hay un dato que sí ha dejado asombrados a otros norteamericanos, y que incluso fue avalado a finales de julio por el presidente hondureño, Juan Orlando Hernández. A raíz de la preocupación por el incremento de la migración infantil hacia Estados Unidos. El Departamento de Seguridad Interna de los Estados Unidos reveló que el 70 % de los niños migrantes que ingresaron a suelo estadounidense provienen de los 30 municipios más violentos de Centroamérica. La lista la lidera Honduras, con San Pedro Sula, la ciudad más violenta del mundo a la cabeza. El Salvador y Guatemala no se quedan atrás, y sus dos ciudades capitales también aparecen en esa lista.

6. Hablan las pandillas

Finales de abril. Tres líderes pandilleros convocan a algunos medios de comunicación, entre estos El Faro, a una reunión clandestina en una casona del centro de la capital, San Salvador. Uno de ellos, el más viejo, el que más habla, parece un obrero, un albañil, un tipo sin pinta de pandillero. Otro parece un universitario, y el tercero es el único flojo, tumbado. Uno de ellos esconde los ojos detrás de unos lentes negros. El primero es representante de los sureños del Barrio 18. El segundo, de los revolucionarios del Barrio 18. El tercero, de la MS. En la habitación, la televisión truena. El Noticiero de las 8 de la noche ocupa el tiempo hablando de una balacera entre policías y pandilleros.

Durante una hora, los tres pandilleros se deshacen en pronunciamientos sobre el estado de la tregua entre las pandillas, que desde marzo de 2012 hasta mediados de 2013 mantuvo una tendencia de entre 5 y 7 homicidios diarios, la mitad de lo usual antes del pacto. La tregua, como se le conoce hoy día, nació de una negociación entre el gobierno y las pandillas para reducir los homicidios a cambio de beneficios carcelarios, entre otros incentivos. Se termina la parte de la conferencia en la que ellos dijeron lo que querían decir. Es hora de hablar sobre la denuncia de ACNUR. A finales de marzo, Fernando Protti, el representante en la región, dijo desde San Salvador que la principal causa del desplazamiento forzado en Centroamérica era “la amenaza de las pandillas o maras y el narcotráfico o crimen organizado transnacional”.

Primero habla el pandillero más viejo, el que tiene pinta de obrero.

—Yo quisiera saber de dónde es que esa institución saca esas conclusiones –pregunta.

—Del número de casos en los países en los que los migrantes han pedido refugio o asilo -le respondo.

—Mmm, ya. No´mb´e. Hay que decirle a la gente de la ONU que no se deje llevar por esos cuentos. La gente se va de este país, de estos países, porque el hambre es perra. Porque no hay trabajo, no hay qué darle de comer a los niños.

—¿Que sus clicas se tomen territorios, amenacen, desplacen, no es algo cierto?

Al pandillero viejo con pinta de albañil lo interrumpe el pandillero de lentes oscuros, el MS.

—En nuestras comunidades la gente no huye porque nosotros no nos metemos con nuestras comunidades. No es cierto eso de que andemos corriendo a la gente de sus casas. Eso es un invento.

—¿Y tampoco es cierto que jóvenes huyan porque no quieren ser reclutados a la fuerza, o que las jóvenes mujeres huyan porque no quieren ser abusadas?

En la conferencia, el pandillero que parece universitario explica que para este momento -finales de abril de 2014- los reclutamientos se han “calmado”. Lo mismo dice el MS, y solo el pandillero viejo acepta que la pandilla a la que representa sigue reclutando jóvenes. El pandillero universitario, al escuchar la última pregunta, le dice a sus colegas que terminemos. El pandillero de lentes oscuros, el de la MS, abandona el mínimo protocolo de la conferencia y se me acerca con una oferta, en tono de broma.

—No crean nada de lo que dice la gente. La gente va a inventar cualquier cosa para entrar a Estados Unidos. ¿Las jainas? ¿Huyendo de nosotros? ¡Hey! ¿Por qué no quedamos un día para seguir conversando de esto, y nos vamos a vacilar con unas, pues, para que vean cómo nos temen? ¿¡Vamos!? Yo las llevo, neta.

7. Una defensora tira la toalla

No hace mucho tiempo, Esperanza, una abogada del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana 'José Simeón Cañas' (IDHUCA), de El Salvador, decidió que ya no ayudaría a nadie a huir del país. Y no es que Esperanza sea una mala persona, o que de un momento a otro aquello que la mueve por dentro se haya esfumado. Presuponemos que quienes se meten a trabajar en estos menesteres es porque tienen en el corazón un motor de Quijote, en el alma el espíritu de un buen samaritano. Esperanza es así, pero un día se cansó. Y cuando ella dice que se cansó, con tono serio, con un dejo de tristeza en los ojos, hay que creerle.

Hasta hace unos meses, la oficina de Esperanza estaba ubicada en el corazón de la Universidad jesuita, frente a la capilla y muy cerca de un jardín en el que hace 25 años fueron masacrados seis sacerdotes, una de sus empleadas y la hija de esta. En plena guerra, un grupo de soldados ingresó al recinto, atacó a los curas en sus aposentos y luego a varios los remataron en el jardín. A algunos, con las culatas de los fusiles, les destrozaron el cráneo.

Porque El Salvador ha cambiado, quizá el IDHUCA también. Antes se dedicaba más a atender casos en los que el Estado era acusado de violar derechos humanos, de manera directa (por crear desaparecidos, torturados o masacrados). Ahora también ve casos en los que quienes violan los derechos humanos son otros, y en los que el Estado peca por omisión, por su terrible ausencia. Un día, sin que ella lo intuyera en ese momento, su angustia arrancó cuando sus jefes le delegaron una misión: atender a las familias que necesitan huir del país porque son perseguidas por la violencia. Ellos fueron explícitos en decirle que con violencia se referían a los que hacen con sus víctimas el Barrio 18 y la MS.

Esperanza comenzó su trabajo en 2012, y un día llegó una familia. Una semana después otra, y otra, y otra, hasta que su oficina se llenó de casos; y el tiempo se le hizo más corto, y sus otros menesteres ya no lograba resolverlos, porque para ayudar a una familia que huye de las pandillas hay que estudiar el caso, conocer las condiciones de vida de la familia, comprobar que es cierta la presencia del peligro, intentar reubicarlas dentro del país, si es que la familia reúne las condiciones para moverse, o, en su defecto, interceder por esa familia ante un gobierno amigo para que la acepte y les otorgue refugio o asilo. Esperanza, pues, durante mucho tiempo se convirtió en una especie de Oskar Schindler salvadoreña, que armaba casos y listas de familias que buscaban huir de sus propios holocaustos.

Quizá el caso más famoso que trabajó la institución de Esperanza fue el de una atleta de 16 años secuestrada, desaparecida y asesinada en la zona paracentral de El Salvador, en mayo de 2012. Alison Renderos, atleta de lucha desde los 11 años, era una esperanza para ganar una medalla de oro en nombre de El Salvador en unos juegos deportivos centroamericanos que estaban próximos a realizarse. Sin embargo, la joven fue encontrada semanas después de su desaparición, en un monte perdido de San Vicente. La encontró el criminalista de la Fiscalía General de la República, Israel Ticas. Ticas es un peculiar funcionario, famoso en El Salvador porque su trabajo consiste en investigar casos de cementerios clandestinos, a los que acude con escobillas, palas y piochas, y cava y desentierra y hace de las exhumaciones monumentos en bajorrelieve compuestos por barro y huesos en descomposición. En el caso de Alison Renderos, uno de los pandilleros del Barrio 18 de San Vicente habló, dio las coordenadas, y llevó a los fiscales hacia la barbarie. Israel Ticas, acostumbrado a escenas de inimaginable violencia, dice que aquella de una tarde de inicios de 2013 es de las que más lo han conmovido.

—Pobrecita la niña. Algo nunca antes visto. Creo que esa es una nueva práctica. La hicieron pedacitos. Cavaron un pequeño hoyo de unos… no recuerdo, quizá unos tres, cinco metros de profundidad, y fueron metiendo en ese hoyo, pedacito por pedacito, los trozos de la niña.

—¿Nunca había visto algo así?

—Nunca. Lo normal es que despedacen a las víctimas y las entierren en varios lugares, o en un solo lugar. Pero así… algo nunca visto.

—¿De qué diámetro era el hoyo?

—Tenía el diámetro de un tubo de PVC. Es como el hueco que se forma cuando junta las puntas de sus dedos índice y pulgares –Israel Ticas forma un hueco al unir la punta de sus índices y pulgares-. Así de angosto recuerdo que era.

El caso de Alison fue a juicio, pero durante el juicio la familia de Alison fue amenazada por la pandilla. Que todos iban a morir, les dijeron. La Fiscalía no pudo ayudar a la familia de Alison. La Policía no pudo ayudar a la familia de Alison. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH) no pudo ayudar a la familia de Alison. El Estado no pudo ayudar a la familia de Alison. El Estado no pudo cumplir lo que la Constitución dice que es el propósito de la organización del Estado: garantizar la vida y la libertad de sus habitantes, garantizar el bien común... Que todos iban a morir, les advirtió la pandilla, y el Estado no pudo decir que iba a impedirlo. Entonces alguien habló a la familia de Alison sobre el IDHUCA, sobre la oficina de Esperanza que está allá por donde masacraron a los sacerdotes y las mujeres durante la guerra.

A partir de 2010 comenzaron a llegar muchas familias al IDHUCA a pedir ayuda para huir de El Salvador. Esperanza retomó ese trabajo en 2012. Ella estudiaba los casos, y cuando estaba convencida de que podía apoyar a esas familias para que pudieran solicitar asilo o refugio en cualquier otro rincón del mundo, pedía certificaciones de los casos a la Fiscalía. Certificaciones que dijeran que esa familia estaba en riesgo. Pero a veces, ni en eso la apoyaban.

—¿Por qué no querían dar esos documentos?

—Les pedimos a la PNC y a la Fiscalía una constancia. No la quieren dar porque eso es como probar su ineficacia. No la quieren dar. Aunque en algunos casos sí, dependiendo del fiscal que lleve el caso. Cuando ellos lo remiten sí están en la obligación de ayudarnos para documentar nuestro caso. Pero lo hacen con el fin de que las personas declaren o sirvan de testigos en el proceso. A cambio, les ofrecen sacarlas del país, pero vienen a dejarlas aquí…

A inicios de 2014, Esperanza se cansó. El IDHUCA también. No tienen recursos ni personal para atender los casos que llegan a sus puertas. Decenas de casos. Un centenar en los últimos cuatro años. Esperanza se sobresaturó de gente pidiendo ayuda para huir del país, porque a raíz de algunos episodios exitosos, que llegaron a oídos de fiscales, policías y la PDDH, el Estado les remitió más y más casos.

Que el Estado salvadoreño le pidiera a Esperanza que ayudara a sus ciudadanos a largarse es como si un niño llegara a pedirle ayuda a su madre, de la de que depende, y la madre lo enviara a pedirle auxilio a la vecina o al párroco o a la cosmetóloga de la esquina.

—Nos hemos visto solos. Nos vemos en ese dilema si seguimos recibiendo casos, nos llenamos y solo soy yo la abogada… no puedo… o sea, la seguridad de las personas es tarea del Estado…

Y la esperanza del Estado un día era una sola Esperanza.

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