Esperaba una caterva de mareros, con las manos en la masa, pero aquí solo veo a dos panaderos, sumisión en sus miradas, y azorados al ver que entra un forastero. El olor a pan recién horneado coincide sí; también los restos de harina por el suelo, el instrumental, los delantales. Pero en esta panadería, propiedad de la Mara Salvatrucha, faltan los homies.
—Buenos días. Busco a Cristian, le dicen El Tremendo.
Los panaderos alzan la mirada con timidez, se observan, regresan a lo suyo. Parecen más asustados que yo. Les explico qué me ha traído hasta el barrio La Coquera, de Acajutla, además del mototaxi.
En Acajutla está ocurriendo un milagro. El municipio sobresale desde que arrancó el milenio como uno de los más violentos de El Salvador: 52 asesinatos en 2005 entre una población que ronda los 55,000, 59 cadáveres en 2008, 75 en 2011… Pero en 2012 la cifra se redujo a 20; y en 2013, a 4. Es cierto que las muertes bajaron en todo el país por la negociación entre las pandillas y el gobierno, pero mientras el descenso nacional fue del 43 %, acá los homicidios se desplomaron el 95 %. La tasa por 100,000 habitantes pasó de 140 a 7, se situó por debajo de la de Costa Rica y Uruguay. Algo así como si el esperpento que es hoy la Selecta pasara a codearse con Alemania en dos años, o como si cuadruplicaran el salario mínimo. El milagro de Acajutla merecía ser explicado, y a inicios de semana llegué a la ciudad para escuchar a quienes lo forjaron: empleados municipales, víctimas, pastores, policías, empresarios… La Mara Salvatrucha algo sabe y, para hablar con ellos, me dijeron que llegara hoy viernes a la panadería de La Coquera, y que preguntara por El Tremendo, palabrero de la clica Acajutlas Locos.
—Los muchachos están por allá –rompe el silencio al fin uno de los panaderos, y me señala una vereda a un costado de la panadería.
Treinta metros de vereda y otros cincuenta de camino empolvado, aparece un homie, hoy sí, que se para apenas me ve, la mirada y la actitud de un gallo de pelea.
—Moisés Bonilla, de la alcaldía, me dijo que llegara a las 9 y preguntara por El Tremendo.
Al fondo, bajo las sombras de unos árboles, hay un grupo de ocho o diez. Tras un gesto del vigilante se acercan tres. Les repito el porqué de mi visita, con énfasis en mi interés por conocer la versión del milagro que tienen los pandilleros.
—Aquí nadie se llama El Tremendo –dice cortante un marero gordo y con la cabeza tatuada.
***
Cuando se tiene fe, el milagro de Acajutla es sencillo de entender.
Dice Mario Alas, pastor de la iglesia Mar de Galilea: “En septiembre de 2011 Dios nos dijo: oren. Y todos los días domingo, a las 5 de la mañana, empezamos a orar en el parque para que cesara la delincuencia”.
Y dice Reyes Sermeño, pastor también: “Salimos a orar por los linderos de Acajutla, reprendiendo a los demonios que querían meterse en la ciudad. Con la oración hemos atado demonios de promiscuidad, de asesinatos, de violencia… Dios nos ha respaldado, pero yo sé que es difícil de comprender humanamente”.
Cuando no se tiene fe, cuesta un poco más, pero merece la pena intentarlo.
Acajutla fue puerto antes que ciudad. Los verbos embarcar-desembarcar anclaron en estas tierras desde que se gobernaban para gloria de reyes extranjeros. La vocación marítima secular el Estado salvadoreño la premió en 1961 con la inauguración de uno de los complejos portuarios más modernos de Centroamérica. Al pequeño asentamiento llegaron miles de extraños en busca de trabajo y futuro, y en 1967 la Asamblea Legislativa reconoció la pujanza con el título de ciudad. La apresurada urbanización devino en un entramado de calles, colonias y avenidas tan desordenado que la ciudad ni siquiera tiene un parque o una plaza central; y en un conglomerado humano en el que resulta complicado dar con alguien de la tercera edad que haya nacido aquí.
El puerto generó prosperidad, sí, pero también prostitución, drogas, criminalidad. El desarraigo y la pobreza fomentaron la migración hacia Estados Unidos en los ochenta, y con las deportaciones de los noventa proliferaron las pandillas. Como en el resto del país, dos terminaron monopolizando el fenómeno: la 18 se hizo fuerte en el barrio La Playa, una concatenación de burdeles y chupaderos muy codiciada por los marineros; y la Mara Salvatrucha se adueñó del resto del casco urbano.
Prostitución, alcohol, drogas, maras, narcotráfico, dinero… Los astros se alinearon para que pasara lo que pasó: Acajutla terminó convertida en un referente nacional de violencia.
Los años 2009, 2010 y 2011 fueron los más violentos que se recuerdan –68, 63 y 75 cadáveres; para igualar la tasa, en Londres tendrían que asesinar a 1,000 personas cada mes–, pero un coro de voces heterogéneas coincide en señalar que son el trienio en el que se sembró la semilla del milagro.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) destinó ingentes recursos para analizar el fenómeno de la violencia, el Barrio 18 fue aniquilado, las iglesias evangélicas comenzaron a orar en el parque, el empresario Darío Guadrón ganó la municipalidad para el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), los palabreros emergieron como actores sociales cuando el alcalde les abrió las puertas, y a escala nacional la Mara Salvatrucha y la 18 suscribieron el acuerdo que pasó a ser conocido como la Tregua.
—Cuando la bulla de lo de la Tregua, el alcalde estableció un código: lo nuestro es diferente y lo vamos a manejar con discreción –dice Moisés Bonilla, pieza clave en el milagro.
A lo de Acajutla se le llamará, pues, el Proceso. Sus promotores se esfuerzan por marcar distancias con la Tregua y rechazan con visceralidad la palabra, aunque a la base de ambas iniciativas esté el mismo ingrediente básico: el diálogo con las pandillas. Las diferencias principales son que el Proceso sí logró involucrar a un sector de la empresa privada y, sobre todo, que el gobierno municipal asumió la paternidad de la iniciativa y trató de construir proyectos de inserción social para los pandilleros, como la panadería de La Coquera.
***
—Aquí nadie se llama El Tremendo –dice cortante un marero gordo y con la cabeza tatuada–, pero conozco al viejo ese de la alcaldía. ¿Qué querés?
Es un aka inventado, pero a partir de ahora será Stocky. Tiene 34 años y es padre de un joven de 16 que estudia noveno grado y que él se encarga de mantener alejado de la Mara. Stocky estuvo preso en Apanteos y en Chalatenango, y ahora lleva palabra en la Acajutlas Locos de La Coquera. No es muy alto y en la cárcel se engordó, pero sigue siendo de esos perfiles con los que a uno no le gustaría irse a los putazos. Ahora viste chores largos, una camisola oscura de fútbol americano con números en la espalda, y tenis caros y relucientes como si los hubiera estrenado esta mañana.
Escucha con atención. De entrada responde que no pueden hablar con periodistas, que la pandilla ha tirado línea, pero es evidente que lo está deseando, y sin mucha insistencia me lleva ante el resto del grupo.
—Este periodista quiere saber –les dice– por qué han bajado los homicidios en Acajutla, y si el alcalde nos está ayudando.
Como si se abrieran las compuertas de una represa. “Nada de ayuda ha llegado”, exagera uno al inicio. “Llevamos años pidiendo que hagan de grama artificial la canchita de la escuela”, dicen. “Los de la alcaldía son muy bocas”. “Nos han dado capacitaciones, ¿pero para qué si nadie nos da trabajo?” “Los viejos de cuello se hartan la plata de la Tregua, y abajo no llega nada”. “La alcaldía apoyó para comprar una lancha”. “El viejo cerote (por el alcalde Guadrón) solo un horno nos ha dado”. “¡Eso no es nada para cómo nosotros bajamos los índices de criminalidad!” “Y ahora tenemos prohibidísimo pedir a los vecinos o robar a los turistas”. “En La Coquera ayudaría un proyecto para que nos compraran los huevos de tortuga”.
Lo último no es exabrupto. Stocky parece haber dado vueltas a la idea. Sabe que en otras playas algunas oenegés pagan a los vecinos por cada docena de huevos que entregan para incubar en criaderos, pero aquí la extracción es ilegal, aunque la gente lo sigue haciendo por necesidad, expuesta a decomisos y a multas. Stocky está convencido de que…
—¡Jura! ¡Jura! –grita uno de los homies en labores de vigilancia.
El grupo se desvanece. El grueso de los pandilleros corre hacia la escuelita, y yo detrás. En la canchita –sin grama artificial– tres niños y cuatro niñas juegan fútbol, algunos descalzos. Apenas se inmutan por la estampida de homies, como si fuera rutina en La Coquera.
***
—La Policía Nacional Civil no tiene absolutamente nada que ver con la tregua de Acajutla.
El subinspector Gustavo de León es uno de los salvadoreños enemistados con la palabra tregua. Está asignado a la subdelegación policial de Acajutla desde abril de 2013, como segundo al mando, y en sus primeros seis meses solo se registró un homicidio. Sabe que el milagro guarda relación con el Proceso pero, por prudencia o por ignorancia real, opta por la distancia.
—Sí, he oído que tienen una panadería en La Coquera y que les dieron lanchas para pescar –dice–, pero ¿cómo obtuvieron eso? Lo desconozco. Desconozco cómo otras instituciones están manejando el tema. Nosotros a los pandilleros les aplicamos la ley.
Esta mañana hubo un operativo en la San Julián, una de las colonias que más presencia de pandillas tiene, junto a la Alvarado, la Acaxual I y II, la Ciudadela, La Coquera y el Valle de la Muerte. Son las más afectadas, pero en Acajutla no existe colonia ajena al fenómeno. El marero es vecino o vive en el pasaje de la par o dos pasajes más allá; no es un personaje, como sucede en amplios sectores de la capital, que se sabe que existe solo por los noticiarios. La pandilla acá es algo cercano. La casa del alcalde Guadrón, prominente hombre de negocios propietario de la cadena de restaurantes Acajutla, está en las inmediaciones del Valle de la Muerte.
—Y el problema –dice el subinspector De León– es que desarrollan un sentimiento de propiedad. Se creen que la colonia es su territorio y ya. Si entra un joven que llega de visita, de un solo lo interceptan, lo descamisan para ver si tiene tatuajes y lo interrogan. Si es de Nahuizalco o de Izalco, como allá solo dieciochos hay… digamos que… es un riesgo para él.
—¿Qué hay de los vecinos que no son pandilleros?
—Cuando hacemos un operativo, salen los papás, las mamás, los amigos… solo para obstaculizar nuestra labor.
—Pero… ¿y el resto? ¿Los no pandilleros?
—El problema es que el 90 % de la población de Acajutla o pertenece a la Mara o tiene algún familiar o es afín. Por eso a nosotros no nos quieren aquí.
El 90 % de los acajutlenses no quiere a los policías, dice el subinspector De León. Incluso dando por sentado que haya exagerado la cifra, esa percepción es demoledora.
***
En la madrugada del 20 de agosto de 2014, un grupo de emeeses uniformados como policías llegaron a la colonia Lue, simularon la detención de Doroteo Marroquín (a) Tello, se lo llevaron maniatado a un predio baldío que llaman La Planada, y le reventaron la cabeza a plomazos. Con él, se dice estos días en Acajutla, murió el último dieciochero.
Por su simbolismo, el asesinato del Tello quizá quede grabado en la intrahistoria de la ciudad, pero el Barrio 18 dejó de tener cancha a finales de 2011. Ese año –no por casualidad el de los 75 cadáveres–, Mara Salvatrucha y Barrio 18 midieron fuerzas como nunca, y el pulso terminó con el destierro no solo de los pocos dieciocheros sobrevivientes, sino de sus familiares, de sus simpatizantes y de los que, sin ser una cosa ni la otra, pensaron que tenían poco futuro por el hecho de haberse criado en el barrio La Playa, otrora epicentro de la tumultuosa vida nocturna alimentada por prostitutas, marineros, sicarios y traficantes, y bastión de la 18.
El barrio La Playa se levanta a ambos lados de la calle que va desde el edificio de la municipalidad hasta la Capitanía del Puerto, unos 500 metros lineales junto al mar con un potencial turístico infinito. Pero aún hoy, tres años después del éxodo dieciochero, La Playa parece una zona devastada por un tsunami. Incontables casas están abandonadas, desmanteladas, semiderruidas. Vacías de vida, son el testimonio de que aquí se libró una guerra con vencedores y vencidos.
—Nos llevó años echar a los feighteen –dice Stocky– y la sangre de muchos homeboys. Y eso es lo que aquí nos llega menos de la Tregua, que del tabo tiraron línea de que había que calmarse, pero nosotros nunca vamos a estar a buenas con los feighteen.
El milagro de Acajutla es consecuencia del Proceso, y para que el Proceso cuajara tuvo que darse el intenso trabajo de ablandamiento del PNUD, las oraciones de los pastores, la victoria electoral del alcalde Guadrón y los lineamientos surgidos de la Tregua. Pero todo eso no habría funcionado, o sus efectos habrían sido mucho más limitados, sin la previa aniquilación del Barrio 18, que dejó todo el caso urbano en manos de la Acajutlas Locos.
***
Como si fuera rutina en La Coquera, la clica se desvanece antes de que llegue el Nissan Frontier de la jura. De reojo lo miro pasar de largo sentado a un costado de la canchita, a la par de dos niños de cuarto y sexto grado con los que invento una plática. Minutos después, uno a uno los homies reaparecen y se arremolinan bajo los mismos árboles.
—¿Pueden enseñarme la panadería? –pregunto, sin esperanza.
La panadería son dos habitaciones de paredes repelladas que la pintura blanca no alcanzó a cubrir. El cuarto del fondo, el pequeño, es sombrío y alberga tres bicicletas con canastos, aunque un homie me dice que la red de distribución la integran cinco. En el cuarto grande están, además de los panaderos de miradas sumisas, dos de sacos de harinas, estantes metálicos con bandejas llenas, una báscula, una laminadora de masa, una mesa, recipientes plásticos multicolores y hornos hay tres: dos que les donó un cura del cantón Metalío, y el tercero, el que les entregó la alcaldía como parte del Proceso. “Es el que saca el pan más rico”, dice un marero.
—Lo mejor de este negocio –dice Stocky– es que a cualquier hora día, uno manda a la esposa y sabe seguro que va a comer pan caliente.
La Mara Salvatrucha vende unos 200 dólares diarios de pan francés y pan dulce. De ahí hay que descontar los costos de producción, incluidos los salarios de los dos panaderos que trabajan para la Acajutlas Locos. No hay que haber estudiado un máster en administración de empresas para concluir que, aunque en verdad quisieran dejar de extorsionar, este proyecto no es una alternativa real para las no menos de 25 familias de los barrios La Coquera y La Atarraya vinculadas a la pandilla.
—Vamos a platicar la playa –me dice Stocky.
***
—Acajutla no aceptó ser municipio santuario; el alcalde no quiso.
Habla Moisés Bonilla. Trabaja desde hace 14 años en puestos de confianza de la municipalidad; que haya sobrevivido a cuatro alcaldes, en este país, habla bien de sus capacidades. Ahora es gerente de Proyección Social, aunque lo relevante para esta historia es su rol como director ejecutivo del Proceso.
—Mijango vino a Acajutla a presentarnos lo suyo, pero no nos pareció. ¿Por qué? Sentimos que él quería mucho protagonismo.
El mediador Raúl Mijango y el pandillero Stocky confirman la reunión, celebrada en las primeras semanas de 2013, cuando los promotores de la Tregua trataban de seducir a alcaldes de ciudades violentas para integrarse en lo que primero se conoció como “Municipios santuario”, y luego, ante el aluvión de críticas, se rebautizó como “Municipios libre de violencia”.
La versión de Mijango difiere tantito: “La alcaldía solicitó que no se hiciera público, pero sí hay un acuerdo, y eso es lo importante: nuestros promotores dan atención en Acajutla. ¿Por qué pidieron que no fuera público? Porque vieron que los medios, en lugar de apoyar, lo que hacían era criticar a los alcaldes que se sumaban”.
Acajutla ha estado fuera del escaparate de la Tregua, alejada del foco de una prensa a la que le da pereza investigar lo que sucede lejos de la capital. Pero eso no ha impedido que surjan sonoras críticas a escala local.
—Hay gente que ve mal el acercamiento del alcalde con los muchachos –dice Moisés Bonilla.
—Me dijeron que los recibe en su despacho.
—Es cierto. Vienen a veces a pedir trabajo, o porque no tienen para comer. Y por recibirlos y atenderlos, hay gente que llama al alcalde el amigo de los mareros.
—¿Cómo justificar ante la opinión pública ese acercamiento?
—Con el proyecto del PNUD se hizo un estudio y salió que hay más de 600 mareros que, independientemente de que sean o no delincuentes, son seres humanos, ciudadanos salvadoreños. Tampoco hay que olvidar que aquí todos nos conocemos. Yo vivo en la Acaxual I y conozco a todos los muchachos de la colonia.
—¿Eso explicaría también que la empresa privada apoye el Proceso?
—Nosotros como alcaldía nos reunimos con representantes de la empresa privada, les planteamos la situación, y algunos dijeron: si es para salirse, yo pongo un horno o lo que se necesite, pero supervisado por la alcaldía. Y así se está haciendo. La gran ventaja de la empresa privada es que da la plata y ya, sin problemas con la Corte de Cuentas.
—¿Por qué se desplomaron los homicidios?
—Porque aquí vimos el problema de violencia al margen de lo que sucedía en el resto del país. Ese es el valor que ha tenido Acajutla. Si usted va ahorita a la escuela de la colonia San Julián, verá afuera al montón de muchachos, solo que hablando del partido de fútbol del viernes o de cómo el alcalde los ha tomado en cuenta. Al final… no hay otra forma. Los pandilleros son ciudadanos, solo que hasta ahora nadie había querido escucharlos.
***
Igual que hay gente que aún cree que el hombre nunca puso el pie en la Luna, o que Elvis Presley está vivo, no faltarán quienes negarán el milagro de Acajutla. Dirán que los cadáveres que desaparecieron de las calles están sepultados en fosas clandestinas, o que los que dejaron de morir son puros mareros y que para la gente honrada nada cambió.
Pero algo sí cambio. En El Salvador las cifras de homicidios de 2014 se parecerán a las de antes de la Tregua, mientras que en Acajutla el año cerrará con una veintena de asesinatos, muy lejos de los números previos al Proceso. Luego están los detalles: en el baño de estudiantes del instituto nacional no hay ni una sola pintada alusiva a la Mara Salvatrucha, y el subdirector, Víctor Manuel Alfaro, confirma que la matrícula subió de 450 a 560 jóvenes.
Todo esto no quita que cuando se habla –sin grabadora– con mototaxistas, vendedoras, trabajadores, autoridades, profesores o policías, se detecte con facilidad una preocupación por el empoderamiento de la Acajutlas Locos, por su presencia creciente en la vida pública.
Varios se quejaron de que durante las fiestas patronales el alcalde Guadrón autorizó a los mareros a vender cervezas en las calles, o de que da facilidades excesivas a sus familias para abrir ventas. También se ha extendido el rumor de que algunas empresas de la zona portuaria han contratado a homies con salarios generosos, o incluso que los tienen en planilla sin trabajar. Críticas de este tipo se escuchan seguido, pero, en términos generales, podría afirmarse que los acajutlenses saben que, en el tema de la seguridad, viven mejor que hace un lustro.
Hay, sin embargo, un delito que de forma cuasi unánime se juzga descontrolado: la extorsión. El pago a los pandilleros bajo amenaza de muerte es habitual desde mediados de la década pasada, pero el Proceso parece haberlo naturalizado. Quizá por eso las cifras oficiales apenas registran el problema: en los diez primeros meses de 2014 la Policía Nacional Civil solo procesó ocho denuncias.
—Escuchamos rumores de gente que está siendo extorsionada –admite el subinspector De León–, pero tienen miedo y no denuncian.
Salvo que alguien tenga los conectes para quitársela de encima, en Acajutla pagaban y siguen pagando renta a la Mara Salvatrucha los mototaxis, los autobuses, los microbuses, las tiendas, los puestos del mercado, los ranchitos de la playa… hasta los migrantes cuando regresan desde Estados Unidos a visitar a algún familiar, o los embarcados, que es como se conoce a quienes, contratados por alguna naviera, se suben a un barco y pasan meses navegando de puerto en puerto, embarcando y desembarcando, hasta que la nave regresa a El Salvador.
***
—Vamos a platicar a la playa –me dice Stocky.
Caminamos solos el centenar de metros que separan la panadería y la playa que se abre al costado sur de la bocana del río Sensunapán. La hostilidad inicial del Stocky hace ratos desapareció.
—Yo soy del noventa y ocho –dice.
Se refiere a que en 1998 lo brincaron. Stocky dice “Soy de” como el porteño que dice “Soy de Boca”, o el gringo conservador que dice “Soy republicano”, solo que el sentido de pertenencia es hacia una estructura criminal como la Mara Salvatrucha.
Stocky mira el océano, calmado y luminoso, y dice que su hermano está ahora mar adentro, con una lancha que la familia adquirió con un crédito bancario. Su hermano no es pandillero, pero debe formar parte del casi medio millón de salvadoreños –cifras oficiales– que conforma el colchón social de las pandillas. Salió de madrugada con dos adolescentes que sí vacilan con la Mara. Se paga bien el dorado en estos días, a 1.40 dólares la libra, y si acompaña la suerte, en una salida se le pueden robar al mar hasta mil libras.
—¿Por qué la Mara sigue cobrando la renta? –pregunto.
—…
—Escuché que cobran a los embarcados.
Un embarcado que se embarca por primera vez gana unos 700 dólares al mes. Si tiene experiencia, el salario sube hasta los 1,000 o 1,200 dólares. El embarcado pasa cinco, seis o diez meses en el mar, sin apenas gastos, y el jugoso cheque le espera cuando desembarca en el puerto de Acajutla.
—¿Cuál es el problema por dar 100 pesitos al barrio? –dice Stocky–. No es nada para ellos, y a nosotros nos ayuda mucho.
—¿A usted le gustaría que alguien le quitara 50 libritas del pescado que trae su hermano?
Stocky calla unos segundos, como si buscara la respuesta con la que quisiera zanjar el tema.
—La renta de años se cobra en El Salvador –dice–, ni siquiera la inventamos nosotros. En la guerra se extorsionaba. Hacemos lo mismo que en su día hizo el FMLN.
***
Son las 11 y media de la mañana, hora de mucho movimiento en la subdelegación de la Policía Nacional Civil. En unas sillas plásticas cerca de la entrada tienen sentados a dos jóvenes enclenques: uno tiene 23 años, calza chanclas y dice ser panadero; el otro tiene 19 años, calza Nike, lleva cachucha y dice ser corralero en la Hacienda Kilo 5.
Un agente que parece recién salido de la academia les hace preguntas obvias –nombre, padres, dirección, tatuajes sí o no, altura…– y con las respuestas rellena sendas fichas. Pero a cada rato llega Fredy, de investigaciones, y los cuestiona con preguntas más elaboradas. Fredy viste tan desaliñado que no parece un policía; ahora lleva unos pantalones beige un par de tallas más grande y una camiseta blanca con una muñeca pintada que dice “Mom, I Love U”.
La pareja de enclenques iba en moto por el bulevar 25 de Febrero, los pararon en un retén junto al obelisco y los remitieron por indocumentados. Les han pedido los celulares. Fredy los analiza en algún cuarto adentro. A cada rato sale y pregunta algo con tono serio. No hay problemas con el supuesto panadero, dice, pero en el teléfono del supuesto corralero han hallado “música de mareros”, y entre los contactos hay dos números que el sistema atribuye a pandilleros activos.
—¿El chip es suyo? –pregunta Fredy en otra de sus salidas.
—Sí.
—Lo tenemos que decomisar. Pueden irse, pero usted tiene que firmar que deja esto aquí, para que lo investiguemos. Solo que ahora estoy ocupado con otro papeleo. Si tiene prisa, le doy una hoja en blanco, la firma y luego la relleno.
—Está bueno –dice el supuesto corralero con una naturalidad que invita a pensar que no es la primera vez.
Al rato le traen su teléfono abierto. Lo revisa y de inmediato comprueba que, además del chip, le falta la tarjeta de memoria.
—Falta la memoria. Yo vi que los agentes del retén se la quitaron –se atreve a reclamarle a Fredy.
—¿Está seguro de que tenía memoria?
—Sí... si yo música venía escuchando en la moto.
Fredy grita que identifiquen a los agentes del retén, que quiere sus nombres para preguntarles por radio si saben algo. Los cinco o seis agentes que en ese momento pasan cerca se percatan de la situación. “Estos bichos mienten seguido”, dice uno. “Si como dos dólares vale esa mierda, ¿para qué la bulla?”, emplaza otro al supuesto corralero.
—Vaya... no hay problema... puedo comprar otra memoria –dice, consciente de su situación.
Al poco le traen la hoja en blanco, estampa su firma solitaria, y él y su amigo salen cabizbajos de la subdelegación. En cuatro horas, el jefe de todos estos policías me dirá sorprendido que el 90 % de los acajutlenses no quiere a los policías.
***
Faltan minutos para el mediodía cuando me despido de Stocky. Camino por la playa hasta el barrio La Atarraya, donde me ha dicho que puedo fotografiar placazos recientes de la Acajutlas Locos. Los hay vistosos y coloridos, otros viejos; abundan las garras, las lápidas, las calaveras, la omnipresente MS-13. Pero los que más se repiten son las amenazas tipo “Muerte al soplón” y “Ver, oír y callar”.
Voy cámara en mano y me detengo a cada rato. Al doblar una esquina, un niño de unos 12 años en labores de vigilancia me mira extrañado. Se calma cuando le digo que vengo de hablar con los muchachos. En El Salvador pocos lugares serán tan seguros como una cancha de una pandilla cuando se tiene el aval del palabrero.
Junto a la Capitanía del Puerto paro un mototaxi y, como es hora de almuerzo, le pido que me acerque al mercado. Justo aquí inicia el barrio La Playa, los 500 metros lineales junto al mar con sus incontables casas abandonadas, desmanteladas, semiderruidas, consecuencia de la aniquilación del Barrio 18.
—Por esta calle hace tres años no podíamos pasar –dice el mototaxista cuando se convence de que soy periodista–. Acá estaba la otra pandilla.
—¿Ahora es mejor?
—Sí, corazón –responde.
—¿Usted no paga renta?
—Yo no, porque el mototaxi no es mío, pero el dueño sí. Y está bueno, porque ahora yo trabajo hasta las 7 de la noche, y me muevo tranquilo hasta por los cantones. Sé que no me va a pasar nada aunque lleve a dos manchados, no como antes.
En mi libreta anoto el enésimo ejemplo de naturalización de la violencia que he escuchado esta semana. Ante la débil presencia del Estado salvadoreño, un sector de los oprimidos incluso agradecen su condición al opresor, como un mal menor. El Proceso en Acajutla ha salvado docenas de vidas, pero también parece estar creando la dictadura perfecta.