Opinión / Violencia
El porqué de los 600 cadáveres

Pandillas con el poder atomizado, policías y soldados con libre arbitrio en el ejercicio de la fuerza, reactivación de las cadenas de venganzas, guerras por el territorio... y un gobierno que asegura que todo está saliendo según el plan trazado. De telón de fondo, los 635 salvadoreños asesinados en mayo.


Fecha inválida
Carlos Martínez

La periodista mexicana Alma Guillermoprieto expuso al mundo –en las páginas de The Washington Post– la barbarie que se había cometido en un pueblito de Morazán conocido como El Mozote, dicen que la más brutal de las masacres en América Latina durante el siglo XX. También escribió sobre el horror que le produjo descubrir que la llanura sepultada en lava volcánica, conocida como El Playón, se había convertido en un botadero de cadáveres con signos de tortura. Ella reseña en su libro Desde el país de nunca jamás que la Comisión de Derechos Humanos estimó que en 1981 un promedio de 700 civiles habían sido asesinados cada mes. La guerra surgía enloquecida, irrefrenable. Era 1981. Estábamos en guerra civil. Había 700 asesinatos mensuales.

El mes pasado, mayo de 2015, en El Salvador hubo 635 asesinatos, según la Policía Nacional Civil. El país consiguió duplicar la cifra de homicidios en cuestión de cinco meses: en enero fueron 336; y en febrero, 307; en mayo, repito, 635 salvadoreños fueron asesinados. Nunca había ocurrido en este siglo que pasáramos la barda de los 500 asesinatos mensuales.

Lo único que parece estar claro es que en este fenómeno hay dos actores estelares: uno muy afamado: las pandillas, y otro que pretende ser de reparto, pero que disputa el protagonismo: el gobierno. Los gobiernos de El Salvador.

Pero para entender lo que nos pasa hoy, hay que remontarse unos años atrás.

En 2012, año del inicio de la Tregua con las pandillas, el gobierno se vio en la necesidad de tener un número acotado de interlocutores (es imposible sostener un diálogo con 60,000 o 70,000 personas al mismo tiempo), y para ello empoderaron y sofisticaron a una cúpula de líderes, tanto de la Mara Salvatrucha (MS-13), como de las dos facciones del Barrio 18. Aunque personajes como Diablo de Hollywood, Croock, El Trece, El Muerto de Las Palmas, Chory, Payaso… ya eran líderes en sus respectivas estructuras, el nuevo escenario los catapultó todavía más, los hizo más visibles desde cualquier ángulo de sus organizaciones y los dotó de representatividad y legitimidad como voceros de sus pandillas y como actores sociales. En otras palabras, la Tregua hizo a los líderes de las pandillas un poco más líderes; y a esas estructuras, un poco más piramidales. Una buena jugada, si se piensa bien: ¿de qué serviría entablar un diálogo con un líder sin mucho poder? ¿De qué serviría entablar un diálogo con un líder que en dos o tres meses dejara de ser líder? La Tregua se cimentó en que estos líderes conservaran autoridad y legitimidad –respeto, le dicen ellos– ante sus estructuras.

Pero las pandillas no son entidades homogéneas, y no todo mundo estuvo de acuerdo. Varios líderes de clicas o canchas, y de programas o tribus (confederaciones de clicas o canchas respectivamente) se opusieron a la Tregua y tuvieron que someterse a regañadientes o pagaron con sus vidas. Por poner solo un ejemplo: ¿Recuerdan el asesinato del pandillero colaborador del padre Toño, en Mejicanos? El asesino, un dieciochero, está muerto, asesinado por su propia pandilla.

Pese a que los líderes se enfrascaron en una frenética actividad “diplomática” con todos sus territorios, no siempre fueron las palabras y las promesas las que terminaron convenciendo a los homeboys en la calle, y la autoridad se tuvo que imponer con la enorme fuerza argumentativa del plomo.

Foto archivo El Faro.
 
Foto archivo El Faro.

Gran parte de los mandos medios de la pandilla no entendieron nunca la coyuntura y se limitaron a acatar órdenes a ciegas, o alentados por promesas (recursos, trabajo, cese de operativos policiales, planes de estudios, dinero para microempresas…), que en la mayor parte de los casos jamás llegaron.

A la Policía tampoco se le explicó gran cosa: de la noche a la mañana se encontraban custodiando escenarios en los que el ministro de Seguridad Pública compartía tarima con pandilleros a los que antes había que dar golpizas; fueron humillados en público el día en que las pandillas entregaron el primer lote de armas ante miembros del cuerpo diplomático acreditado en el país: se les echó de la plaza Barrios para que los pandilleros pudieran estar cómodos. Los agentes policiales de nivel básico y los oficiales de máximo rango jamás fueron incluidos en la trama de la Tregua. No se les explicó, no se les informó; solo recibieron órdenes. Puede que incluso las pandillas hayan socializado más y argumentado mejor ante sus soldados. De hecho, en lugar de explicar la estrategia a los mandos policiales, el entonces ministro, general David Munguía Payés, prefirió que el presidente de la República destituyera al director general de la Policía (un exguerrillero) y nombrara a otro general al frente de la PNC. En resumen: la Policía fue excluida de la planificación del proceso y se le obligó a vivir con dudas y con sospechas, pero con obediencia… como ocurrió, repito, con las pandillas.

En esos pilares quería sostenerse la Tregua: por un lado, en una cúpula del gobierno que hizo del cuarto de dirección del proceso un salón súper VIP, al que solo pocos, muy pocos, tenían acceso; y por otro lado, en el empoderamiento de una cúpula de líderes pandilleros cuyo poder de convencimiento descansaba en la fuerza y en esperar que el gobierno cumpliera sus promesas.

Por eso no es de extrañar que la Tregua se comenzara a desmantelar cuando el ministro Munguía Payés tuvo que dejar el Ministerio de Seguridad Pública debido a una resolución del la Corte Suprema de Justicia, y que se terminara de desmantelar cuando los líderes pandilleros fueron trasladados a la cárcel de máxima seguridad de Zacatecoluca por el gobierno actual. La Tregua descansó siempre en personas, no en instituciones; ni siquiera en la voluntad de toda una organización criminal como son las pandillas.

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Tomemos como ejemplo a la MS-13 para explicar cosas sobre estas estructuras: la Mara Salvatrucha está dividida –todos lo sabemos– en clicas, que en el caso de las dos pandillas 18 se les llama canchas. Pero a su vez, las clicas están agrupadas en confederaciones, conocidas comoprogramas. Los programas se agrupan por distintos criterios: el programa de La Libertad agrupa a distintas clicas del departamento de La Libertad y alguna de la zona oriental de Sonsonate. Lo mismo pasa con el programa Centro Histórico, que articula a las células emeeses que operan en el centro de la capital. Pero hay otros programas agrupados por criterios distintos al geográfico: el poderoso programa de la Hollywood Locos tiene representación en casi todo el país y se agrupa sobre esa marca creada en Los Ángeles: todos las clicas fundadas por pandilleros deportados de Estados Unidos que pertenecían a la Hollywood Locos, o las fundadas bajo la misma bandera por sus sucesores, se agrupan en ese programa. La clica de los Sailors Locos, probablemente la más poderosa en la zona oriental del país, se creó en la zona sur San Miguel como una escisión de otra clica, pero luego se extendió por la ciudad, por cantones y pueblos aledaños, e incluso llegó a Apopa, a Chalchuapa y hasta se asentó con fuerza en la Costa Este de Estados Unidos. Por eso la Sailors Locos tiene su propio programa. En el caso de las pandillas 18, se les conoce como tribus y tienen una lógica exclusivamente geográfica (la Tribu de Soyapango, por ejemplo). Bueno, pues esta diatriba sobre estructura interna pandilleril sirve para explicar por qué estamos como estamos.

La MS-13 se compone de unos 54 programas –algunos con decenas de clicas y otros con pocas–, y los representantes de los programa s son el eje de cohesión nacional de las pandillas: el jefe del programa de La Libertad no puede dar órdenes a un soldado de la Sailors Locos sin que eso genere un problema interno. En el procedimiento correcto, el corredor de programa (un líder que está encarcelado) gira órdenes a su representante en la calle, y este a su vez distribuye la palabra entre los palabreros de cada clica, y estos, entre sus homeboys. De manera que para mantener controlada toda la estructura, se requiere del acuerdo de una cúpula de mando, conocida como ranfla , en la que están integrados los líderes de lo programas o corredores.

Pues bien, al encerrar en Zacatraz a la ranfla de la MS-13 y a la cúpula de las dos facciones dieciocheras, se burocratizó mucho la posibilidad de ordenar esas estructuras a nivel nacional. No solo porque el gobierno aisló las ranflas que salieron de Zacatecoluca en 2012 a penales ordinarios, sino porque en buena medida también encerraron a los representantes de los corredores que estaban en la libre. Cualquiera podría pensar que esa es una buena noticia, que incomunicando la cúpula pandillera se debilita la pandilla y se limita sus márgenes de acción, pero precisamente los resultados que indican lo contrario son los que me tienen escribiendo este artículo.

Al romperse la estructura de mando a nivel nacional, cada palabrero, cada jefe en los distintos territorios se convirtió en un pequeño rey. La violencia dejó de tener una cadencia previsible, ordenada, comprensible… porque la pandilla se atomizó, la autoridad de las ranflas se vio limitada, y esas organizaciones quedaron en manos de mandos intermedios, entre los que abundan aquellos a los que nunca les sedujo la idea de negociar con el gobierno o entenderse con la pandilla contraria, o que simplemente se desencantaron en el camino, y que ahora, luego del encierro de sus líderes históricos (lo que consideran una traición de parte del gobierno), creen que les asiste la razón. En algunos casos, comienza a manifestarse incluso algunos gestos de desafío a la ranfla.

De manera que se ha vuelto a tiempos en los que matar no requería tanta burocracia pandillera, tanta cadena de autorizaciones. Las clicas han recuperado una inmensa autonomía frente a la estructura nacional.

Desde el Centro Penal Cojutepeque, un miembro de la facción Sureños del Barrio 18, me explicó recientemente por teléfono: “No se puede ordenar a nivel nacional, no se puede porque no hay comunicación más directa, no hay un control exacto. ¿Me entiende? Hay gente que viene y hace las cosas, ya cuesta un poco más controlarlas. Hay cosas que no se pueden controlar por el simple hecho de que no hay una sola palabra, una sola voz sólida, y sí han quedado desencantados los homeboys en la medida que se había prometido un montón de cosas que nunca llegaron… se salen del huacal, no hay como meterlos… o sea… sí hay… pero ya cuesta un poco más”.

Incluso para las personas que sirvieron de mediadores durante la Tregua es cada vez más difícil –y en algunos casos imposible– establecer contacto con pandilleros o hacer gestiones para que reduzcan o eliminen algunos casos de extorsión.

Hasta ahora el único beneficio observable tras la separación de las ranflas es que con ellas se apartó también –al menos de manera momentánea– las posibilidades de que estas tres estructuras criminales se articulen para hacer frente común al gobierno. Algunos líderes en la calle han hecho algunos esfuerzos, más bien simbólicos, por presentar una apariencia de unión entre estas tres pandillas: han subido, por ejemplo, un video a Youtube en los que pandilleros con el rostro cubierto y fusiles de asalto dicen hablar a nombre de todos, pero la realidad es que la guerra por los territorios y las cadenas de venganzas entre los propios pandilleros parecen imparables.

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El gobierno actual ha decidido hacer lo que entendió que era tomar el toro por los cuernos: relajar los controles sobre el uso de la fuerza en la PNC; crear batallones de reacción inmediata dentro de la propia Policía y preparar tres batallones élite del ejército para “enfrentar” la violencia pandillera.

Más allá de lo formal, los discursos también han jugado su papel: aunque luego reconoció que no era el término más feliz, el gobierno habló de cuerpos élite de “limpieza”; el inspector general de la PNC ha alentado a los agentes a usar sus armas y calificó la situación nacional como una “guerra”. Y esos mensajes no cayeron en saco roto: los policías y los soldados se saben en guerra contra los pandilleros, en el sentido más literal, y ya son varios hechos –varias masacres– en los que las circunstancias permiten dudar de que la PNC y la Fuerza Armada mataron en defensa propia, sin que nadie (ni el director, ni el inspector general de la PNC, ni los superiores militares, ni la Fiscalía, ni la Procuraduría de Derechos Humanos, ni el presidente de la República…) hayan pronunciado una sola palabra sobre la posibilidad de que el Estado salvadoreño esté promoviendo y/o silenciando ejecuciones sumarias.

Como pasó con las pandillas, en la PNC ahora tienen el control de la operatividad aquellos que se sintieron excluidos de los proyectos y humillados por la Tregua.

La lógica de enfrentamiento directo ha tenido su efecto previsible en las pandillas: han aumentado las extorsiones, porque se necesita más dinero para comprar armas, que al estar más solicitadas han subido de precio en el mercado negro; están reclutando jóvenes de forma masiva y buscando maneras para cualificar su violencia. Es decir, han adoptado la lógica de guerra que les ofreció el gobierno.

Con tantos ingredientes explosivos en el caldero quizá resulte menos sorpresiva la escalada de violencia y los 635 salvadoreños asesinados en el sangriento mes de mayo.

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El viernes 5 de junio, el gabinete de seguridad del gobierno, encabezado por el comisionado presidencial Hato Hasbún, ofreció una conferencia de prensa en la que aseguraron que, según sus cálculos, su plan de seguridad pública está saliendo bien, lo que les confirma que van “por el rumbo correcto”, y que por lo tanto no hay necesidad de cambiar nada.

Si se mantienen los números de homicidios que El Salvador alcanzó en mayo, faltarían muy pocos asesinatos al mes para que nos encontremos, otra vez, en cifras aterradoramente parecidas a las que la periodista mexicana Alma Guillermoprieto conoció en el inicio feroz de nuestra guerra civil.

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