Por la noche, el patio principal de la cárcel de Mariona es una foto en blanco y negro. Se trata de una explanada rodeada de cercos, de filosos alambres y vigilada por una torreta que más que alumbrarla, la escruta. Los internos están enjaulados por la noche y el patio queda vacío. Desde el interior, Mariona zumba y grita. Manfred Chelenbarguer es el encargado de la infraestructura del sistema penitenciario nacional. A él, un particular juego de pelota, que se desarrollaba en este patio, le había metido en un quebradero de cabeza: “¿Ve aquella casa?”, me preguntó, señalando una chabola detrás del cerco de la prisión. “Desde ahí lanzaban pelotas al patio y al caer aquí desaparecían de inmediato. Venían rellenas de droga”. Tuvieron que hacer más alto el cerco y destinar patrullas de policías y de soldados para controlar los goles que les metían desde la chabolita.
Ahora estoy sentado con Ceily Pérez, la directora del penal de Metapán, hablando de un juego parecido al que me explicaba antes Chelenbarguer. Le comento que según los internos de este penal, a ellos también les pueden pasar pelotas desde fuera. Y Ceily ríe, asintiendo.
Todo aquí tiene un tono menos dramático. Si un preso se asoma por el muro que delimita el ínfimo patio de esta prisión, puede ver a los alumnos de la escuela municipal; y si ese mismo preso, en el fragor del “fútbol macho”, le mete a la pelota una mala patada, esta irá a dar a la escuela, donde un estudiante con un poco de muslo podría regresarla. Total, presos y estudiantes son vecinos y unos y otros pueden gritarse para pedir los balones.
Que las cosas sean menos dramáticas no quiere decir que sean menos serias. El tema de los balones de fútbol es la regla 13 de las 62 que ha elaborado, por ejemplo, el sector 4 del penal de Metapán: “Quien perdiera la pelota deberá cancelarla en un máximo de ocho días”. Los ocho días son para dar margen a que algún estudiante la devuelva.
Cada cierto tiempo, en los sectores se postulan candidatos y los presos votan en una especie de comicios internos en los que se elige al representante y al segundo representante. Asimismo se aprueban las leyes de cada recinto. Siguiendo con el reglamento del sector 4 –que es el más estricto-, se castiga, por ejemplo, desde no lavar los utensilios de cocina (tienen cocinas con todos los aperos necesarios) hasta tatuarse, pasando por desordenar el turno del uso del control remoto (tienen televisores de plasma con un servicio de cable de más de 60 canales), “darse a las bromas y luego pedir respeto”, discutir de forma “acalorada”, contarle a las autoridades sobre la vida interna del recinto o “intimidar o aprovecharse” de los nuevos. “De la reja para acá, nosotros mandamos”, me dijo sonriente Mármol, un reo con el físico de un boxeador de pesos completos.
Voy a ponerle una trampa a la directora Ceily: “¿Y ustedes saben qué hacían sus internos antes de llegar aquí?” Se gira en su silla y levanta el teléfono para repetirle la pregunta al alcaide. En seguida tengo ante mí un gráfico de pastel impreso en una hoja. En un país donde la norma es que el perfil de los internos sea completo misterio, tal como lo reveló El Faro el pasado febrero, la velocidad de este trámite parece magia. El gráfico mismo aclara el asunto: el 98% de los 219 huéspedes de esta cárcel se dedicaban a cinco oficios: 150 policías, 36 militares, 25 ex funcionarios públicos, 3 vigilantes privados y un sacerdote. A estos se les suman cuatro internos más que han rebotado en el recinto por ser familiares de personas con algunos de esos oficios.
Desde 1996, esta cárcel fue destinada exclusivamente para albergar a ex policías y a otros que, por el trabajo que realizaban, corrían serio peligro en cualquier otro penal. Si asumimos -como lo hace el director general de centros penales, Douglas Moreno- que en El Salvador quienes realmente tienen el control de las cárceles son los reos, resultará que la de Metapán está controlada por una población penitenciaria mucho más educada que el resto.
Las primeras cifras del sistema penitenciario extraídas de un inédito censo de ocho cárceles, indican que solo el 17% de los internos terminaron el bachillerato. En esta prisión, en cambio, el 70% son al menos bachilleres, puesto que es requisito para ser agente policial. La mayoría de los internos de Metapán estaba habituado, antes de ser apresados, a la disciplina marcial y a convivir –muchas veces en régimen de acuartelamiento- con extraños; a imponerse normas de convivencia.
El promedio de hacinamiento carcelario del país es del 300%, es decir que donde debería haber un preso hay tres. Algunos reclusorios son ejemplos de mayor sobrepoblación, como Cárcel de Mujeres, donde hay cinco internas en el lugar de una. En Metapán, “solo” hay 39 reos de más. Dicho de otro modo, donde se supone que caben cuatro, hay cinco. Aún así, lo reducido de este edificio obliga a algunos a dormir a cielo abierto, porque no caben en los dormitorios; pero en ningún caso comparten catre o colchoneta, o duermen en el suelo, o en diminutas hamacas que penden de cualquier rincón, o de pie, cerca del inodoro, como suele pasar en otras prisiones.
La lista de particularidades sigue: el último motín aquí ocurrió cuando los reclusos anteriores a 1996 se enteraron de que serían desalojados para ubicar a policías; no ha habido un solo muerto o lesionado de gravedad por riñas internas; nunca se ha denunciado ninguna extorsión desde el interior; jamás se ha detectado a algún visitante introduciendo droga, ni se ha descubierto sustancias ilícitas en el interior, mientras que las dos únicas veces que se detectó celulares dentro, fueron denunciados por un interno. Aquí no hay necesidad de apartar a los reos condenados por el delito de violación, para evitar que sufran un destino siniestro. En Metapán los mismos presos sirven de maestros a otros menos educados y ocho se han graduado como pastores del Tabernáculo Bíblico Bautista para oficiar actos religiosos a sus compañeros.
Pese a todo lo anterior, la cantidad de personas que gozan de la fase de confianza solo son 15. En parte porque el equipo técnico de este penal, que es el responsable de evaluar a quienes han cumplido suficientes años como para aspirar a este beneficio, fue despedido en abril del año pasado. Las autoridades aseguran que los miembros del equipo eran sospechosos de dejarse sobornar para otorgar beneficios, o de venderlos directamente. Del equipo técnico, que por ley debe estar formado por un abogado, un trabajador social, un sicólogo y un pedagogo, solo sobrevivió la abogada. El problema es que ella sola no consigue el quórum suficiente para tomar decisiones y la directora se ha visto en la obligación de recurrir a préstamos: el penal de Santa Ana presta a su trabajadora social y el de Sonsonate a su sicólogo. Con dificultades consiguen reunirse solo una vez a la semana, lo que dilata el análisis de cada reo durante meses.
Los representantes de los internos creen que si hubiera un equipo técnico completo habría tantos internos gozando de beneficios alternativos, que el penal estaría por debajo de su capacidad, pero Douglas Moreno no está convencido: “Por tener mayor educación, tienen más juicio crítico y eso les permite fingir mejor. Ellos dicen que están listos para la reinserción, pero ellos saben manipular mejor que otros internos. No piense en ellos como policías. Ahí dentro la mayoría son asesinos o secuestradores”.
Los números no dejan mentir. La directora Ceily no solo tiene a la mano las estadísticas de los oficios que desarrollaban los internos, sino también otro cuadro bien detallado: la de los delitos que cometieron. El 55% de ellos son homicidas, secuestradores o violadores.
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El ex director de ANDA, Carlos Perla, vive en la Colonia Escalón y duerme en el segundo nivel de un camarote, en el que más vale ser ordenado en el sueño o tener los huesos duros. Una vuelta de más y el durmiente acabará en el piso. En su cama hay unas sábanas desordenadas, unos sprays para el asma y un ventiladorcillo redondo que quizá conseguirá refrescarle la cabeza en medio de este vaho oloroso y caliente.
En la particular nomenclatura del recinto, la Colonia Escalón queda justo frente a la Colonia Tutunichapa. El primer sector se ganó ese apodo porque tiene el privilegio de albergar a solo 25 internos y si se le compara con “La Tutu”, el aire es más respirable y el laberinto interno de cortinas y catres mucho más fácil de descifrar. Entre ambas colonias hay un pequeño patio con una cocinita de dos hornillas, el televisor de plasma que decora una pared y unos lavaderos. Ahí pasa sus días Perla, agobiado por su asma, aguardando su turno para usar el control remoto, como todos los demás.
Aunque Perla es sin duda el más célebre de los habitantes de este lugar, no es el único que ha generado portadas o abierto noticiarios. En parte porque algunos de los crímenes cometidos por ellos son mucho más complejos que los cometidos por el común de los reos del país, y por otro lado, porque casi todos comparten otra gran particularidad: de alguna manera se había depositado confianza en ellos. Confianza para que administraran nuestro dinero; para que nos protegieran, para que fueran nuestros guías espirituales... y, en cambio, nos robaron, nos secuestraron y mataron o nos violaron. Por eso sobre sus delitos suele haber más conmoción y un señalamiento que los ha hecho más noticiosos… o al menos más espectaculares.
Fue noticia, por ejemplo, que el padre Carlos Hernández era orientador espiritual en un colegio salesiano de Santa Ana. Fue noticia que cada cierto tiempo mandaba llamar a un niño con el pretexto de aconsejarle y fue noticia que abusó de él, que lo violó, y que cuando se supo perseguido, huyó de la ley durante dos años. Hasta que se entregó y fue condenado a 26 años y ocho meses por violación agravada y agresión sexual agravada en perjuicio de un menor.
Otro reo noticioso es Manolo. Es el jefe del sector 4, el mismo donde está recluido Carlos Perla. Desde luego, él también duerme en La Escalón. Es uno de los pastores del recinto y dirige el club de fisicoculturismo. Contrario a la mayoría de reos, él no presume de ser inocente. Era policía en una delegación de Soyapango y le pesan 42 años de condena por algunos secuestros. “¿No escuchó hablar de la banda Tacoma Cabrera?”, me pregunta. Le digo que sí. “A pues de esa era yo”.
La mayoría de los reos con los que hablé saben referenciar muy bien la noticia que protagonizaron. “¿Le suena la banda del 121?”, me pregunta Max, haciendo alusión a una organización de policías-delincuentes que a principios de siglo asolaban Ciudad Merliot, Monserrat y Antiguo Cuscatlán, organizándose entre ellos para evadirse a sí mismos. También le digo a Max que esa banda me suena y me dice que él no era “miembro-miembro” de la misma, pero que igual les prestaba su radio, o su arma o les notificaba dónde estarían los controles policiales o les daba tiempo para escapar luego de un atraco. El caso es que Max está convencido de ser víctima de una injusticia.
En 2001 lo pillaron y lo condenaron a 10 años de cárcel por robo agravado. Asegura que le niegan la fase de confianza (donde el reo vive su cautiverio con muchas menos restricciones que el común, e incluso puede abandonar el recinto para realizar ciertas actividades) por haber denunciado la corrupción del equipo técnico. Asegura que una miembro del equipo le pedía 300 dólares para calificarlo bien. Dice haber denunciado el hecho y que eso le ha valido el rencor de la directora. La persona a la que denunció fue una de las que la actual administración despidió el año pasado, pero él está convencido de que negarle los beneficios es parte de una venganza en su contra.
Lo que Max no cuenta es que él ya estuvo en fase de confianza y en fase de semilibertad. Solo tenía que llegar a firmar cada cierto tiempo y le quedaba prohibido mudarse de domicilio. Tampoco cuenta que se fugó del país. Estuvo dos años en Estados Unidos hasta que lo deportaron en 2008 y al ser recapturado en el aeropuerto perdió todos sus beneficios. “Es que aquí nadie le da trabajo a uno si tiene antecedentes”, justifica. Max vive enojado y convencido de que hay una conspiración en su contra.
La directora acota que el tiempo en prisión es solo una de las condiciones que se toman en cuenta para otorgar beneficios. “Como aquí hay abogados y gente con más estudios, son bien exigentes con lo que la ley establece. Pero creen que solo por haber cumplido la mitad de la pena ya tienen derecho a beneficios y ese es solo un criterio”. Ella, sin embargo, les da la razón a medias y cree que de haber un equipo técnico, una buena parte de los internos gozaría de medidas sustitutivas.
Según Douglas Moreno, hay dos razones que complican rellenar los espacios vacíos del equipo técnico: en primer lugar pretenden que todas las personas que ocupen esas plazas sean graduadas de la escuela penitenciaria. La primera generación estará lista antes de junio. La segunda razón es que en El Salvador nadie quiere ese trabajo.
A la menor oportunidad, cada uno de los internos de este centro repetirá que se siente en el abandono, pese a que se portan bien. Todos parecen estar conscientes de la fama de modélicos que tienen dentro del tambaleante sistema penitenciario nacional y blanden el mote como argumento irrebatible. “Nunca damos problemas, aquí tenemos higiene, aquí no hay motines, ¡pero solo a Mariona van con planes pilotos!... ni equipo técnico tenemos”, protesta Manolo.
Los internos también mencionan por lo bajo la otra cara de la moneda: ellos viven en uno de los pocos penales en los que sí pueden ingresarles comida extra, ropa, y pueden visitarlos sus hijos. Aunque hay un rótulo a la entrada que prohíbe el ingreso de ventiladores y equipos electrónicos, se trata de un mero formalismo. Cada quien tiene su catre o su colchoneta para su único uso, en la cual generalmente hay uno o dos ventiladores; sin contar los televisores con cable y los DVD, o los radios… Por falta de custodios tienen acceso irrestricto a los teléfonos públicos instalados dentro del penal. Hay al menos seis teléfonos cuyo uso solo requiere comprar una de las tarjetas prepago que se venden en la tienda del recinto, a precio de mercado. Nadie supervisa sus conversaciones, o lleva registro de los números que se marcan y no existe nada parecido a una lista de teléfonos prohibidos. La única restricción se han autoimpuesto ellos mismos: para mantener controlada la demanda de los aparatos, se han fijado un límite de 10 minutos de uso. Tal vez este hecho explique lo innecesario que resulta arriesgarse a tener un celular dentro de las celdas o pedirle a un familiar que se introduzca uno en el ano para colarlo dentro.
Cuando le menciono a Manolo toda esta serie de beneficios, replica sacando el pecho: “Pero los teles y las cosas de la cocina las hemos comprado nosotros, tampoco crea que el penal nos las ha puesto”.
Son casi las 3:30 de la tarde y el reloj da vueltas con pereza aquí dentro. En los patios de los recintos los hombres son televidentes absortos, y tejen de memoria alguna artesanía que luego intentarán vender, mientras algunos menean un guiso oloroso. En uno de los tres sectores se lleva a cabo un acto religioso. Dos pastores imponen manos sobre otros internos que rezan al estilo árabe, de rodillas, con la frente pegada al suelo y elevando plegarias mitad en susurro, mitad a gritos. Pastores y ovejas son prisioneros.
El custodio que me acompaña va saludando a medio mundo mientras recorremos la cárcel. Da palmadas y llama por su nombre a los chicos, sonriente. Parece que le gusta este sitio, tal vez porque ha estado en otros. “En (Ciudad) Barrios uno vive tenso, siempre tenso”, y el gesto con que lo dice refuerza la idea: aprieta las mandíbulas y pierde la vista recordando cosas que vio y que lo asustaron. “Ahí no hubiéramos podido andar así, ¡ay Dios, ligero nos agarran de rehenes!… ni tener estos talleres de carpintería, ¡ja, hacen corvos con cualquier cosa, buenos corvos! No, la verdad aquí es más tranquilo”. La noche es un detalle que fascina a este tipo -que apenas va armado con solo una ridícula porra negra que juega un rol simbólico de autoridad-. “En la noche allá se oía aquella graaaaan bulla… aquí después de las 9 es un silencio…”
La mayoría de los custodios ha estado en los penales rudos de El Salvador y para todos es un alivio venir aquí. Comparado con Mariona, o Ciudad Barrios, o Apanteos, esta es una alegre aldea. Uno de ellos, chaparro y regordete, abunda en los detalles que le gustan de esta cárcel: que no se matan, que es ordenado, que obedecen, que no hay que buscar droga. '¿Y en Ciudad Barrios cómo era la cosa?', pregunto. Muestra sus dientes apretados y se va meneando la cabeza sin decirme una sola palabra como respuesta.
Entramos al taller de carpintería, donde uno de los internos, completamente cubierto de aserrín, repite el reclamo usual de abandono, agregando un matiz que solo me habían insinuado otros. “Nosotros estamos entrenados para matar, sabemos matar mejor… ¿qué hay que hacer para que nos hagan caso? ¿Quieren que matemos?”
***
Se han reunido los cuatro líderes de esta cárcel. Son los representantes de cada sector y elegidos por votación popular. Caminan en grupo, y cuando lo hacen les rodea un aura de autoridad y respeto. Me hacen pasar a un salón, con las maneras del que invita a la salita privada de su casa, y cuando he atravesado el dintel, le dan un portazo en las narices al custodio responsable de mi seguridad. Se queda fuera.
Parece que han consensuado el evento y dejan hablar al responsable del sector 3. Es un hombre gordo con un impresionante don de la palabra. Se llama Alfonso Gudiel y es abogado. Trabajó para la Corte Suprema de Justicia y prefiere no hablar de las razones que lo trajeron a este sitio. Me cita la Constitución, artículos e incisos precisos que prueban que la falta de equipo técnico es una violación a sus derechos. Resalta que en este lugar tienen “una carencia sistemática de los elementos que facilitarían los procesos de readaptación y resocialización”.
Cuando termina su discurso toma la palabra otro de aspecto hosco y mucho menos risueño que el resto, llamado Edwin:
-Nos tienen olvidados pese a que le servimos a la patria. ¡Yo arriesgué mi vida para darle un servicio a la comunidad! Además no le dan realce a nuestro perfil.
-Explíqueme eso del perfil.
-O sea, que nosotros no somos delincuentes, pues. Tal vez cometimos errores. O una noche, uno tomado hizo cosas, pero no es que somos delincuentes como los que están en otros penales, ¿me entiende?
-¿Por qué está aquí usted?
-Mmmm... por secuestro.