A la octava visita, El Sargento ya me había tomado confianza. Tanto como para dejarse ir, a sabiendas de que una palabra mía podría significarle una sanción. Para cuando se sintió convencido de que no publicaría su nombre, decidió pedirme un favor.
―¿Entonces sí nos podría ayudar?
―¿En qué?
―En sacarnos una nota sobre la falta de apoyo. Muchos estamos cansados de tanta promesa y nada… Dijeron que revisarían el escalafón, pero...
―¿Cuánto ganan ustedes?
El Sargento, alrededor de 628 dólares al mes, pero con los descuentos se queda con poco más de 400. Su compañero policía anda en un monto cercano. El Sargento tiene 14 años de servicio, su compañero tiene 13. Empezaron ganando, en colones, el equivalente a 300 dólares. En promedio, en 14 años, el sueldo de El Sargento ha subido apenas 23 dólares y fracción por cada año.
Mientras hablábamos, un investigador llegó a la oficina a pedir una impresión de las fotografías de una escena del crimen. Una de tantas, unas de esas 11 (10, 12) que el país factura a diario. El Sargento le dijo que no había páginas tamaño oficio, y que casi ya no había tinta, pero que podían probar. El investigador le preguntó si lo creía conveniente.
―Acordate que los fiscales presentan los oficios en las largas –agregó el investigador.
―¿Y qué más? Si no hay… pero si querés andá a comprar –sugirió El Sargento.
―¡Chis! Yo no tengo…
Se imprimió la página tamaño carta. La impresora chilló, quejumbrosa. La imagen apenas se distinguía, pero alcanzaría para convertirse en evidencia. El investigador se la llevó a un fiscal, que la esperaba sentado, lejos de esta delegación, en el centro de la ciudad de Santa Tecla. Para el fiscal, esa pieza significó una más dentro de unos 200 folios que tiene que revisar al año. O al menos ese es el cálculo más amistoso para cada uno de los fiscales que atienden los homicidios en el departamento de La Libertad, según me dijo la jefa de todos ellos, Guadalupe Echeverría, a inicios de este año.
Después de que se fue el investigador con su prueba mal impresa, El Sargento salió al patio de la delegación. Ahí había algarabía. Un vecino agradecido de Colón –la cuarta ciudad que más reos envía a las cárceles del país, según Centros Penales– les había enviado un perol cargado con elotes hervidos, sal y limón. 16 pares de manos atacaron. El Sargento me convidó a uno.
―¿Nos va a hacer el favor? –insistió–. El presidente Funes habla de promesas, de mejoras, el ministro también, el director ni se diga. Pero mire, la realidad es otra. Con este sueldo no se puede. Cada día, se lo juro, cada día me doy cuenta de que es una idiotez arriesgar la vida por un sueldo tan miserable. Como no son ellos los que ponen el cuerpo…
En el mes siguiente, El Sargento me contó de casos sangrientos, de mutilaciones y decapitaciones, de niños observándolos. Niños con ojos de espía. El Sargento me dijo que son los nuevos pandilleros, niños que no se la piensan para disparar un arma o blandir un machete. Muchas veces contra ellos. El Sargento y muchos de sus compañeros temen a esos niños, sobre todo cuando acaba el turno y les toca vestir como cualquiera para abordar el autobús.
―Siempre salimos en grupo. Nos van a dejar a la parada y esperan a que el último agarre el bus. De ahí dependemos de nosotros mismos. Así es todos los días. Por lo que ganamos, ¿cree que esto es vida? ¿Me va a hacer el favor? –insistió de nuevo.
Yo le pedí que me consiguiera más voces, más policías en otras delegaciones hablando de lo mismo. Nunca retomamos la conversación porque al cuarto intento sus colegas siempre le dijeron que no, por el miedo a ser descubiertos o sancionados. Por ley, los policías no pueden agremiarse, hacer fuerza grupal, reclamar mejores condiciones laborales. El Sargento del cantón Lourdes, en Colón, nunca más me habló del tema. Dijo que intentaría conseguir más voces en otras delegaciones…
Un mes después, en marzo de este año, la Policía aceptó que ha ordenado a sus oficiales reforzar sus medidas de seguridad.
Entre diciembre y febrero, ocho policías fueron asesinados en circunstancias extrañas en las que todos los sospechosos de cometer los crímenes son pandilleros. La falta de recursos en la institución, entonces, se dejó ver con un detalle simple. En el Área Metropolitana de San Salvador, los policías cargan chalecos antibalas cuando salen a patrullar. En la ciudad de El Sargento no hay recursos para eso. Tampoco en el oriente del país, al menos en otra delegación igual de descascarada en la que estuve.
―Por suerte, hace dos semanas autorizaron que la gente se lleve el arma. Lo yuca es que mi gente vive en las mismas colonias que los pandilleros. Irónico, ¿verdad? —me dijo, riendo, un subinspector, de los mejores según sus jefes, que intenta sacar a flote una delegación a la que tampoco llegan suficientes recursos. Ahí tampoco hay chalecos antibalas. Ahí también hace falta papel bond tamaño oficio.
Decidí que de alguna manera le haría el favor a El Sargento de Lourdes, después de salir del baño de esa otra delegación de la zona oriental del país. Ahí, en ese baño, me encontré también que en lugar de papel sanitario hay tiras de papel periódico. Entonces reparé que cuando 315 millones de dólares al año (presupuesto del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública) no alcanzan para eso –ni para que los policías impriman evidencias en hojas de tamaño oficio– algo está mal. Cuestión de simpleza.