Bitácora /
Las ruinas de la Ciudad Obrera

Fecha inválida
Edu Ponces

Vestía como un hombre, andaba como un hombre y lucía un peinado masculino. Pero era una mujer. Al menos esa fue mi conclusión tras seguirla con la mirada y con mi lente durante casi tres horas. No le pregunté. No me pareció correcto molestarla esa mañana de febrero en que una veintena de vecinos de la colonia Ciudad Obrera, en Ciudad Arce, La Libertad, El Salvador, se aglomeraban alrededor de una pequeña vivienda, al borde de un camino de terracería. La casa estaba rodeada por una cinta de plástico amarillo que anunciaba, como casi siempre en este país, la presencia de un hombre muerto, de un hombre asesinado.

Horas después de tomar la fotografía, la agente Peña (nombre ficticio), del Departamento de Inspecciones Oculares de la delegación de Lourdes, de la Policía Nacional Civil (PNC), me contaría algunos detalles del hecho. El fallecido era un joven de 23 años conocido por pertenecer al grupo de homosexuales de la zona. Vivía solo. Unos meses atrás, otros jóvenes de la Ciudad Obrera, enemistados con él, irrumpieron en su casa y le robaron diversos electrodomésticos. Como en la colonia todo se sabe, el joven no tardó en denunciar a la Policía, con nombre, apellido y apodo, a los ladrones. Fue fácil encontrarlos.

Cuando el juez enfrentó en una mesa a delincuentes y víctima, los primeros reconocieron su falta, pero se declararon insolventes para compensarla. Solo conservaban el televisor. El juez ordenó que se lo devolvieran y decretó un pago mensual que los ladrones deberían abonar en cuotas para compensar todo lo que no se iba a devolver al joven ofendido.

La escena que encontró la agente Peña invitaba a vincular los dos hechos: el robo y el homicidio. El cadáver del joven se encontraba en el suelo de su dormitorio; ni heridas de bala ni de cuchillo. Solo unas marcas en el cuello que apuntaban al ahorcamiento como causa de la muerte. Encima de su pecho tenía el televisor que meses atrás había sido robado y luego devuelto por orden del juez. Alguien lo había colocado ahí. Cuando pregunté por el arma homicida, Peña me señaló una almohada: “Por las marcas del cuello parece que usaron eso”. Me pareció absolutamente increíble que alguien pudiera haber usado una almohada para matar. A la agente Peña no.

La explicación concordaba con la conversación que escuché esa mañana frente a la cinta amarilla que rodeaba la casa. Una decena de vecinos debatía enérgicamente a pocos metros del cadáver. Solo algunos llantos interrumpían la charla, entre ellos los de la joven que vestía y andaba como hombre. Pero no duraban mucho. Vecinos y familiares superaban el breve momento de flaqueza, secaban sus lágrimas y volvían a la discusión. Todos sabían de los electrodomésticos robados, todos tenían sospechosos en mente, pero, sobre todo, todos sabían de muertos y asesinos. Hablaban de cuando le dispararon a aquel y de cuando amenazaron al otro y tuvo que huir. Se preguntaban qué se podía hacer, sin más respuesta que la historia de otro muerto. Muchas caras tristes, pero ninguna sorprendida.

Un hombre de unos 40 años lanzaba frases secas. Era un familiar que vivía lejos de la Ciudad Obrera. Se dirigía a un chico que parecía no haber llegado a la mayoría de edad. “Vos no pasás ni una noche más acá. Hoy mismo te venís a mi casa. Ya veremos luego cómo la hacemos con tu mamá”. El joven era primo del muerto. Su madre, sentada cerca, seguía maldiciendo los tiempos peligrosos que les tocaba vivir. Se notaba que para ella no era tan fácil dejar la colonia como para su hijo. Solo se lamentaba en voz alta de vivir en un lugar donde los pleitos se vuelven robos y los robos se vuelven asesinatos.

Fue en ese momento, tras horas de tétrica algarabía de mercado, en que la chica que parecía chico decidió alejarse unos pasos. No había aportado nada al debate vecinal en toda la mañana. Se tambaleó para entrar en aquella casa convertida en ruinas. Caminó al interior de lo que había sido un cuarto, buscó apoyo en el marco de una puerta y dejó estallar lo que hasta entonces había contenido. Y entonces, a través del visor de la cámara, vi que lloró. Lloró como si se desangrara. Las voces de los vecinos se esfumaron, y la pequeña casa derruida pareció una instantánea del futuro, una primera víctima de una colonia de hogares que correrían su mismo destino. La esquina de un mapa repleto de colonias que poco a poco se van hundiendo.

Y tomé la foto.

 

(Ciudad Arce, La Libertad, El Salvador. Marzo de 2011)

 

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