―Yo manejaba ese camión. Fui el primero en manejarlo, nuevito, cuando lo compró la empresa.
El taxista de enorme barriga que me lleva hacia el penal de Támara busca conversación. No le importa que sean las 8 de la mañana ni que yo esté absorto en mis ganas de seguir durmiendo. No me ha preguntado a qué me dedico, por qué me dirijo a la cárcel ni cuánto tiempo me quedo en Honduras. Hemos pactado, eso sí, el precio del viaje, en dólares, y me ha clavado precio de turista, me temo.
―Al principio cuesta, pero después es fácil.
―Los virajes, supongo.
―Sí.
Se hace un silencio, pero me ha quedado la duda enquistada y le pregunto si se refería a que manejó “un camión como ese” o a que manejó “ese mismo camión” con el que nos hemos cruzado medio kilómetro antes. Me aclara que se refiere exactamente a ese, a ese camión blanco de transporte de cemento que rodaba en el carril contrario. A ese, con esas mismas placas. Me explica que la cementera está en esa zona, que trabajó allí un año y medio, que en ese sitio cambian a menudo de personal porque la gente rápido aprende las mañas.
―¿Qué mañas?
―Algunos se robaban algo de cemento en cada viaje y lo vendían por fuera, para sacar un extra.
―Ah.
―Eran tontos. Se lo vendían a un bloquero que estaba allí cerca de la fábrica.
―¿Un bloquero?
―Sí, el hombre hace bloques de cemento.
―...
―Trabajaba 24 horas al día.
―¿La fábrica o el bloquero?
―La fábrica tenía turnos y funcionaba 24 horas... Y el bloquero también porque solo abría en el día, pero por la noche compraba el cemento. Mire, es fácil: uno cuando está descargando el camión golpea con un mazo las paredes del depósito para saber si aún queda, y al mismo tiempo está haciendo que el cemento se amontone en el centro; así la pared suena a hueco aunque quede algo. Después se quitan unos tornillos del fondo y ese sobrante cae, se mete en sacos y se vende.
―Ah, vaya.
―Pero eran tontos, porque lo metían en sacos de la misma empresa, pero sin el nombre impreso. Claro... en cuanto pasó alguien de la fábrica por la bloquera y vio los sacos, que eran como los de la cementera, sospecharon.
La pregunta es inevitable, pero mi taxista no deja tiempo para que la haga.
―No le voy a decir que yo no lo hice alguna vez... pero lo hacía lejos, cerca de casa de un amigo. No era fácil meter un camión de ese tamaño allá, en reversa.
―Claro.
―Viera, una vez me tocó descargar en un silo, y el encargado me dio la factura al comienzo y se fue, y a los tres minutos, clac, la bomba que se para, porque es automática y se detiene cuando algo la obstruye. Y yo mirando qué era. Y la ponía y otra vez. Clac. Se paraba. Y otra vez. Y clac. ¿Qué iba a pensar que el silo estaba lleno? Pero sí, se ve que no lo habían vaciado bien.
―Claro.
―Y yo con medio camión lleno todavía. Y le conté al vigilante y me dijo “ahi ve qué hace”. Y yo le dije “ahi ve usted, porque yo ya tengo mi factura”. “Pues póngase vivo ahi”, me dijo. Y le di 500 lempiras. “Pero usted no diga nada a nadie, por nada del mundo”, le dije... Imagine, 180 sacos salieron de ahí. Con decirle que no tenía yo sacos suficientes y solo llené 100 y tuve que descargar el resto del cemento sobre un plástico de esos de toldo, en una cancha de fútbol, donde mi amigo... Él se aprovechó. “Pero estos te los pago a la mitad”, me dijo. Y claro, pues sí, es que yo no sabía qué hacer con tanto cemento.
―¿A cuánto vendía el saco?
―A 100 lempiras. Y me los pagó a 50.
―¿Y el precio de mercado?
―Se vendían a 128, 130... 9,000 lempiras saqué esa vez.
450 dólares, pienso.
―Pero no me echaron porque me descubrieran.
―Ah, ¿no? ¿Y por qué le echaron?
―Porque alguien me delató. Pero de mí no tenían foto. A los otros les cacharon con foto. Pusieron al conserje a hacerlas. Ahí se les veía a todos, cabal cuando estaban descargando donde el bloquero, ja ja.
Estamos llegando. Control policial. Me identifico. Sin mucho celo, un hombre de uniforme azul hace una seña y otro levanta la barrera para que avance el taxi.
―Fueron buenos tiempos. Con aquel trabajo me pagué mi casa.
―¿La hizo de cemento? –brota el humor negro.
―Sí. Pero para que no sospecharan tenía que comprar los sacos de forma legal. Vendía 20 y con eso compraba 15, ja ja ja.
Llegamos a un portón negro, metálico. Penitenciaría Nacional. Es un lugar con muros de cemento en el que cumplen condena asesinos, secuestradores... ladrones. No sin ciertas dudas, le encomiendo celular, dinero y llaves al taxista y le pido que me espere unas horas.
―¿Y va a entrar?
―Pues sí, a eso vengo.
―A mí me daría temor entrar. Estuve una vez, visitando a un tío mío al que acusaron. Viera qué feo ahí dentro.
(Distrito Central, Francisco Morazán, Honduras. Junio de 2011)