Salimos de la habitación y la dejamos a ella dormida. Salimos en puntillas, con mi hermano, para no despertarla. Los pasillos de un hospital por la noche tienen un eco atemorizante, un silencio tristón.
Bajamos a la primera planta y le damos a la máquina de bebidas. Salta una lata. Nos apoderamos de un ejemplar desfasado del Más¡ que alguien dejó tirado en una banca y salimos al parqueo a fumar. El periódico consigna en su portada que Britney Spears –en pleno concierto– subió a un fan al escenario para premiarlo con un baile erótico. Estábamos analizando la noticia cuando se acercó él a compartirnos sus impresiones.
―She’s a fucking bitch!
―Jajajajajajaja. Pero está muy bien.
―Ooooh yeah.
Es un moreno flaco, con el pelo al ras y una larga sonrisa de guasón. Le importa mucho que sepamos que habla inglés y que eso lo distingue de su compañero. Les ofrecemos cigarrillos y ambos los toman gustosos. Se aburren como ostras en la puerta del hospital y buscan plática.
―Y esa era drogadicta… jeje ¿Verdad que aquí creen que la marihuana es droga?
―Sí.
―Jajajaja ¡No es droga! A mí me gusta fumar.
―¿Para relajarse?
―Es bueeeeena. Allá (dice “allá” de una forma anhelante, subrayada) fumaba cristal. Se parece a la sal inglesa… te venden unas pipitas así, así ve, que sacan el humo como espiral… pero la malilla de eso sí es perra… andás como asustado y una vez me dio de sentir que tenía la mano peluda…
Su compañero le pregunta si es como fumar crack.
―Noooo. Esa mierda no me gustó, al día siguiente me dolían los huesos y los gonces. Andaba así ve…
Encoge las manos sobre el pecho y da brinquitos como sacudiéndose un ejército de hormigas que le subieran por las piernas. Todos nos reímos con su baile y él nos muestra su sonrisa inmensa. Es un muchacho inquieto que hace piruetas con el cigarrillo y lo fuma con estilo de tipo chic. Le damos gusto preguntándole si él ha vivido en Los Ángeles, California, y vuelve a sonreír.
―¿Y hace cuánto se regresó?
―Hace como cinco meses, pero no me regresé… jejeje, me deportaron.
―¿Por indocumentado?
―No, por marquero. Es que andábamos –you know– vacilando con otros dos batos, un salvadoreño y un chicano, y nos quedamos sin billete y queríamos seguir vacilando. Fuimos a asaltar un licor store. Teníamos unas jainas esperándonos en un hotel. El licor store era de un árabe. El salvadoreño le dijo: “Show me your hands!” con una pistola, pero no nos fijamos que cuando subió las manos pasó apretando el botón.
―¿Y cuánto se robaron?
―Si solo 400 dólares nos llevamos, solo era para seguir jodiendo. Yo era el driver y ya íbamos en el freeway, oyendo a 50 cent cuando me dicen: “hey, listen”. Bajé la música y escuché la sirena. Me quise salir por una calle, pero ahí estaba un sheriff. Un año pasé en la pinta y después me deportaron.
―¿Y cómo se les ocurrió ir a asaltar la tienda esa?
―(ríe) Es que yo ya había hecho pegadas, pero así pequeñas…
Al llegar a El Salvador no tardó en conseguir trabajo, en parte gracias a que a sus 23 años estaba familiarizado con el uso de armas de fuego y ahora lleva una .38 al cinto, una porra y un uniforme café con insignias de juguete. Trabaja como agente privado, dando seguridad en la entrada de este hospital.
Un carro se detiene frente al parqueo reservado para los médicos, y su compañero salta de su banquito plástico para retirar un cono anaranjado. El chico lo mira con desdén: “Esta mierda no es trabajo, casi no se gana nada; yo, la verdad, ya no voy a venir, voy a ver si me regreso”. Lanza el cigarrillo lejos, con una pericia coqueta y escupe en el piso, como hacen los cowboys en las películas. Nosotros nos regresamos a la habitación en la que la mama guarda reposo, un poco más tranquilos, sabiendo que su sueño está custodiado por gente con experiencia en la materia.
(San Salvador. Miércoles, 29 de junio de 2011)