Mi madre dejó ir la noticia sin tantos rodeos el pasado domingo.
—Pobrecita tu tía –arrancó–, vieras lo que le pasó…
Mi tía, su hermana, la única que tiene viviendo en El Salvador, es como una segunda madre para mí.
—Le habló a los primos de Chalatenango para que le consiguieran la partida a tu abuela… ¿Sabés con qué le salieron?
Los primos de Chalatenango le contaron a mi tía que hace dos semanas, una sobrina lejana –“la hija de una prima de nosotras”– fue asesinada en Sonsonate. “La mataron”, le dijeron. Pero no fue ni la muerte ni que esta haya sido violenta lo que impresionó a mi tía. No. Fue el método. Fue la salvaje manera en que mataron a esa muchachita de 15 años. “La encontraron en dos bolsas”, le dijeron.
Cuando me lo contó mi madre, un nudo desgraciado me ahogó el pecho. Aunque no conocía a la muchacha –mi madre dice que “la cipota era aplicada en la escuela”– la noticia me afectó. Quizá porque sé que a un primo lejano se le puede llegar a querer como a los primos-hermanos. En Sonsonate, en el occidente del país, donde mataron a la muchacha, tengo a otros tres parientes como ella a los que sí conozco desde pequeño. A los que sí les guardó mucho cariño, pese a las distancias, pese a que casi nunca los veo. Quizá me afectó, también, porque esta vez el rayo cayó muy cerca, pero no lo suficiente como para que duela por completo.
Hoy comprendo dónde radica la indiferencia hacia esta mierda en la que vivimos. Una víctima se siente cuando se conoce, porque entonces con su muerte también se va una parte de nuestra historia. Ahora bien, cuando pasan casos como los de esta prima lejana, donde una persona termina en dos putas bolsas, ¿cómo se concilia eso? ¿Se mueren los familiares dos veces? ¿Cómo se vive después de algo así?
Sé cómo descuartizan algunos pandilleros. Hace poco escribí sobre eso, sobre cómo y por qué son capaces de hacerlo. Hablé sobre ello con policías, fiscales, sicólogos, antropólogos, abogados y algunos pandilleros. Entre las cosas que entendí está aquello que cuesta asimilar: esto es parte de su vida, de su cultura (si es que se le puede llamar así), de su guerra. No los justifico, pero trato de entender que es pura cuestión de método. Así mandan mensajes. La gran mayoría no están locos ni son malvados engendros del infierno. Simplemente así han sido formados. Al final son reflejo del estado de nuestra sociedad. Son la prueba de que en algún punto de nuestra historia nos dormimos, no hicimos nada y no exigimos nada. Nos quedamos de brazos cruzados.
En los últimos días he imaginado que visito a mi tía y le pido nombres de esos parientes lejanos. He imaginado que llego a Sonsonate, preguntando por la muchacha, tratando de entender qué le pasó, por qué le hicieron eso los de la pandilla. Sin embargo, he decidido que no lo haré. Maje sería si me acerco: conocería a esos familiares y seguro me simpatizarían. Iniciaría una pequeña historia con ellos. Y, como dije, creo que ninguno quiere morir por dentro. Yo no quiero.
También me puse a imaginar que hacíamos algo, pero como todavía no estamos listos para hacer nada (ni siquiera marchas que valgan la pena o exigir un mejor gobierno, que alguien arregle este problema o buscar juntos una solución) me quedo de brazos cruzados, rogando que el rayo se vaya mucho más lejos. He decidido que voy a olvidar que supe de esta muchacha y que seguiré con mi vida normal. Así es más cómodo.
(San Salvador, El Salvador. Junio de 2011)