Esta ha sido una noche terrible. No conseguí pegar ojo, y el autobús hacia Tegucigalpa partirá a las 5:30 de la mañana. No importa, no lograré dormir hasta que me aleje unos kilómetros de esta frontera, hasta que salga del departamento de Copán.
Esto fue lo que me pasó ayer. A las 3 de la tarde salí con unos policías a un recorrido por municipios fronterizos dominados por el narco hondureño. Un recorrido por lo que aquí se conoce como la zona de la muerte. Así de feo le dicen a las aldeas fronterizas con el departamento de Izabal, en Guatemala, que pertenecen a los municipios de El Espíritu y El Paraíso. Dicen todos por aquí que ahí manda el narco, que te vigilan desde que entras, que te detendrán e interrogarán si tu presencia no pinta nada por aquellas breñas. Dicen lo mismo que dicen de este tipo de lugares en amplias zonas de México, de Guatemala y hasta de El Salvador; e incluso, sorpréndase, de Nicaragua.
Sin embargo, yo iba con unos policías. Repito, no con la Policía, sino con unos en particular que no me dieron tanta desconfianza. Y, claro, con otros que en particular me daban total desconfianza tanto a mí como a su jefe, que solo les avisó que iríamos a esa zona cuando ya estábamos por entrar. Si no, algunos de ellos avisan, me explicó. Avisan al narco, claro. Muchas de las frases en estas fronteras tienen un sujeto tácito: el narco.
El caso es que desde las 3 de la tarde hasta la 1 de la madrugada dimos vueltas por esos pueblos perdidos entre callejuelas de tierra y montañas que reverdecen en estos meses. Obvio que nos detectaron mucho antes de que llegáramos a El Paraíso, un pueblito rural y escondido de Honduras cuya alcaldía es una réplica del Capitolio y tiene en su techo un helipuerto. ¿Para qué? Pues el alcalde dice que es necesario que un pueblito como este, perdido en la frontera con Guatemala y poblado por campesinos, tenga un helipuerto.
Los policías, a pesar de que sabían que no detendrían a ningún narco cargado de cocaína, querían demostrarme que ellos sí que podían entrar en esas zonas impenetrables. Yo, aunque sabía que no encontraríamos a ningún narcotraficante chapín en plena reunión con sus colegas hondureños, no encontré una manera mejor de ir a echar un ojo por aquellos lares.
Casi al final del recorrido, el jefe policial, un bravo ex militar, decidió hacer una última revisión a un carro estacionado a media carretera. Bien, en ese carro iba un alcalde y un reconocido narcotraficante de la zona, con varios antecedentes. Ya puestos a la faena, no hubo más que decomisarles las armas ilegales que andaban y remitirlos a la comisaría. Todo esto en medio de un alboroto de guaruras, amenazas, llamadas telefónicas al diputado tal, que es amiguísimo, y al señor ministro tal, que es íntimo del cuñado de la amiga de la esposa del detenido que se quejaba. Y los guaruras viendo, tratando de descifrar quién diablos era el tipo de civil que no decía nada, que veía todo, que anotaba cosas y al que el jefe policial se le acercaba para susurrarle secretos. O sea, quién diablos era yo.
Me veían, susurraban entre ellos también, me apuntaban con las camaritas de sus teléfonos.
El caso es que tras varias horas el jefe policial decidió dejar el embrollo al jefe de la comisaría local, nervioso hasta decir no más.
Nos marchamos hacia Santa Rosa de Copán, la capital de este departamento fronterizo con Guatemala. Es una ciudad pequeña, empedrada y bonita, donde la gente camina por las calles incluso a primeras horas de la noche. Los valles que la rodean dejan en un llano agradable y fresco a Santa Rosa de Copán. Pero anoche, luego de hacer ese recorrido por la frontera del tránsito de la cocaína, luego de salir de la oficina del jefe policial de madrugada tras obtener algunos documentos, Santa Rosa de Copán era para mí una amenaza.
El policía que me fue a dejar no iba callado porque estuviera cansado, sino porque tramaba algo. Esos dos hombres que caminaban por la calle no nos voltearon a ver porque es raro que un carro traquetee en el empedrado a esa hora, sino porque estaban en contubernio con el policía silencioso. El guardia de la entrada no me preguntó el número de habitación para estar seguro de que yo era huésped, sino porque quería darles indicaciones certeras a los dos hombres y al policía silencioso. Y así toda la noche. Ese ruido en el techo no es el viento ni un gato; es el narco. Se abrió la puerta del hotel. No puede ser un cliente borracho; debe ser el narco. Voces, alguien conversa en susurro a las 2 de la madrugada; ahora sí, de plano, llegó el narco.
No, no fue así. No llegó nunca ni nunca lo intentó. Lo único que ocurrió es que me pasé la noche en vela analizando cada sonido, fumando como camionero sentado en una silla al lado del ventanal del cuarto. Ahora que reparo en lo estúpido de la situación me siento más apenado. Llevo años en este tipo de coberturas, y el miedo es algo intrínseco, pero confieso que por primera vez experimento un miedo insano, improductivo. Aterrizando: un miedo que no te deja analizar. Ahora que lo pienso, sentarme donde me senté era una mala decisión, el ventanal tenía barrotes que me hubieran impedido salir; la puerta estaba diametralmente opuesta al ventanal; y, entre el baño, que tenía la única ventana por donde salir, y yo, estaban la cama y una mesa. Un clásico cuadro de entumecimiento por el narco.
Son esos momentos donde el narco adquiere su forma más etérea y se convierte en esa omnipresencia. Quién sabe cómo, porque la calle estaba vacía, pero ellos vigilan. Aunque suene extraño, imposible, ellos han comprado en un santiamén al vigilante del hotel donde no sabían que te estabas hospedando. Su corrupción es irrefrenable, y su violencia caerá sobre ti. No hay más que hacer que ceder.
Cuando eso pasa, cuando te entumece el narco, no puedes pensar en nada más. No te das cuenta de que estás a la par de la ventana con rejas y que la pequeña del baño, la que te permite una salida, está lejos de donde te has posicionado. Entumecido uno, el narco gana, aunque no esté ahí.
A mí me ha robado una noche de sueño. Ahora, luego de haber recorrido sus territorios, salgo sano y salvo hacia Tegucigalpa.
(Santa Rosa de Copán, Copán, Honduras. Junio de 2011)