La primera vez que vi a José fue en la plaza La Constitución, en el Centro Histórico de Ciudad de Guatemala. Fue una tarde de finales de enero de 2011. Hacía frío y lloviznaba. Un contacto nos esperaba en la plaza, y José estaba junto a él. Se miraba chistoso, con su diminuta estatura y su cuerpo encorvado por el peso de la CPU que cargaba en sus brazos. Llevaba gorra. Hoy sé que José siempre lleva gorra.
Salimos de la plaza y enrumbamos por la Sexta Avenida, el paseo peatonal recién recuperado por la alcaldía. La Sexta es la calle más famosa de la ciudad. Es la columna vertebral del centro histórico, y en ella hay innumerables zapaterías, restaurantes de comida china, dos cines, pizzerías y hasta un McDonald´s.
La Sexta es una calle que mezcla lo mejor y lo peor de una ciudad que intenta convencerse a sí misma de que con la revitalización del comercio y el turismo las cosas van para mejor: empresarios creyentes que invierten en el área y gente pobre que no quiere soltarla. Es un lugar que reúne lo mejor de la infraestructura gubernamental (el palacio del Ministerio de Gobernación, construido en la década de los sesenta, con sus torres y sus lujosos pasillos) y lo peor de la miseria humana: los niños y sus madres indígenas, descalzos, pidiendo limosna en la orillas de la acera, cerca de la plaza Concordia, esquina opuesta al palacio. Niños huelepega y jovencitos marihuanos convencidos de que conseguirán dinero por las buenas o por las malas.
Por la plaza, por la Sexta y por el Centro Histórico también caminan jovencitas que por 200 quetzales (unos 25 dólares) entregan las carnes, que se salen de sus diminutos shorts y camisetas. La Sexta Avenida y sus calles adyacentes son un laberinto donde el más incauto puede extraviarse en escondrijos oscuros y malolientes, o con suerte terminar parado frente a iglesias coloniales en restauración, en una cafetería estilo gourmet o en un Jack´s Place, uno de los bares de moda en la ciudad.
José vivió en la Sexta y en la plaza Concordia cuando todo estaba peor que nunca. Era un niño huelepega y luego un niño marihuano. En algún punto de su vida se brincó al Barrio 18. Hará unos tres años casi lo matan. Un carro se pasó un alto y lo atropelló. La pierna derecha le quedó hecha añicos. Todavía conserva las profundas cicatrices. José es renco. Atropellados han muerto algunos de sus amigos. Para ellos nadie vio nada, nadie preguntó nada y los cuerpos terminaron en los cementerios con un registro “S/N”. “Sin nombre, vos”.
José nunca me contó de sus aventuras con el Barrio 18, y yo tampoco se lo he preguntado aún. Por ahora sé que ayuda a una organización que intenta rehabilitar a pandilleros y a niños y jóvenes de la calle. Una tarea difícil, incluso para él, a quien le cuesta soltarla.
A José también le cuesta dejar la marihuana. En mi segunda visita, en marzo, justificó que cuando fuma lo hace para amortiguar el dolor en las articulaciones de su pierna. Luego me dijo que así también aguanta el dolor de sentirse solo. A su hermano lo asesinaron en un ajuste de cuentas del narcomenudeo. Debía, y mucho. Intentó huir pero cuando trepaba un muro una bala lo alcanzó en la espalda. A su hermana también la mataron. Murió en el mismo hospital en el que él se recuperaba de la pierna destrozada. Dice que pudo platicar con ella antes de que falleciera. La habían acuchillado demasiado. A ella y al bebé que llevaba en el vientre.
Una noche caminé frente a la plaza Concordia. En las gradas estaba sentado José. Abrazaba a un amigo cabizbajo. Lo llamé, le costó reconocerme y luego me saludó con un fuerte abrazo. Después me regañó por andar ahí tan noche. Le dije que buscaba algo diferente para cenar porque ya estaba aburrido de las hamburguesas y del Pollo Campero. Eran las 7:30 y por la Sexta caminaba mucha gente. José insistió en que era un error andar solo por ahí y con pinta de turista. “Es que aquí es tranquilo, pero estos no te conocen y, si te ven caminando solo, te van a seguir y te van a querer robar”, susurró.
Caminamos de regreso, en dirección al Centro Histórico. En el camino cruzamos un restaurante de comida china que estaba abarrotado, señal inequívoca de que parece ser uno de los mejores de la zona. La mayoría casi siempre están vacíos. Este restaurante era de dos plantas, con dragones en la fachada. En la entrada había un guardia de seguridad.
Le dije a José que entráramos y se negó. Me agradeció la invitación, se despidió e insistió en que no pasaba nada. “Mirá vos, mejor nos vemos otro día”. Le pregunté por qué no quería entrar, y José se encogió de hombros y meneó la cabeza para todos lados. No quería responderme. Ante mi insistencia confesó que el chao mein es su comida favorita, pero que a ese restaurante no entraría ni aunque le diera todos los quetzales de Guatemala. “Es que cuando era patojo y andaba pidiendo comida, estos de aquí siempre me agarraban a patadas, vos. Entonces mejor nel, vamos a otro lado”.
Nos fuimos a uno de los restaurantes vacíos. Cuando terminamos, él se despidió con una sonrisa y caminó recto por la Sexta. En la mano derecha cargaba la mitad de mi arroz cantonés y en la izquierda las tres cuartas partes de su chao mein. Apenas y probó bocado. Guardó casi todo el plato para los amigos que no habían comido.
En junio regresé a la Sexta y pasé por la plaza Concordia. Todos los amigos de José seguían ahí.
(Ciudad de Guatemala, Guatemala. Junio de 2011)