Crónicas y reportajes / Crimen organizado
Guatemala se escribe con zeta

Hubo un tiempo en el que los narcotraficantes guatemaltecos vivieron bajo un pacto de respeto. Un tiempo en el que eran casos contados los de ovejas negras que violaban el pacto. Una de esas ovejas descarriadas propició que las familias de la droga contrataran como sicario a ese grupo mexicano que ahora expande su control por el país. Agentes de inteligencia, militares, voces desde el interior del mundo del narcotráfico y un polémico Estado de Sitio señalan hacia el culpable de que en Guatemala la estabilidad entre criminales se rompiera: Los Zetas.


Fecha inválida
Óscar Martínez

 

De empleados a amos

―No, pues claro. Seguramente se estén jalando los pelos, pero ahora no les queda otra que hacerle pecho a la situación.

Tengo enfrente a un agente de inteligencia militar que estuvo en Cobán en diciembre, cuando inició el dudoso Estado de Sitio. La escena que me reconstruye es la de los patriarcas de las familias viendo cómo su invitado les desbarata la casa. Juan Chamalé en la frontera del contrabando y los migrantes con México; Waldemar Lorenzana en las fronteras con El Salvador y Honduras; Walter Overdick en Alta Verapaz; y  Los Mendoza en Petén, frontera selvática con México, y en las costas cercanas al golfo de Honduras. Todos buscados por Estados Unidos. Todos preocupados ahora al ver cómo el terrible invitado recorre la casa.

Hablamos en el restaurante del hotelito donde me hospedo en Ciudad de Guatemala. La conversación con este militar dicharachero y directo tiene dos objetivos: saber si la inteligencia militar da por hecho que fue el asesinato de un narco, Juancho León, la carta de entrada de Los Zetas al país, y saber qué tanto de show tiene un operativo como el realizado en Alta Verapaz.

Respecto al primer punto, la conversación es corta. La respuesta es un rotundo sí.

En marzo de 2008, tras un enfrentamiento armado de media hora entre dos grupos de al menos 15 hombres, quedaron tendidos varios cadáveres en el balneario La Laguna, en el departamento de Zacapa, fronterizo con Honduras. Uno de esos cadáveres era el de Juan José “Juancho” León, un importante narcotraficante guatemalteco de 42 años, líder de la familia León, que operaba en Izabal, el departamento encajonado entre Petén, Belice, el mar Caribe, Honduras y Zacapa. Juancho León es el hombre que probablemente será recordado como el punto de quiebre en el pacto de convivencia que tenían entre sí las familias guatemaltecas.

Edgar Gutiérrez, el ex jefe de inteligencia, me había contado que Juancho León, quien durante algún tiempo fue lugarteniente y yerno del patriarca de Los Lorenzana, empezó a tener demasiado poder, a expandir sus actividades y, sobretodo, a pasarse de bocón.

—Representaba una amenaza, porque fanfarroneaba –me dijo Gutiérrez en una de mis primeras entrevistas–. Yo puse a tal presidente, yo puse a tal... Y los otros grupos empezaron a decir: este tiene actitud monopólica y rompe el equilibrio, está tomando contactos en sur y norte.

Cuando le explico la teoría, el agente de inteligencia militar asiente con fuerza con los ojos cerrados y sonríe mientras mantiene el dedo índice levantado en este agradable patio del hotelito colonial muy bien conservado en el centro de la capital.

―Eso es cierto, pero falta un elemento en esa ecuación: Juancho fue el que puso de moda los tumbes. Gran parte de su poder económico vino de toda la droga que se robó.

Los famosos tumbes, la rapiña entre narcos, en la práctica no son más que robos de cargamentos de droga. En el fondo son una muestra de cómo el pacto entre familias había estado pegado con saliva, incluso antes de la entrada de Los Zetas.

Juancho León, como otros narcotraficantes e incluso jefes policiales, realizaba labores de inteligencia para saber dónde, cuándo y qué cantidad de droga iba a ser transportada por, pongamos un ejemplo, la familia Lorenzana. La droga entraba por algún punto ciego de la frontera con Honduras, y los hombres de León la esperaban más adelante, cuando a través de Alta Verapaz pretendía trepar hacia México. La robaban y luego la vendían a otra familia que la introducía por otro punto de la frontera. Ingenuo sería pensar que los agraviados no se enterarían de quién robó su cargamento.

Según el militar que ahora toma café en el patio del hotel, la gota que rebalsó el vaso fue un tumbe de droga que Juancho León realizó a Los Lorenzana a principios de 2008, cuando transportaban un cargamento de cocaína para el Cártel de Sinaloa, el más poderoso del continente. Eso, sumado a su boconería, su preocupante expansión de territorios y su prontuario de tumbes, derivó en un pacto entre Los Mendoza y Los Lorenzana: era necesario matar a Juancho León, pero el hombre tenía un ejército a su disposición, se movía bien custodiado, y, desde que en 2003 fue asesinado su hermano, Mario León, había aumentado su cautela. Era necesario recurrir a unos expertos que ya antes habían venido a Guatemala a dar protección a cargamentos especiales, a entrenar a sicarios de Los Mendoza o a reclutar kaibiles, esos soldados entrenados en la selva bajo el lema de avanzar, matar y destruir. Fue justo ahí cuando las dos grandes familias abrieron las puertas de par en par al terrible invitado mexicano.

A Juancho León lo citaron en el balneario aquel día de marzo de 2008. La excusa fue negociar la entrada por su territorio de un cargamento de cocaína. Entonces, lo atacaron con fusiles Ak-47 e incluso con RPG-7, un lanzacohetes antitanque de fabricación rusa. Luego de la batalla, fueron detenidos tres mexicanos originarios del Estado de Tamaulipas, en el norte mexicano, la sede desde donde Los Zetas controlan todas sus operaciones.

Las familias invitaron a Los Zetas sin tener en cuenta ningún otro factor que su capacidad para matar. No reflexionaron en que, justo a finales de 2007, ese grupo liderado por ex militares de élite se había escindido de su cártel padre, el del Golfo, que estaban huérfanos y en búsqueda de nichos de control y actividades delictivas para suplir su falta de contactos en Suramérica. Solovieron su capacidad de matar y atemorizar, y aún la siguen viendo.

El Estado de Sitio en Cobán fue la primera jugada fuerte del Estado guatemalteco para tratar de imponer reglas al huésped incómodo. Un aviso de que esta es casa ajena, un regaño por el descaro. Y nada más. Los Zetas especularon con que el show del Estado terminaría pronto y decidieron no plantar cara.

Un “operativo sorpresa”

Ella bromea con que quizá su marido la engañó y no se fue a cargar furgones con droga de Los Zetas, sino a ver a otra mujer en Cobán. Estamos en El Gallito, un barrio de Ciudad de Guatemala reconocido como el centro de operaciones de los narcos en la capital. La mayoría de las calles secundarias han sido bloqueadas con separadores de carretera, para obligar a las patrullas a entrar y salir por donde ellos quieren que lo hagan. La mujer ha venido a la casa de mi contacto, y tomamos una cerveza mientras esperamos a su marido, que ya hace una semana dijo que se iba a Cobán y aún no aparece. Por eso refunfuña ella.

Entrada la noche, al fin llega el hombre bajito, moreno, pelo lacio y de bigote, prototípico de este país. Es como un gran muñeco de trapo. Se le ve tan molido que hasta su mujer deja el enojo de lado y lo recibe con un reproche a terceros.

―¡Mirá cómo te han dejado esos salvajes!

Unos sorbos de cerveza después, él, poco conversador, responde parco.

―No, si mejor me vine, porque es una salvajada lo que hay que cargar. Llenamos camiones y camiones, de las 6 de la mañana hasta la medianoche y nunca acabábamos. A mí páguenme, que me voy, les dije.

―¿Qué es lo que tanto cargaban? –aprovecho para preguntar.

―Cajas y sacos… Con cosas.

Los dejo hablar, que entre vecinos y familia se cuentan más. Entonces, escucho detalles. Se fue hace una semana, cuando el Estado de Sitio llevaba menos de un mes. Él y otros 15 cargadores de la capital recibieron la oferta de parte de un viejo conocido del que aquí muchos saben que es zeta. Llegaron a llenar y vaciar camiones en municipios de los alrededores de Cobán. Vaciaban los que llegaban con mercancía y llenaban los que se iban para Izabal y los alrededores de la capital. Eran las laboriosas hormigas de Los Zetas que sacaban de la zona de riesgo la mayor parte de su mercancía. Este hombre rendido era una de ellas.

Han pasado dos días de la charla con el cargador de bultos en El Gallito, y ahora me encuentro en Cobán, en la Sexta Brigada de Infantería, que alberga a los 300 militares enviados tras la declaratoria del Estado de Sitio. Me recibe el segundo al mando, el coronel Díaz Santos. Afuera, un pelotón de sus hombres sale en la primera patrulla de la tarde. Hace mes y medio que inició esta disposición, y ahora solo atrapan borrachos al volante o borrachos que se pelean en las calles y, cuando mucho, algún ladronzuelo con navaja.

―Es que desde que entramos –dice el coronel– entendieron el mensaje, se volvieron más respetuosos (Los Zetas), y ya no andan como locos con sus fusiles por la calle.

Captaron el mensaje y decidieron no enfrentar. Mejor traer a los cargadores de bultos que sacar a los sicarios. Cosa rara, Los Zetas con todo y su fama de iracundos, esta vez se frenaron, algo que ni en México suelen hacer.

Le cuento al coronel que tengo información de que Los Zetas sacaron tanta mercancía de Cobán que trabajaron jornadas de casi 24 horas para intentar llevarse todo de los municipios aledaños. Espero que me contradiga, pero me complementa.

―Claro, si es que fueron alertados de los allanamientos, y les quedó gran parte de su arsenal y de sus cargas de droga. Lo que agarramos es lo que se les quedó atrás.

Cada vez toma más fuerza la versión que me dieron dos informantes que viven en Cobán: me contaron que el día anterior al Estado de Sitio, la tarde del sábado 18 de diciembre, hubo un partido de fútbol donde algunos zetas jugaron mezclados con policías, fiscales y empleados municipales de la zona y que, al terminar, mataron y asaron una res, y luego se despidieron porque los narcotraficantes tenían que ir a cargar sus bultos antes del amanecer.

Días antes, en Ciudad de Guatemala, me reuní con el general Vásquez Sánchez, el superior del coronel Díaz Santos. Él me habló de los logros, y los hubo: 45 vehículos decomisados, la mayoría camionetas de lujo y pick up de modelos recientes; 39 fusiles de asalto, 23 ametralladoras MG 34 de calibre 7.62 (el mismo que utilizan nuestros soldados en la zona, agregó perspicaz el general), y 35 pistolas, incluida una FN Five-seven, rebautizada en México como “la matapolicías” por ser capaz de atravesar ciertos chalecos antibala.

El general y el coronel me contaron, cada quien en su momento, que todo esto fue gracias a que la gente informaba. Los militares, lejos de hacer alarde de una inteligencia operativa que no tuvieron que ocupar, ponen el éxito relativo de la operación en el terreno del odio. El odio de la gente hacia Los Zetas. Señalaban los talleres-escondite: ahí preparan los carros para encaletar cosas. Les decían dónde estaban los ranchos: allá en el rancho que era del narcotraficante Otoniel Turcios esconden armas. Les revelaban sus dinámicas: vayan ahí nomás, a dos kilómetros del centro de Cobán, y vean la pista de avionetas, ahí están los pilotos como taxistas piratas, sin permiso para volar y a la espera de que algún clientes les pida llevar bultos con quién sabe qué a quién sabe dónde.

Alta Verapaz estaba tan abandonado que incluso esa pista aérea, que pertenece al Estado, era utilizada con total impunidad por Los Zetas. Ningún controlador aéreo, ningún plan de vuelo entregado a nadie y ningún registro de quién pilotearía qué aparato a qué hora. A veces incluso utilizaban esas pistas para shows de carros monstruos o carreras de caballos o fiestas. Total, era de ellos.

―Curioso –dijo el general–, nadie ha llegado a reclamar ninguna de las cinco avionetas que decomisamos por no tener registro. ¿Usted dejaría así nomás su avioneta tirada?

Las palabras del coronel con quien hablo en Cobán responden bien esa pregunta. Él también está convencido de que Los Zetas aprendieron la lección, captaron el regaño, y no van a pelear por lo decomisado. Habrá que ver, piensa el coronel, si el regaño les va a enseñar a comportarse.

―Como los narcos buenos, que mantienen su zona en paz y tienen pactos de caballeros con las otras familias y no andan, como estos, violando y armando tiroteos.

Pero la sutileza nunca ha sido la bandera de Los Zetas. En este caso lo que llama la atención es su decisión de no contraatacar. Por lo demás, actuaron como en México, como en su casa. Siguieron su manual.

A cada una de las preguntas que hice en su despacho, el general respondió que sí, e incluso agregó algún detalle. ¿Tenían niños y mujeres, taxistas y comerciantes comprados para servir de halcones? Y el general respondió que sí, solo que aquí les llaman banderas. ¿Tenían otras actividades además del tráfico de drogas? El general asintió y enumeró los secuestros, el lavado de dinero, sembradíos de café y cardamomo, extorsiones. ¿Tenían a policías, alcaldes y fiscales de su lado? Y el general se remitió a los hechos: por falta de confianza, el Gobierno retiró a los 350 policías de todo el departamento, no solo de Cobán, y los reubicó.

—Toda esa estructura que me estás comentando la tenían implementada. La desconfianza de nosotros, los militares, de trabajar con Policía Nacional Civil estaba.

Que sí respondió también cuando le pregunté si cooptaron a las bandas locales de asaltantes, pero en su respuesta, el general fue más allá y no se refirió solo a las banditas de ladrones que Los Zetas suelen profesionalizar.

―Los Zetas han venido a mermar la actividad de los grupos locales. Han puesto un apodo a los narcos locales: los narquitos. Quieren que ellos se hagan parte de este grupo y que ya no sean operarios independientes, sino parte de ellos. Tomaron el control, si no de toda Guatemala, de gran parte. Y los narcos locales tradicionales han bajado sus actividades. Están operando tras la sombra de Los Zetas, y los que no se han acoplado a ese sistema tienen amenazas de muerte.

Han seguido su manual. Se me viene a la mente la expresión del policía con el que conversé en Ciudad de Guatemala, en el cuartel central, hace unos días, y me recuerda a los tantos con los que platiqué en México, cuando durante un año cubrí la actividad de Los Zetas. Aquel oficial oriundo de Cobán siguió el protocolo para hablar de estos delincuentes: me escondió en una esquina del cuartel, miró a todos lados y susurró temiendo que lo escuchara algún colega. Me contó que en Cobán, nomás llegar, Los Zetas te paran, te dan tu primer sueldo de 500 dólares, te dicen que ya te van a llamar cuando necesiten algo, te dan un celular y te piden que te peines bien para tomarte una foto. En su computadora, el policía me enseñó un informe interno de la Inspectoría, que, sin pruebas por falta de confianza para recabarlas, decía que las comisarías de Huhuetenango, Petén, Quiché y Alta Verapaz son “perceptibles de corrupción”.

El coronel con el que converso en Cobán me detiene antes de salir de su despacho. Él sabe que todo lo que hemos conversado y lo que le mencioné de mi plática con el general lleva a pensar que, tras el show del Estado de Sitio, la sensación que queda es que los militares se irán y que Los Zetas volverán con lecciones aprendidas a terminar de sacar o someter a las familias tradicionales, los “narcos buenos”.

―Sé que están esperando a que finalice para volver, eso es todo, pero nosotros llegamos para quedarnos –me dice el coronel a manera de despedida.

Me voy.

De vuelta al estado de normalidad

Es 1 de marzo y me encuentro en una cena rodeado de jefes policiales, militares y asesores en seguridad. Hacemos pronósticos sobre lo que se viene en Guatemala, sobre cómo reaccionarán Los Zetas. Entre todos ellos distingo a uno de mis informantes de Cobán. Lo saludo y con la mano le hago un gesto para que nos alejemos del restaurante del hotel. Me dice que en un ratito, que allá en la esquina del patio. Pasa el ratito y se acerca con una pregunta por saludo.

―¿Qué, ya publicaste el artículo?

―No, aún no, lo estoy por terminar.

―¿Ya viste que terminó el supuesto Estado de Sitio?

―Sí, el viernes 18 de febrero. ¿Y qué ha pasado en Alta Verapaz?

―Pues que han regresado Los Zetas, ahí andan, siempre armados en las calles, más cautelosos, pero siempre a la vista en sus grandes camionetas.

El 25 de febrero en la madrugada, siete días después de que el presidente Álvaro Cólom viajara a Cobán para dar por finalizado el Estado de Sitio, un comando armado ingresó a un autolote, incendió tres carros y lanzó ráfagas de Ak-47 contra otros tantos. Mi fuente asegura que eran Los Zetas que, poco a poco, inician sus venganzas. Esta vez fueron carros, pero mi informante augura que pronto serán personas. Ahora que terminó el Estado de Sitio, ahora que Cobán retorna a su normalidad, mi informante plantea su propia pregunta retórica.

—¿Y qué más iba a pasar?

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vieron su capacidad de matar y atemorizar, y aún la siguen viendo.

El Estado de Sitio en Cobán fue la primera jugada fuerte del Estado guatemalteco para tratar de imponer reglas al huésped incómodo. Un aviso de que esta es casa ajena, un regaño por el descaro. Y nada más. Los Zetas especularon con que el show del Estado terminaría pronto y decidieron no plantar cara.

Un “operativo sorpresa”

Ella bromea con que quizá su marido la engañó y no se fue a cargar furgones con droga de Los Zetas, sino a ver a otra mujer en Cobán. Estamos en El Gallito, un barrio de Ciudad de Guatemala reconocido como el centro de operaciones de los narcos en la capital. La mayoría de las calles secundarias han sido bloqueadas con separadores de carretera, para obligar a las patrullas a entrar y salir por donde ellos quieren que lo hagan. La mujer ha venido a la casa de mi contacto, y tomamos una cerveza mientras esperamos a su marido, que ya hace una semana dijo que se iba a Cobán y aún no aparece. Por eso refunfuña ella.

Entrada la noche, al fin llega el hombre bajito, moreno, pelo lacio y de bigote, prototípico de este país. Es como un gran muñeco de trapo. Se le ve tan molido que hasta su mujer deja el enojo de lado y lo recibe con un reproche a terceros.

―¡Mirá cómo te han dejado esos salvajes!

Unos sorbos de cerveza después, él, poco conversador, responde parco.

―No, si mejor me vine, porque es una salvajada lo que hay que cargar. Llenamos camiones y camiones, de las 6 de la mañana hasta la medianoche y nunca acabábamos. A mí páguenme, que me voy, les dije.

―¿Qué es lo que tanto cargaban? –aprovecho para preguntar.

―Cajas y sacos… Con cosas.

Los dejo hablar, que entre vecinos y familia se cuentan más. Entonces, escucho detalles. Se fue hace una semana, cuando el Estado de Sitio llevaba menos de un mes. Él y otros 15 cargadores de la capital recibieron la oferta de parte de un viejo conocido del que aquí muchos saben que es zeta. Llegaron a llenar y vaciar camiones en municipios de los alrededores de Cobán. Vaciaban los que llegaban con mercancía y llenaban los que se iban para Izabal y los alrededores de la capital. Eran las laboriosas hormigas de Los Zetas que sacaban de la zona de riesgo la mayor parte de su mercancía. Este hombre rendido era una de ellas.

Han pasado dos días de la charla con el cargador de bultos en El Gallito, y ahora me encuentro en Cobán, en la Sexta Brigada de Infantería, que alberga a los 300 militares enviados tras la declaratoria del Estado de Sitio. Me recibe el segundo al mando, el coronel Díaz Santos. Afuera, un pelotón de sus hombres sale en la primera patrulla de la tarde. Hace mes y medio que inició esta disposición, y ahora solo atrapan borrachos al volante o borrachos que se pelean en las calles y, cuando mucho, algún ladronzuelo con navaja.

―Es que desde que entramos –dice el coronel– entendieron el mensaje, se volvieron más respetuosos (Los Zetas), y ya no andan como locos con sus fusiles por la calle.

Captaron el mensaje y decidieron no enfrentar. Mejor traer a los cargadores de bultos que sacar a los sicarios. Cosa rara, Los Zetas con todo y su fama de iracundos, esta vez se frenaron, algo que ni en México suelen hacer.

Le cuento al coronel que tengo información de que Los Zetas sacaron tanta mercancía de Cobán que trabajaron jornadas de casi 24 horas para intentar llevarse todo de los municipios aledaños. Espero que me contradiga, pero me complementa.

―Claro, si es que fueron alertados de los allanamientos, y les quedó gran parte de su arsenal y de sus cargas de droga. Lo que agarramos es lo que se les quedó atrás.

Cada vez toma más fuerza la versión que me dieron dos informantes que viven en Cobán: me contaron que el día anterior al Estado de Sitio, la tarde del sábado 18 de diciembre, hubo un partido de fútbol donde algunos zetas jugaron mezclados con policías, fiscales y empleados municipales de la zona y que, al terminar, mataron y asaron una res, y luego se despidieron porque los narcotraficantes tenían que ir a cargar sus bultos antes del amanecer.

Días antes, en Ciudad de Guatemala, me reuní con el general Vásquez Sánchez, el superior del coronel Díaz Santos. Él me habló de los logros, y los hubo: 45 vehículos decomisados, la mayoría camionetas de lujo y pick up de modelos recientes; 39 fusiles de asalto, 23 ametralladoras MG 34 de calibre 7.62 (el mismo que utilizan nuestros soldados en la zona, agregó perspicaz el general), y 35 pistolas, incluida una FN Five-seven, rebautizada en México como “la matapolicías” por ser capaz de atravesar ciertos chalecos antibala.

El general y el coronel me contaron, cada quien en su momento, que todo esto fue gracias a que la gente informaba. Los militares, lejos de hacer alarde de una inteligencia operativa que no tuvieron que ocupar, ponen el éxito relativo de la operación en el terreno del odio. El odio de la gente hacia Los Zetas. Señalaban los talleres-escondite: ahí preparan los carros para encaletar cosas. Les decían dónde estaban los ranchos: allá en el rancho que era del narcotraficante Otoniel Turcios esconden armas. Les revelaban sus dinámicas: vayan ahí nomás, a dos kilómetros del centro de Cobán, y vean la pista de avionetas, ahí están los pilotos como taxistas piratas, sin permiso para volar y a la espera de que algún clientes les pida llevar bultos con quién sabe qué a quién sabe dónde.

Alta Verapaz estaba tan abandonado que incluso esa pista aérea, que pertenece al Estado, era utilizada con total impunidad por Los Zetas. Ningún controlador aéreo, ningún plan de vuelo entregado a nadie y ningún registro de quién pilotearía qué aparato a qué hora. A veces incluso utilizaban esas pistas para shows de carros monstruos o carreras de caballos o fiestas. Total, era de ellos.

―Curioso –dijo el general–, nadie ha llegado a reclamar ninguna de las cinco avionetas que decomisamos por no tener registro. ¿Usted dejaría así nomás su avioneta tirada?

Las palabras del coronel con quien hablo en Cobán responden bien esa pregunta. Él también está convencido de que Los Zetas aprendieron la lección, captaron el regaño, y no van a pelear por lo decomisado. Habrá que ver, piensa el coronel, si el regaño les va a enseñar a comportarse.

―Como los narcos buenos, que mantienen su zona en paz y tienen pactos de caballeros con las otras familias y no andan, como estos, violando y armando tiroteos.

Pero la sutileza nunca ha sido la bandera de Los Zetas. En este caso lo que llama la atención es su decisión de no contraatacar. Por lo demás, actuaron como en México, como en su casa. Siguieron su manual.

A cada una de las preguntas que hice en su despacho, el general respondió que sí, e incluso agregó algún detalle. ¿Tenían niños y mujeres, taxistas y comerciantes comprados para servir de halcones? Y el general respondió que sí, solo que aquí les llaman banderas. ¿Tenían otras actividades además del tráfico de drogas? El general asintió y enumeró los secuestros, el lavado de dinero, sembradíos de café y cardamomo, extorsiones. ¿Tenían a policías, alcaldes y fiscales de su lado? Y el general se remitió a los hechos: por falta de confianza, el Gobierno retiró a los 350 policías de todo el departamento, no solo de Cobán, y los reubicó.

—Toda esa estructura que me estás comentando la tenían implementada. La desconfianza de nosotros, los militares, de trabajar con Policía Nacional Civil estaba.

Que sí respondió también cuando le pregunté si cooptaron a las bandas locales de asaltantes, pero en su respuesta, el general fue más allá y no se refirió solo a las banditas de ladrones que Los Zetas suelen profesionalizar.

―Los Zetas han venido a mermar la actividad de los grupos locales. Han puesto un apodo a los narcos locales: los narquitos. Quieren que ellos se hagan parte de este grupo y que ya no sean operarios independientes, sino parte de ellos. Tomaron el control, si no de toda Guatemala, de gran parte. Y los narcos locales tradicionales han bajado sus actividades. Están operando tras la sombra de Los Zetas, y los que no se han acoplado a ese sistema tienen amenazas de muerte.

Han seguido su manual. Se me viene a la mente la expresión del policía con el que conversé en Ciudad de Guatemala, en el cuartel central, hace unos días, y me recuerda a los tantos con los que platiqué en México, cuando durante un año cubrí la actividad de Los Zetas. Aquel oficial oriundo de Cobán siguió el protocolo para hablar de estos delincuentes: me escondió en una esquina del cuartel, miró a todos lados y susurró temiendo que lo escuchara algún colega. Me contó que en Cobán, nomás llegar, Los Zetas te paran, te dan tu primer sueldo de 500 dólares, te dicen que ya te van a llamar cuando necesiten algo, te dan un celular y te piden que te peines bien para tomarte una foto. En su computadora, el policía me enseñó un informe interno de la Inspectoría, que, sin pruebas por falta de confianza para recabarlas, decía que las comisarías de Huhuetenango, Petén, Quiché y Alta Verapaz son “perceptibles de corrupción”.

El coronel con el que converso en Cobán me detiene antes de salir de su despacho. Él sabe que todo lo que hemos conversado y lo que le mencioné de mi plática con el general lleva a pensar que, tras el show del Estado de Sitio, la sensación que queda es que los militares se irán y que Los Zetas volverán con lecciones aprendidas a terminar de sacar o someter a las familias tradicionales, los “narcos buenos”.

―Sé que están esperando a que finalice para volver, eso es todo, pero nosotros llegamos para quedarnos –me dice el coronel a manera de despedida.

Me voy.

De vuelta al estado de normalidad

Es 1 de marzo y me encuentro en una cena rodeado de jefes policiales, militares y asesores en seguridad. Hacemos pronósticos sobre lo que se viene en Guatemala, sobre cómo reaccionarán Los Zetas. Entre todos ellos distingo a uno de mis informantes de Cobán. Lo saludo y con la mano le hago un gesto para que nos alejemos del restaurante del hotel. Me dice que en un ratito, que allá en la esquina del patio. Pasa el ratito y se acerca con una pregunta por saludo.

―¿Qué, ya publicaste el artículo?

―No, aún no, lo estoy por terminar.

―¿Ya viste que terminó el supuesto Estado de Sitio?

―Sí, el viernes 18 de febrero. ¿Y qué ha pasado en Alta Verapaz?

―Pues que han regresado Los Zetas, ahí andan, siempre armados en las calles, más cautelosos, pero siempre a la vista en sus grandes camionetas.

El 25 de febrero en la madrugada, siete días después de que el presidente Álvaro Cólom viajara a Cobán para dar por finalizado el Estado de Sitio, un comando armado ingresó a un autolote, incendió tres carros y lanzó ráfagas de Ak-47 contra otros tantos. Mi fuente asegura que eran Los Zetas que, poco a poco, inician sus venganzas. Esta vez fueron carros, pero mi informante augura que pronto serán personas. Ahora que terminó el Estado de Sitio, ahora que Cobán retorna a su normalidad, mi informante plantea su propia pregunta retórica.

—¿Y qué más iba a pasar?

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