Crónicas y reportajes / Pandillas
Yo violada

Centroamérica es la región más violenta del mundo no solo porque asesinen a un trovador o porque los muertos en los motines carcelarios se cuenten por docenas. Es violenta en su cotidianidad. La historia de Magaly, una joven salvadoreña sacada de su escuela y violada por pandilleros del Barrio 18, nunca aparecerá en estadística alguna, pero quizá ayude a comprender mejor lo que supone vivir en la región más violenta del mundo.


Fecha inválida
Roberto Valencia

 

“Las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia
mientras no se cambie la raíz de donde están brotando
todas esas cosas tan horrorosas”. 
Monseñor Romero, septiembre de 1977.

A Magaly Peña la violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de esta historia. La conocí hace más de un año, cuando ella acababa de cumplir los 19. Vivía -aún vive- en una ciudad del Área Metropolitana de San Salvador llamada Ilopango, en una colonia periférica con fuerte presencia de maras; del Barrio 18, en concreto, aunque con el paso del tiempo comprendí que son circunstanciales cuestiones como qué pandilla lo hizo, si los violadores fueron 6, 12 o 24, o en qué municipio sucedió; comprendí que lo que le pasó tiene ya muy poco de extraordinario en un país como El Salvador; comprendí que hasta podría considerarse una afortunada.

“De la escuela me fueron a sacar los pandilleros y me violaron”, me soltó una mañana de julio de 2010, cuando chateábamos en el messenger. “Pero mi familia no sabe nada por que amenazaron con acerles daño si decia algo”, escribió. “Se supone que uno de ellos estaba cumpliendo años y me querian de regalo”, escribió. “Se imagina mas de 18 hombres con una sola mujer???????”, escribió. “Eso solo demuestra que son y seran unos perros muertos de hambre para toda su maldita vida”, escribió.

Todavía no logro entender por qué me lo contó. No éramos amigos, apenas conocidos. Quizá solo quería desahogarse. De hecho, transcurrido ya más de un año de la violación, lo que le ocurrió aún no lo saben ni su madre ni su padrastro ni sus hermanos mayores. Tampoco la Policía Nacional Civil ni la Fiscalía General de la República ni la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos ni el Ministerio de Salud. Cuando me lo dijo habían pasado tres semanas, y las secuelas estaban en plena ebullición. Quizá por eso me sorprendió la frialdad con la que se expresó en aquel chat: “Ya cerre eso como un capitulo de mi vida que se fue y paso”.

Nos vimos en repetidas ocasiones en los meses siguientes, y cada vez la hallé más atrincherada en esa idea de que es mejor no remover lo pasado. “Mire –me dijo en una ocasión que quedamos para almorzar–, no sé cómo decirle… Tal vez usted me comprende, porque a mí nadie me entiende. Digamos que le pasa algo que a usted no le gusta, pero hay personas que se encierran en eso, personas que… púchica, que me pasó esto y solo quejándose pasan. Vaya, yo no. A mí me pasó esto y va, amanece, amanece y ahora ya no es ayer. No me entiende, ¿va?”

Cuesta siquiera intentar entenderla.

A Magaly la violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas y tuvo que callar, pero en vidas como la suya no es algo tan estridente. En otra ocasión, fuimos ella, un hermano menor y yo al zoológico, a echar la mañana sin mayores pretensiones. Me dijo que, dos meses atrás, una tía del padrastro había ido como penitente al cerro Las Pavas para agradecer a la virgen de Fátima por sacarla de la cárcel, después de haber pasado unos días encerrada por consentir las continuas violaciones de su marido hacia su nieta, una niña de 14 años con discapacidad intelectual. Magaly me lo contó como quien recita la lista de las compras, sin la más mínima expresión de extrañeza en su rostro; tampoco en el de su hermano, a quien a cada rato le pedía que corroborara su relato. ¿Va, Guille?, le decía, ¿va, Guille?

—¿Hay en el mundo algún lugar que te gustaría visitar? –pregunté a Magaly en otro de nuestros encuentros.
—Donde sí quisiera ir, aunque ya no se puede porque lo cerraron, es al Teleférico del cerro San Jacinto. Fui una tan sola vez de pequeña, con mi abuela y mi tía; yo tenía como siete años. ¿Y sabe qué nos pasó? Que se fue la luz y quedamos en la góndola a mitad de camino.

El mundo de Magaly termina poco más allá de la colonia en la que vive, pero sonreía mientras me lo contaba. 'Fíjese que yo desde que tengo como seis años sueño que me estoy quemando en mi casa', me dijo inmediatamente después de recordar su viaje en el teleférico. Siempre sonreía.

***

—Magaly, ¿por qué crees que ocurrió?
—Lo de violar bichas es un regalo que los muchachos le hacen a uno de ellos, pero, como se supone que es una fiesta, todos tienen que disfrutarlo.
—¿Pero por qué a vos?
—Mi pecado supuestamente era que yo, como 15 días antes, cuando estaban violando a otra…
—Pera, pera, repíteme eso…
—Sí, como dos semanas antes habían violado a otra bicha en la colonia. La cuestión es que… yo no sé cómo supieron, pero la Policía hizo un operativo y, aunque nunca dieron con la casa, creyeron que yo les había avisado. Eso porque dos días antes, en la escuela, iba pasando cuando escuché, ¿va? Porque usted sabe que a veces uno sin querer escucha cosas, y yo iba saliendo…
—En la escuela…
—Ajá, estaban hablando en una esquinita, y no recuerdo qué estaba haciendo yo, barriendo creo, y lo que oí fue de que iban a hacer eso a una bicha, que se lo merecía…
—¿A alguna de tu grado?
—No sé si de mi grado, pero de la escuela. Yo iba pasando… Ni atención… Lo escuché porque estaba ahí. Y pasó que el día que la violaron la andaba buscando la Policía…

***

La mañana del día de la violación Magaly salió para comprar algo en la tienda. Era miércoles. Un grupo de pandilleros se le acercó, la rodearon y le dijeron que se preparara, que en la tarde la llamarían. Ese coro de voces infanto-adolescentes, casi todas conocidas, algunas de compañeros de aula, representaba la máxima autoridad en la colonia, el Barrio 18, y ella mejor que nadie sabía que, escuchada la sentencia, poco o nada se podía hacer. En las horas siguientes actuó como un condenado a muerte que asume con resignación su condición.

Magaly es una joven bien parecida. Salvo por su estatura –apenas supera el metro y medio–, está en las antípodas del estereotipo de una mujer salvadoreña. Su piel es lechosa; su cara, de facciones angulosas, con una nariz respingona pero bien conjuntada con su rostro; el pelo lo tiene oscuro, largo y liso, y le cubre una cicatriz en el cuero cabelludo del tamaño de un centavo, que le dejó un ácido que la cayó de niña. Está muy delgada, apenas supera las 90 libras, y no es para nada voluptuosa. La primera vez que la vi fue a mediados de marzo de 2010, durante una actividad del Ministerio de Educación que me llevó a Ilopango. Tenía que amarrar un contacto en la zona para el seguimiento, y ella fue la elegida. Nunca sospeché que esa joven menuda y dicharachera tuviera 19 años, condicionado quizá por el hecho de que estábamos en una escuela en la que solo se estudia hasta noveno grado.

La tarde del día de la violación Magaly llegó a esa escuela, como todos los días. Lo hizo poco antes de la 1 acompañada por Vanessa, su hermana pequeña. Se despidieron y cada quien entró en su aula. Hablando estaba con una amiga cuando un compañero de clases –un pandillero– se le acercó para entregarle un celular. Te llaman, le dijo.

—Ajá, ¿con que vos sos la puta que nos puso el dedo? –preguntó una voz sonora y amenazante–. Mirá, pues ahorita los homeboys se quieren dar el taco.
—¿Conmigo? ¿Y por qué?
— No te hagás la maje, que bien sabés. Vos los pateaste cuando se llevaron a la morrita aquella. Ellos te van a decir...
—Pero no tengo nada que hablar con ellos.

No dudó de que se trataba de la persona que desde la cárcel lleva palabra sobre los pandilleros de su colonia, de su escuela, pero se atrevió a interrumpir la llamada. El teléfono volvió a sonar de nuevo.

—¡No me volvás a colgar, peeeerra! Vos sabés lo que te va a pasar si no...
—Fíjese, pero yo no tengo nada que ver con ustedes –consumió Magaly su último suspiro de valentía–, así que deje de molestarme.
—Es que aquí no es lo que vos decís, sino lo que los homeboys dicen. Ahora mismo vas a ir a donde te lleven y vas a pasar una hora con cinco de ellos.
—Pero yo no puedo hacer eso, ando con mi hermana pequeña.
—Es que no es lo que vos querrás, es que lo tenés que hacer. Si no vas, van a ir a sacarte de la escuela.

Y colgó.

Magaly y su hermana Vanessa tienen una relación especial. Se llevan 10 años, pero es evidente la complicidad cuando están juntas. En una ocasión Magaly me contó un incidente que tuvo con su pelo. Se lo quería alisar y, como a falta de dinero lo que toca es improvisar, pidió a Vanessa que usara una plancha para ropa y una toalla, sentada ella de espaldas a una mesa y con la cabellera extendida. No midieron bien los tiempos, y el pelo resintió ligeramente el exceso de calor. Mientras me lo contaba no paraba de reír.

Pese a esta relación, la de Magaly no es el mejor ejemplo de familia integrada. Cuando la violaron vivía en una casa diminuta con Vanessa, con Guille –el hermano, de 12 años–, con su madre y con el novio de esta, que salen al amanecer y regresan al anochecer. Pero cuando le pregunté por cuántos hermanos tenía, respondió que eran nueve en total, menores la mayoría, de diferentes padres y repartidos ahora en distintas casas, incluido uno que, recién nacido, su madre se lo regaló a un hermano, para que lo asentara como propio, y que ahora vive en Estados Unidos. Es la suerte que hubiese querido tener yo, me dijo un día Magaly. En otra ocasión le pregunté por su padre biológico. Creo que vive en San Martín, pero no lo veo, me respondió.

Magaly es casi como una madre para sus dos hermanos menores, sobre todo para Vanessa, y no parece sentirse incómoda en ese rol. Quizá por eso, cuando el día de la violación la voz amenazante le ordenó salir de la escuela, lo primero que hizo fue pensar en ella. No la podía dejar sola.

Salieron las dos de la escuela, y afuera había un grupito de pandilleros que comenzaron a caminar delante. Al llegar al pasaje donde estaba la destroyer, la casa que usan como punto de reunión, le dijeron que Vanessa no podía llegar y, con toda la naturalidad del mundo, le dijeron que la cuidaría la hermana de uno de los pandilleros. Magaly le dejó su celular, y ahí se separaron. No tuvo que recorrer mucho más para llegar a la casa. Eran pocos los pandilleros cuando entró, cuatro o cinco, pero casi todos rostros conocidos, casi todos más jóvenes, compañeros de la escuela algunos. Le indicaron un cuarto: “Metete ahí y quitate la ropa, que ya vamos a llegar”.

En la habitación no había nadie, solo un gran XV3 pintado en la pared y un colchón grande tirado en el suelo, sin sábanas. Ella misma se desvistió. Se quitó los tenis blancos con dibujitos de calaveras que calzaba, los calcetines, la blusa verde, la camiseta de algodón, los jeans y el calzón. Todo lo amontonó en una esquina. Se sentó en el colchón y se acurrucó. Magaly no es de las que se congrega con asiduidad pero sí es creyente, lee la Biblia con sus hermanos antes de dormir, y quizá en ese momento pensó en su dios. “Yo seguido hablo con él, porque sé que me oye y me entiende”, me dijo en otra ocasión. Al menos esta vez a su dios le valió madre su suerte. Al poco entró el primero de sus violadores.

***

Mauricio Quirós es el nombre que daré a la persona que desde hace nueve años es el director de la escuela en la que estudiaba Magaly. Me costó semanas que se sentara a platicar sobre lo que sucedía -sobre lo que aún sucede- en el centro educativo que dirige; al final aceptó hacerlo sin grabadora, bajo estricta condición de confidencialidad y en un lugar público y alejado de Ilopango. Su vida no debe de ser fácil: trabaja en una zona controlada por el Barrio 18 y vive en una colonia asediada por la Mara Salvatrucha, a dos rutas de buses de distancia. Sin embargo, cuando se cercioró de que yo conocía al detalle el caso de Magaly, fue como un libro abierto, como si con esa plática quisiera de alguna manera compensar su silencio cómplice.

“Siempre me ha gustado tener buena relación con los alumnos, solo así uno se da cuenta de tantas cosas, pero lo único que uno puede hacer aquí es callar”, me dijo Mauricio, quien supo de la violación a los pocos días. Ella dejó de asistir a clases, su profesora de noveno grado lo reportó y, primero por teléfono y después en el despacho, Magaly le confirmó a Mauricio lo sucedido. “Es una indignación… saber que le han hecho eso a una joven que he visto crecer… pero… ¿qué puede hacer uno?”, me dijo. Las respuestas se me amontonan, quizá porque responder resulta sencillo cuando se desconoce qué implica vivir bajo el yugo de las pandillas.

El Salvador es un país muy violento: somos poco más de 6 millones de personas y en 2010 hubo 4,000 asesinatos, de los que la Policía Nacional Civil atribuye al menos la mitad a las maras. Naciones Unidas habla de epidemia de violencia si en un año se superan los 10 homicidios por cada 100,000 habitantes, siendo 8 el promedio mundial. Marruecos, Noruega y Japón están abajo de 1; España y Chile, en torno a 2; Argentina y Estados Unidos rondan los 6; y el México de cárteles y narcos se dispara hasta los 18. En El Salvador, la tasa en 2010 fue de 65.

Pero la violencia que caracteriza a la sociedad salvadoreña no es solo cuestión de números. El Salvador es un país en el que en las tiendas te sirven a través de una reja, un país en el que te cachean al entrar en un banco, un país en el que te disparan por negarte a dar un teléfono celular en un robo, un país en el que te recomiendan sin rubor que si atropellas a alguien lo mejor es huir del lugar, un país en el que hay más guardas de seguridad privados que policías, un país en el que se denuncia solo una fracción de lo que sucede y se judicializa solo una fracción de lo que se denuncia, un país en el que los profesores saben que sus alumnas son violadas salvajemente y lo más que hacen es ayudarlas a pasar el grado.

—Pero usted tiene que conocer a los pandilleros que violaron a Magaly –le dije a Mauricio.
—Claro, a casi todos, y créame que me repugna cuando los veo.

Mauricio confirmó la violación de Magaly y me habló de otras ocurridas antes y después. Todos los maestros saben o intuyen lo que sucede. Todos callan. Todos temen. En escuelas como la que él dirige, los pandilleros violan sistemáticamente. La excusa de turno aparece más temprano que tarde. Tampoco importa si se es gorda, flaca, alta o baja. En el cuadro que me pintó solo se libran las protegidas del Barrio 18: la hermana de, la novia de, la hija de. Esto ocurre y ni siquiera es algo que se trata de ocultar. Durante la plática, me contó que ha visto a pandilleros que en los pasillos o en el patio señalan a niñas de 9 o 10 años y comentan obscenidades. “Desde el momento en el que van teniendo curvas, ya puede ser que las violen”, me dijo.

En las reuniones de directores convocadas por el Ministerio de Educación, Mauricio no reporta nada de esto. En nueve años no ha sabido de nadie que denuncie lo que él cree que es, con mayor o menor intensidad, algo habitual en todas las escuelas ubicadas en zonas con fuerte presencia de maras. Pero tiene su propia teoría para explicar ese silencio: “Cada director tendrá su escenario, seguro, pero harán lo mismo que yo: callar”.

***

Entró el primero de sus violadores. Nunca supo si era el palabrero o el cumpleañero. Se quitó la calzoneta, le ordenó tumbarse boca arriba y abrirse de piernas, y comenzó a violarla, a pelo, y Magaly lloró, con la cabeza volteada hasta casi desencajarla del cuello para intentar evitar los besos y las lengüetadas, y quizá pensó en la hora eterna y maldita que tenía por delante, una hora de dolor rabia sangre impotencia saliva asco tortura vergas resignación, resignación infinita ante lo que se asume como inevitable, cuando se ha conocido tanta mierda que una violación tumultuaria forma parte del guion, algo que puede pasar, que de hecho estuvo a punto de pasarle cuando tenía 10 años, la edad de Vanessa, cuando vivían en un mesón en Mejicanos, y un hombre aprovechaba las ausencias de su madre para tocarla y obligarla a tocarle a él, hasta que un día le mordió la mano, se defendió, aunque hacer algo así en la violación no era siquiera opción, moriría ahí mismo, la destazarían, porque el Barrio 18 viola destaza asesina descuartiza mata, y por eso no gritó, aunque sabía que estaba en una casa en un pasaje en una colonia populosa, a primera hora de la tarde, mientras los vecinos veían telenovelas o National Geographic, y Magaly llorando, y solo cuando se le disparaban los decibeles de su llanto, el violador le decía que callara, puta, que callara… hasta que él se fue y se fue, pero al poco vino uno; no, dos, y la violaron a la vez, sin importarles la sangre, y le decían: ponete así, hacele así… y entró un tercero con un teléfono, lo puso cerca de la boca de Magaly, y le dijo: ahora chillá, gemí, perra, que te oiga, y quizá en una cárcel salvadoreña alguien tirado sobre un catre se masturbaba con ese dolor, ese dolor interminable, porque al terminar uno, empezaba otro, y luego el otro, y luego el otro…

—Mirá –se encaró con el que creyó que era el sexto–, el que habló por teléfono dijo que solo iban a ser cinco y una hora.
—Pero él no está aquí ahorita –le respondió–, así que no estés pidiendo gustos. Abrite, pues.

Más llanto, más semen juvenil, y el dolor cada vez más agudo, y uno y otro y otro más, y dos al mismo tiempo, y tres, y vuelta, y vuelta, y hasta un grupito que se sentó en el suelo de la habitación, mirando, riendo, grabando y tomando fotos con el celular, jugando, violadores mareros pandilleros de 12 años –doce–, de 14, de 18… hasta que apareció uno al que le dio asco el sudor ajeno, la sangre, y pidió a Magaly que se fuera a bañar rápido, que bebiera un poco de agua, que dejara de llorar, uno que le preguntó si le estaba gustando la fiesta, y luego a empezar de nuevo, y a llorar de nuevo, el undécimo, o el octavo, o el decimocuarto... ¿cómo saberlo? Más de uno repitió, porque tiempo hubo para humillar un cuerpo hasta la saciedad, sodomizarlo vejarlo ultrajarlo malograrlo envejecerlo, marcarlo de por vida, y el hilito de sangre que no cesaba, y las lágrimas y los ojos rojos siempre acuosos hinchados resignados… hasta que al fin terminó, cuando todos, donde todos incluye a pandilleros y a aspirantes, se cansaron de penetrarla, de darle nalgadas, de montarla, y su dios, el dios al que le reza cada noche con sus hermanos, a saber dónde putas estaba ese día.

—Puya, mirá esta maldita cómo está sangrando –le dijo un pandillero a otro, riendo, mientras Magaly intentaba recomponerse–. Dan ganas de picarla, vos.
—Callate, vos, que nos vamos a echar un huevo encima. Además, ¿que no mirás que estaba virga la bicha?

Como pudo, Magaly se vistió y salió de la habitación. Eran las 4:30 de la tarde. La despedida fue una frase: si abrís la boca, iremos a tirar una granada en tu casa. Cojeaba y los ojos siempre acuosos hinchados resignados. Así la vio su hermana cuando salió del pasaje. Pero Vanessa es niña todavía, 10 años, se ve niña. Le reclamó de forma airada la interminable espera, y Magaly prefirió no decirle nada. Ahorita no me hablés que me duele mucho la cabeza, respondió. También le dijo que se había torcido un tobillo. Caminaron hasta la casa. Guille abrió la puerta. También él preguntó, más consciente a sus 12 años de lo que podía haber pasado, pero respetó las ganas de silencio de Magaly. Fue al baño. Se duchó largo, se restregó bien por el asco. Tomó un par de diazepam y se encerró en su cuarto, que no era suyo sino de los tres hermanos.

—Díganle a mi mamá que estoy enferma, que no vaya a molestar –fue lo último que dijo el día de la violación.

Le costó, pero al rato cayó profundamente dormida.

***

La sicología forense es la herramienta que permite traducir una evaluación sicológica al lenguaje legal que se maneja en los juzgados. El trabajo de un sicólogo forense consiste pues en tratar tanto con víctimas como con victimarios; los escucha, los analiza, los evalúa y los interpreta. Marcelino Díaz es sicólogo forense en El Salvador. Trabaja desde 1993 en el Instituto de Medicina Legal, institución adscrita a la Corte Suprema de Justicia. Por su despacho de dos por dos metros han pasado violadas y violadores, incontables ya. La segunda vez que me recibió, cuando le saqué el tema, alzó desde detrás de la mesa una gran bolsa blanca llena de peluches. Me explicó que se los pide a sus alumnos de la universidad, para romper el hielo cuando evalúa a niñas violadas, algo que ocurre con demasiada frecuencia.

—Una de las cosas que he logrado entender de las pandillas –me dijo Marcelino, también un convencido de que las maras son responsables directas de buena parte de la violencia que embadurna el país– es que ellos se creen diferentes; a los demás nos dicen civiles. Se consideran con el derecho a hacer lo que les da la gana y por la impunidad que hay, hoy pueden tomar a la mujer que se les antoja.

La historia de Magaly era ya un drama infinito, pero en singular; no fue hasta que hablé con Marcelino cuando comprendí que es algo generalizado, que no es exclusivo del Barrio 18 o de la Mara Salvatrucha; comprendí que las violaciones tumultuarias no son algo extraordinario en El Salvador; comprendí que Magaly hasta podría considerarse una afortunada.

—Con los años –me dijo–, las violaciones de los pandilleros han ido cambiando, especialmente en conductas sádicas. Lo último de lo que he tenido conocimiento es que toman a una joven, la desnudan, alguno se pone entre las piernas para violarla, otros la levantan, le agarran las piernas y, cuando la están violando, uno más le clava un puñal en la espalda, para que ella se mueva. Es una conducta totalmente sádica, bestial… no tiene nombre.

Las pláticas con Marcelino resultaron una sucesión de titulares, cada cual más cruel y desesperanzador: “Los pandilleros tienen un odio tremendo a la mujer, por la destrucción de cuerpos que hacen”; “las denuncias son solo la punta del iceberg de todas las violaciones que hay”; “hay niños de 12-13 años que ya son violadores”; “las están prefiriendo de 14 o 15 años, son las que más aparecen muertas”; “el sistema educativo es un fracaso, pero parece que nadie lo quiere señalar”; “no le veo solución al problema de las pandillas”.

Le esbocé lo vivido por Magaly y mencioné su aparente fortaleza emocional. Marcelino respondió que cuando se crece en un ambiente de amenaza constante, como lo es una colonia dominada por pandilleros, una violación no genera tanto trauma porque se asume que la alternativa es la muerte. Es cuestión de sobrevivencia, me dijo.

—¿Y cómo calificaría la actitud de la sociedad salvadoreña ante lo que ocurre en el país? –pregunté.
—La violencia está casi invisibilizada: ¿cuántos medios de comunicación cuentan aquí la verdad? Casi ninguno, porque responden a grupos normativos que prefieren vender El Salvador como el país de la sonrisa. Y no solo invisibilizada; también está naturalizada. No es natural que se descuartice a niños o a niñas, que maten a la abuelita, pero aquí todo eso se ha naturalizado. Yo creo que los salvadoreños tenemos adicción a la muerte.

Adicción a la muerte, dijo.

***

Cayó profundamente dormida. A la mañana siguiente, los dolores en todo el cuerpo y una leve hemorragia vaginal le confirmaron que no había sido una pesadilla. En las horas que pasó despierta en la cama, hasta que su madre y su padrastro se fueron, Magaly se reafirmó en lo que desde el día anterior era ya una convicción: trataría de sobrellevar esto sola. Tomada la decisión, y confiada en que los dolores se irían solos, emergieron las tres preocupaciones principales: un posible embarazo, el sida y la pérdida del año escolar. La posibilidad de denunciar ni siquiera la consideró. 'Yo creo en un dios que todo lo sabe y todo lo puede, y él tarda pero nunca olvida', me respondió en una ocasión cuando le pedí un porqué.

De los tres problemas, el de las clases es el que primero se solucionó. Dejó pasar unos días y, primero por teléfono y luego en persona, Magaly contó lo sucedido a su maestra y luego al director. Entre los tres improvisaron una manera de pasar el grado haciendo las tareas en casa, sin asistir a la escuela donde el encuentro con sus violadores era inevitable, y no solo con los violadores.

—Mirá –le dijo un compañero una vez que llegó a arreglar su situación–, dicen que aquellos tuvieron fiesta. ¿Cuándo me va a tocar a mí?

Disipar la duda del VIH tomó más tiempo, pero lo cierto es que esta posibilidad nunca llegó a atormentarla porque palidecía ante lo que Magaly consideraba la preocupación mayor: el embarazo. Para poder dimensionar su aflicción, hay que conocer un poco mejor a su madre. 'Yo hace dos años no existía', me dijo en una ocasión Magaly. Se refería a que hasta poco antes de cumplir los 18 no estaba asentada en ningún lado, por lo que no tenía ni partida de nacimiento ni ningún otro documento. Su hermana Vanessa aún está en esa situación. Para la madre no son cuestiones relevantes, mucho menos para el padrastro, por quien Magaly siente una profunda animadversión.

Hace más de una década el Estado quitó a la madre la tutela de sus hijos, y Magaly tuvo que pasar seis oscuros meses en un centro del Instituto Salvadoreño de Protección al Menor. El último hijo, el noveno, la madre lo regaló a un hermano para que él lo asentara como propio. Sin embargo, Magaly siente hacia ella una rara mezcla de respeto, cariño y temor que, para bien o para mal, ha marcado su manera de ser. 'Yo no soy nadie para juzgar a mi nana', me dijo otra vez. En su casa se vive una férrea dictadura en la que la única opción para los hijos es obedecer. Bajo ninguna condición se puede salir después de anochecer, por lo que la adolescencia de Magaly siempre estuvo carente de fiestas, de bailes, de borracheras, de noviazgos, de vida social. Una vez le pregunté cuál de sus cumpleaños recordaba más. 'El de los 15 años', respondió. '¿Y cómo fue la fiesta?', insistí. '¿Cuál fiesta? –dijo–. Si nadie se acordó, por eso nunca se me olvida. Nadie… ni mi mamá'.

En estas circunstancias familiares Magaly hizo frente a las secuelas de su violación. Primero calló. A los dos días la tuvo que ver una médica por primera vez, y le detectó una fuerte inflamación en la matriz, además del sangrado que duraría semanas. Unos antibióticos y para casa. Magaly comenzó a tomar cualquier cosa que le dijeron que podría tener propiedades abortivas o curativas: agua de canela, agua de chichipince, hierba del toro, orégano… Su hermano Guille, el único de la casa que lo sabe, se convirtió en su aliado. El leve sangrado nunca cesó; los dolores se incrementaron. Su madre comenzó a interesarse y hasta la llevó a un doctor de confianza, al que Magaly le contó todo a cambio de que no dijera nada a su madre. La refirieron al Hospital de Maternidad, en San Salvador. Tenía la convicción absoluta de que uno de sus violadores la había embarazado.

En esas vueltas estaba cuando aquella mañana de inicios de julio me soltó por el messenger que la habían violado. Quizá solo quería desahogarse, quizá solo quería ayuda. Le conté el caso a un amigo que a su vez buscó a una conocida de un colectivo feminista de esos que diz que ayudan a víctimas como Magaly, a pesar de ser El Salvador un país en el que el aborto está estrictamente prohibido. Ese intento naufragó porque los requisitos eran de imposible cumplimiento para un joven humilde, sola y asustada. La ayuda ofrecida, además, nunca fue más allá de una asesoría telefónica.

“La vida es hermosa”, inició Magaly otro chat 18 días después de haberme dicho que el Barrio 18 la había violado. “Me duele un poco pero estoy bien, siento como si estoy pariendo no se que sea eso”, escribió. “Solo tengo que comprar unos antivioticos para que no alla infección”, escribió. “Unas amoxicilina 500 me dijeron que es bueno”, escribió. “Si, me desangraron de ambos lados fui al hospital y me hicieron una radigrafia en la parte de pelvis no podia detener la sangre mi mami cree que fue la ulcera que me queria reventar”, escribió. “Estuve tres dias en el hospital”, escribió.

Además, las pruebas de VIH salieron negativas.

A Magaly le gusta mirarse en un espejo que hay en el baño de la casa y hablar en voz alta con su reflejo. Quizá esa noche en la que sus tres problemas se solucionaron se miró fijamente a los ojos, se quiso engañar a sí misma y se dijo: gracias a dios, todo ha pasado.

***

—Tu hermana Vanessa tiene ya 10 años y podría sucederle lo mismo. ¿No crees que deberías contárselo?
—El problema es que ella es bien bocona, y se lo diría a mi mamá. Lo que hago es aconsejarle.
—¿Y a tu madre? Magaly, han pasado ocho meses y había amenazas de los pandilleros; creo que entendería que en su día no le dijeras nada. ¿Por qué no te sientas con ella un día y le cuentas?
—No, mejor no. Es que mi mamá no es de razones…
—¿Pero cuál es el temor?
—No sé. Diría que algo habría hecho, o que me pasó por andar con gente que no debo… A saber.
—¿Y a tu padrastro?
—¡Peor! Es que… a ver… Mi casa no es así como usted piensa. Si algún día yo salgo embarazada, me echan. Ya me lo han dicho.

***

En los últimos meses he quedado tantas veces con Magaly que me he propuesto que el de hoy sea el último encuentro. Sé más de ella que de mi propia hermana.

Es sábado en la tarde, y la cita es en una pastelería del centro comercial Metrocentro. Magaly, que ya ha cumplido los 19 años, se presenta con unos jeans ajustados coronados por un grueso cincho, una blusa blanca de botones y unos zapatos de medio tacón. Luce bonita, demasiado quizá para la ocasión, como si viniera de una discoteca. Solo los cuadernos que carga bajo el brazo respaldan su discurso de que viene del instituto en el que cursa primer año de bachillerato en la modalidad a distancia. En su colonia no podía estudiar, pero se inscribió en un centro de San Salvador y asiste los sábados. “Si dios me lo permite, quiero llegar a la universidad”, me dijo otro día.

Mi idea es hablar lo mínimo sobre la violación, pero ella saca el tema: dos pandilleros violaron hace pocos días a Patty, una conocida de la colonia de la que ya me había hablado. Como todas y cada una las desgracias que le ocurren, esta también la cuenta sin la más mínima expresión de extrañeza en su rostro. En vidas como la suya cosas así no son algo estridente.

Su vida ha cambiado desde la violación. Cuando está en la colonia, no sale de casa, y el contacto con sus violadores es casi nulo. Hace un par de semanas vio por televisión a dos de ellos, cuando fueron presentados tras ser detenidos en un operativo de la Policía Nacional Civil. Supo también de otro al que lo asesinaron en la colonia. Magaly lo llama justicia divina, y está convencida de que, más temprano que tarde, le llegará a todos los que participaron en el trencito.

En su casa nadie sabe nada de la violación; solo Guille, que ya tiene 13 años. La férrea disciplina que impone la madre ha servido al menos para alejarlo del Barrio 18. Magaly me dice que hace unas semanas logró que su hermano le jurara que nunca diría nada a su mamá. Lo hizo después de que una noche en la que habían discutido, Guille jugara con fuego. “Mami, ¿recuerda aquella vez que la Magaly dijo que estaba enferma y que no la molestáramos?”. Magaly se le quedó mirando. Guille se rio e improvisó una respuesta falsa.

Siento que Magaly sigue siendo en muchos aspectos una niña, una niña a la que violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas y tuvo que callar. Nadie lo diría si la viera aquí y ahora, sonriente como casi siempre. Hay mucha confianza ya y le comento que esta tarde se ve especialmente bonita. Se ruboriza.

—Es que… ¿le puedo contar algo? –me dice.
—A ver.
—No sé… Es que… me da pena contárselo…
—Me ha contado toda su vida, Magaly.
—Pues es que estos jeans me costaron solo dos dólares. Es que… es ropa usada. En Navidad vamos con mi mamá y la compramos en un local que se llama Santa Lucía; queda por ahí, por Simán centro.

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(Los nombres de la mayoría de las personas que aparecen en este relato se han modificado para proteger su vida; también algunos lugares y otros detalles que podrían resultar comprometedores)

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