La primera vez que vimos al Hamlet fue en un Pollo Campero. Venía sucio y traía un brazo vendado. Trabajaba descargando camiones en La Tiendona, desde las 4 de la mañana hasta que consiguiera vaciar un camión lleno de cebollas, o de sandías, o de lo que putas fuera. Se vendaba el brazo porque ocultaba los símbolos del Barrio 18. Llevaba poco más de un mes fuera de Mariona. Era -como mínimo- su tercer paso por una cárcel, esta vez por extorsión, y había decidido no volver a entrar: ya era viejo. “Nunca pensé que llegaría a viejo”, nos dijo una vez, la misma tarde que nos contó que tenía una hija de 11 años a la que apenas había visto en su vida. El Hamlet tenía 33. En el ambiente pandilleril eso ya te hace un veterano, un vivido, un con suerte.
Hoy supimos que hace una semana se le acabó esa suerte. Supimos que también mataron a su esposa. Y que hirieron de gravedad a su niña de 11 años.
Pero imaginamos que no importa, que se lo tenían bien ganado. Él por ser un asesino y su esposa por juntarse con un hijueputa de esa altura.
El Hamlet no tuvo otra opción al salir de la cárcel que irse a meter a la boca del lobo. Porque no había nada, porque no poseía nada. Se fue a vivir a la casa de su mujer, en una colonia tatuada con los números de la pandilla, controlada por una nueva generación de niños armados con los que él tenía poca o ninguna relación. Los ignoró y decidió apartarse, no asistir a los meetings, no meterse en más misiones complicadas. Soñó con que tal vez si él hacía como si nada pasara, como si su pasado no fuera de él, que si se vendaba un brazo, se volvería invisible y todos se olvidarían de él. Fue tonto.
Por eso, por ser tonto, se partió el lomo todos los días que pudo desde las 4 de la mañana hasta que consiguiera vaciar un camión lleno de cebollas, o de sandías, o de lo que putas fuera para sacar 15 dólares diarios, u 8, o 5 a veces, porque con eso del encarecimiento de los alimentos cada vez había menos camiones que descargar y demasiados lomos ofreciéndose para tan poca demanda. A veces, nos contó, terminaba con la espalda tan rota, tan rota, que al día siguiente le era imposible caminar derecho y no podía trabajar. Eso cuando alcanzaba a llegar a La Tiendona. A veces lo detenían en la calle, porque estaba fichado, y lo esposaban de rodillas y le quitaban la camisa y al día siguiente regresaba a casa con las manos vacías.
Nos contó cómo le jodía que sus homeboys -niños furiosos, reyes de las moscas- se burlaran de él y de la ridiculez con la que pretendía mantener a su familia. Le paseaban por la cara que en un par de tardes de rentear buses se agarraba el mismo dinero que él en una semana. Le recordaban lo fácil que es hacer dinero si sos listo. Pero él prefirió ser por una vez en su vida tonto y partirse el lomo, doblarlo bajo las cebollas, bajo los manojos de ajo.
Pero se lo tenía merecido, ¿no? Soportar la vergüenza del honrado es lo menos que se merecía y en todo caso intuimos que esto también importará un carajo, que no vale la pena dedicarle un minuto a pensar por qué. Porque era pandillero, porque estaba tatuado, porque... ¿quién querría que ese tipo en vida se topara con la familia de uno? ¿Para qué quisiera uno saber si las papas y cebollas del plato las descargó un desgraciado como este? Total, el único pandillero que vale es el que está muerto. Porque todos son iguales, ¿verdad?
Uno de sus orgullos era haber conseguido pagar a su hija un colegio privado -carísimo-, que le costaba más de 20 dólares al mes, más el uniforme y los cuadernos… Pero un día a su niña la intentaron toquetear otros compañeritos, de sus mismos 11 –once- miserables años. Cuando el Hamlet reclamó a la directora se encontró con que el colegio no podía hacer nada, porque los compañeritos de su hija también eran pandilleros de la 18. Y él tuvo que agachar la cabeza, y hablar con un puto niño como si fueran iguales: “Guache homeboy, la onda es que esta es mi hija…” Y el niño lo mandó por un tubo. Por culero. Y por estar casado con una mierda.
Los niños conocían un secreto que él pensaba sepultadísimo: su esposa había sido, a mediados de los noventa, cuando tenía 14 años, simpatizante de la Mara Salvatrucha. Por eso había que callarse y tolerar que a tu chica, en tu cara, unos niños la llamaran mierda. Mi-er-da.
Entonces el Hamlet habló con el palabrero de aquel crío y le recordó quién era él. Y le recordó que sabía matar y le blandió el puño en la cara y lo miró con una rabia infinita. Y desde ese día se supo amenazado. Por no estar cumpliéndole al Barrio, por voltearse, por pasarse al otro bando.
Pero, ¿qué iba a hacer? ¿Ir a la Policía? ¡¿Que acaso está la Policía para proteger a los hijos de puta pandilleros como él?!
En las largas conversaciones que tuvimos con el Hamlet durante los últimos meses vimos crecer, poco a poco, su desesperación. Mientras nos contaba la historia oculta de su pandilla, esa que transcurre fuera de los periódicos y voces policiales, mientras nos descifraba los poderes internos, los odios, las poleas que mueven la maquinaria de los números, nos decía que se sentía en una trampa, que quería salir de aquello pero para él no había puertas abiertas. Le decíamos que se fuera de ahí… y nos miraba como a dos estúpidos sordos, que nada habíamos entendido: ¿Para dónde? ¿Dónde no corría peligro alguien como él? ¿Quién querría en su casa a un apestado, con su apestada prole encima? ¿Quién daría trabajo a alguien con sus marcas y sus antecedentes penales? Y ponía sus manos tensas, como garras, y se las clavaba en la cabeza para explicarnos cómo se sentía eso, cómo se sentía su vida.
Intentó ingresar a un programa privado de ayuda a ex presidiarios y ex pandilleros, que prometía una salida laboral para él y su familia lejos de San Salvador, donde nadie le conociera. Llenó papeles, formularios, redactó por primera vez en su vida un currículo y le añadió una foto hecha con un celular. Fue a entrevistas. Le dijeron que estudiarían su caso. Tal vez lo hicieron.
La última vez que hablamos con él trabajaba en un pick up verdulero, de esos que van gritando por un megáfono lo baratos que son sus tomates. Despachaba todo el día verduras y se ganaba 8 dólares diarios. Cuando hablamos con él por teléfono iba subido en el pick up bordeando el litoral salvadoreño. Bromeamos sugiriéndole que parara un rato para bañarse en el mar.
-¡No´mbre! Así como ando de manchado la gente saldría corriendo a llamar a la Policía. Necesitaría un mar sólo para mí.
Pero nada de esto importa. ¿Verdad que desperdiciamos letras al contar que había un hombre que tenía una familia y que no podía bañarse en el mar?
Dirán los moralistas que fue tarde, que el Hamlet comprendió tarde y decidió tarde que quería otra vida, que quería un trabajo honrado y una vida en la que su misión no pasara por matar a nadie. Dirán que pagó la culpa de llegar tarde.
¿Acaso no hemos llegado tarde todos los demás? El Hamlet entró a la pandilla a los 12 -hace 20-, los niños que manosearon a su hija tienen 11 años, y quizá sean ellos mismos los asesinos del padre. También tiene esa edad una niña huérfana que quizá esté muerta ya… ¿Sólo el Hamlet entendió tarde? Que esto ocurra, ¿no es señal de que nosotros –sí, los buenos de nosotros- estamos llegando tardísimo también?
El Hamlet nunca vio una puerta abierta. Cuando se dejó la piel por hacer lo correcto -lo que la gente de bien les pedimos a los mareros- no habíamos puesto aún ninguna puerta para que saliera de su trampa. La última puerta que vio se abrió solo para que sus asesinos entraran a su casa, en la madrugada, y lo mataran a él y a todo lo que tenía. ¿Importa?
El Hamlet tuvo el valor de sentarse frente a dos desconocidos y dedicar tardes enteras a explicarnos cómo piensa el Barrio, a ayudarnos a entender ese mundo oculto que en El Salvador todos presumimos de conocer pero al que no creemos digno dedicar ojos ni oídos. Se jugó la vida -porque la pandilla mata a quien revela el mapa de sus sombras- para que gente en su casa y sentada frente a una pantalla de computadora pueda, si quiere, entender algo más de ese iceberg de muertes y extorsiones contra el que chocamos en El Salvador todos los días.
Porque de eso se trata, ¿no? De entender.
¿Pero qué es lo que hay que entender de los mareros?, dirán. O, en todo caso: ¿No sabemos sobre ellos lo suficiente? Matan, roban, violan, extorsionan. ¿Qué de útil se pueden sacar de entender por qué un ma-re-ro despachaba verduras, o las cargaba sobre su espalda?
Total… no hay nada que entender. Ya sabemos sobre él lo que hay que saber: que era “un marero” y que al serlo era malo y que probablemente sus asesinos nos hicieron un favor.
(San Salvador, agosto de 2011).