A la orilla de la carretera hacia La Entrada, orina un hombre atrás de su carro. Anochece en la frontera hondureña con Guatemala. El Tigre Bonilla da la orden a su subordinado para que el convoy policial revise al borracho. Al vaquero gordo que orina lo acompañan su guardaespaldas y una señora que espera en el carro. En el carro, por supuesto, hay dos armas de fuego. El guardaespaldas muestra los permisos de ambas. El vaquero le grita algo a Rivera Tomas, el jefe policial del municipio de Florida, subordinado de El Tigre.
En ese momento, al otro lado de la calle, una camioneta repleta de hombres sube la cuesta con música norteña a todo volumen. Al ver la escena, el conductor frena con brusquedad y seis hombres armados bajan de ella. De inmediato, los 20 policías rodean y apuntan a los recién llegados.
—¡Soy el alcalde de La Jigua, pendejos! –grita el más gordo de todos los que acaban de llegar, y luego da un empujón en el pecho al agente que pretende revisarlo.
El Tigre, que observa a la distancia, no puede contenerse cuando mira la agresión contra el policía.
—¡A ver, qué papadas pasa aquí! –interviene.
El alcalde de La Jigua, Germán Guerra, lo ve, ve a El Tigre, y entonces entrega no una, sino las tres pistolas que andaba. Dos no tienen permiso, son armas ilegales.
La escena más descriptiva de esta frontera empezó a ocurrir aquí, ya a unos kilómetros de El Paraíso, un lugar que resultó ser un fiasco.
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El Paraíso es un fiasco. Es un lugar vacío, solitario, de polvo o de lodo, depende de la temporada. Ahora es de lodo. Nada que ver con lo que me habían anunciado. Un lugar sorprendente, dijeron, un sitio que no muchos han visto. Un lugar del que jamás saldrás con vida si osas entrar sin permiso.
Nada de eso ha pasado. Aquí hay poco que ver, al menos si uno entra como yo entré. Si es así, El Paraíso es un fiasco. Lo del palacio sí es cierto, es imponente. Es un bloque de dos pisos, justo en el centro de El Paraíso, con sus cinco pilares largos en la fachada. Diminuto, en medio de la tormenta que hoy arrecia, asomaba el guardián del palacio a la par de uno de los pilares. Era apenas del tamaño de la base. Porque el palacio sí es tal cual lo que uno espera. Majestuoso, impoluto. Y allá arriba, arriba de la estructura y de los pilares, en el techo, digamos, un helipuerto, como si en El Paraíso hubiera mucha gente que necesitara un helicóptero para salir volando.
Todo ocurrió así porque la gente que alguna vez estuvo allá me dijo que no había otra manera de entrar, que llegar por llegar, como un turista desorientado, era inverosímil. Que, con suerte, solo sería expulsado de El Paraíso. Por eso tuve que entrar como entré, en caravana.
Así, El Paraíso es un fiasco. Es obvio que los vigilantes de este lugar nos detectaron desde que descendíamos entre precipicios por la vereda lodosa y turbulenta que conduce a El Paraíso, este municipio hondureño que hace frontera con Izabal, Guatemala, y que es señalado como la puerta de oro de la droga entre estos dos países.
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En Honduras todo empieza mal desde arriba. Es de esperar que cuando uno busca entrar en un territorio de control del crimen organizado las advertencias fatalistas empiecen a darse en cierto momento a medida que uno se acerca al lugar.
No se puede entrar.
Ellos lo ven todo.
Si –quién sabe cómo– entrás, no salís.
En Honduras esto ocurre desde el inicio, desde la capital, Tegucigalpa, a ocho horas en vehículo de El Paraíso.
Era una tarde de sábado y en la mesa me acompañaban dos expertos reporteros del país. Ambos con experiencia en cobertura de crimen organizado. Al poco tiempo, se nos unió una fuente de confianza de ellos, un fiscal que también en varias ocasiones ha llevado casos que han involucrado a familias dedicadas al crimen organizado, que en Honduras se dedica principalmente al tráfico de drogas, personas y madera, y a la trata de personas.
Para hablar del tema hemos abandonado la fresca terraza y, a petición de uno de los colegas, nos encerramos en el apartamento a susurrar.
—Cerca de la calle ni mú –dice uno de los reporteros.
El fiscal ha llegado para reafirmar las restricciones.
—Copán es un lugar donde te podemos abrir contactos. Yo al menos tengo a alguien de confianza en la capital, Santa Rosa, pero hasta ahí. De ahí para la frontera con Guate es territorio de los señores. Allá no hay Estado que valga.
Por primera vez escuché hablar de El Paraíso. En esa conversación, El Paraíso era algo lejano, sin nombre, un lugar mítico gracias a su palacio municipal.
—Hay por ahí un pueblito en medio de esa zona de la frontera que sí es jodido. Dicen que tienen pista de helicópteros en el techo de la alcaldía, y que el alcalde se jacta de que ahí no les falta nada, de que no necesitan cooperación porque les sobra el dinero –contó uno de los periodistas.
—En esos lugares, cerca de ese pueblo, el Estado no tiene fiscales asignados exclusivamente para esa región, tiene pocos policías y ninguno de investigación, de unidades especiales. Esa zona, el gobierno ha decidido entregarla a los señores –complementó el fiscal.
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Estoy convencido de que El Tigre Bonilla no está satisfecho. Son más de las 10 de la noche cuando salimos de El Paraíso. Los 25 policías que componen la aparatosa caravana están cansados. El ímpetu que mostraron al inicio del recorrido, cuando al mediodía registraban enérgicos cada vehículo que trastabillaba en estas veredas, ha desaparecido. Tiemblan de frío. Sus uniformes están empapados y el viento se los recuerda allá atrás en las camas de los pick ups. Pero El Tigre Bonilla quiere más.
El comisionado policial Juan Carlos Bonilla, El Tigre, es un policía de 45 años, con casi 25 de servir en la institución. Ahora mismo es el jefe de tres departamentos hondureños que hacen frontera con Guatemala y El Salvador. Él manda en Copán, donde estamos ahora, frontera con Izabal y Zacapa, en Guatemala. Izabal y Zacapa están bajo el control de los Mendoza y los Lorenzana, que según la Policía chapina son dos de las familias más emblemáticas del narco guatemalteco. Manda también en Nueva Ocotepeque, frontera con Chiquimula, Guatemala, y con Chalatenango, El Salvador. Este departamento hondureño es frontera con San Fernando, el minúsculo pueblo chalateco donde inician los dominios de El Cártel de Texis. El Tigre también es el jefe policial de Lempira, que hace frontera con Chalatenango y Cabañas, en El Salvador. Por encargarse de Copán, El Tigre está al mando del punto de salida de lo que en Honduras se conoce como el corredor de la muerte, la ruta del tráfico de cocaína que inicia en la frontera con Nicaragua, en el caribeño departamento de Gracias a Dios, y que recorre por la costa otros cuatro departamentos antes de llegar a esta frontera con Guatemala. Entre ellos, Atlántida, el departamento centroamericano más violento.
El Tigre es un descomunal hombre grueso y de casi 1.90 metros, con un rostro duro, como esculpido en roca, que recuerda a las mexicanas cabezas olmecas. Entre sus colegas tiene fama de bravo, y a él le gusta que así se le reconozca.
—Todos saben que conmigo no se anda con mierdas –repite seguido.
En 2002, la Unidad de Asuntos Internos de la Policía acusó a El Tigre de participar en un grupo de exterminio de supuestos delincuentes en San Pedro Sula, una de las ciudades más violentas de Centroamérica, con 119 homicidios por cada 100,000 habitantes. Incluso hubo un testigo que dijo haber presenciado una de las ejecuciones de este grupo de exterminio formado, supuestamente, por policías y llamado Los Magníficos. El Tigre tuvo que pagar una multa de 100,000 lempiras (más de $5,000) por su libertad durante el juicio. Luego, en un proceso que muchos tachan de amañado, donde la principal promotora de la denuncia, la ex jefa de la unidad acusadora, quedó fuera de su cargo a medio juicio, Bonilla fue exonerado.
—¿Ha matado fuera de los procedimientos de ley? –le pregunté, mientras dejábamos atrás El Paraíso.
—Hay cosas que uno se lleva a la tumba. Lo que le puedo decir es que yo amo a mí país y estoy dispuesto a defenderlo a toda costa, y he hecho cosas para defenderlo. Eso es todo lo que diré.
La entonces inspectora María Luisa Borja aseguró ante los medios hondureños que durante el interrogatorio de la inspectoría interna, El Tigre pronunció una frase.
—Si a mí me quieren mandar a los tribunales como chivo expiatorio esta Policía va a retumbar, porque yo le puedo decir al propio ministro de Seguridad en su cara que yo lo único que hice fue cumplir con sus instrucciones –fue, según Borja, la frase de El Tigre, que luego llamó al entonces viceministro de Seguridad, Óscar Álvarez, hoy número uno en esa oficina.
Estamos aquí porque El Tigre quiere demostrar que no es verdad lo que le dije. Le dije que, según funcionarios, alcaldes, periodistas, defensores de derechos humanos, sacerdotes, hombres y mujeres que piden que se oculten sus nombres, ciertas zonas de la frontera de Copán, de su frontera, están controladas por el narcotráfico. Por los señores, dicen.
El Tigre, en una tarde, montó un operativo. Me aseguró que los hace como rutina, y que hoy yo podía escoger dónde ir, para que me diera cuenta de que él entra donde le da la gana.
—A El Paraíso, quiero ir a El Paraíso.
—Está bien… Donde quiera entro yo… Niña, deje esos informes y prepare una buena comitiva de agentes, llame a los de caminos, pero no les diga a dónde vamos, que sea sorpresa.
El Tigre no confía en sus policías. Él dice que solo confía en uno de los de su zona: en él mismo.