Bitácora /
Vergueadas pero con papeles

No se trata de las leyes antiinmigrantes ni de la aparición de caudillos patrióricos que quieren fuera a los latinos de su país de anglosajones. Según este migrante que vuelve a El Salvador desde Arkansas, el problema de las deportaciones es un asunto de convivencia en el hogar.


Fecha inválida
Óscar Martínez

El avión venía vacío. En las filas de atrás no viajaba casi nadie. Es costumbre que, aunque el vuelo venga con poca gente, la aerolínea nos apiñe en un sector del avión. En este caso, en la fila 7, a mí me tocó ocupar el asiento C, a la par del pasillo. El migrante de sombrero estaba en la hilera de la par, siempre en la fila 7, en el asiento D. Solo teníamos el pasillo de por medio en aquel avión que estaba a punto de partir desde Houston, Texas, hacia El Salvador.

Según los cálculos del Ministerio de Relaciones Exteriores de El Salvador, el 94% de los migrantes salvadoreños se han ido para Estados Unidos, principalmente a los estados de Texas, California, Nueva York y Maryland. Sin embargo, el migrante del 7D solo había llegado a Texas para subirse en el avión. Él vive desde hace 38 años en Arkansas, un Estado vecino de Texas que no está de moda entre los migrantes, porque principalmente necesita mano de obra en granjas y ranchos de ganado, en pequeños pueblos alejados de las ciudades con concentración histórica de salvadoreños, guatemaltecos, hondureños.

El señor que iba a mi lado tiene 62 años. No se trata de un migrante con ganas de conocer Hollywood o Disneylandia. Es más bien alguien que añora su país, que nunca se adaptó. Vestía con sombrero, camisa de botones medio desabrochada, pantalón de tela y botas de trabajo.

La conversación empezó con alguna de esas frases sin importancia. No recuerdo si le dije que haría calorcito en El Salvador o quizá que ya pronto tendríamos unas pupusas de arroz en las manos. Luego le hice una de esas preguntas sin importancia que en los aviones son muy efectivas para que la gente te cuente sus vidas. '¿A ver a la familia?', o algo así. El migrante del 7D iba rumbo a Ahuachapán a ver a su papá, de 96 años que, claro, no estaría en el aeropuerto esperándolo, sino su cuñado que recién se había dejado con su hermana que, por cierto, también está allá en Arkansas, al igual que su esposa (la de él, no la de su hermana), sus tres hijos -ya hombres todos-, que le han dado nueve nietos con cuatro mujeres diferentes, dos buenas mujeres salvadoreñas, una puertorriqueña más o menos llevadera y una mexicana que realmente le cae muy mal al señor del asiento 7D. Es muy extravagante, según él.

Luego hablamos de pandillas, pero resulta que en el pueblito donde el señor trabaja en una pollería y cuidando búfalos en un rancho -un pueblito cerca de Little Rock, la principal ciudad de Arkansas-, no hay pandillas. Hay tamales, pupusas, horchata, tortillas, de todo, porque en ese pueblito hay una minicomunidad centroamericana, debido a que el dueño de muchas rancherías cree que son los migrantes más trabajadores, pero no hay pandilleros. Según el señor del 7D es porque todos se conocen por ahí, y los vecinos están muy atentos para avisar al sheriff sobre cualquier extraño que llegue al pueblo, sobre todo si se trata de un joven latino. Cuando vivió en Houston, en cambio, dice que ¡ja!

La conversación se interrumpió cuando las aeromozas estadounidenses de Continental nos entregaron los documentos de registro y aduana que había que llenar para entregar en el aeropuerto de Comalapa. Los documentos estaban en inglés. El señor se puso sus lentes y miró fijamente uno de los papeles. Terminé de llenar los míos, y el señor seguía viendo fijamente el papel.

—¿Muy chiquita la letra, don?

—No, no es eso.

—¿No sabe leer en inglés?

—Mire, ¿para qué voy a seguir mirando este papel? Si yo más bien no sé leer en inglés, ni en ningún otro idioma.

Le rellené los formularios, y él concluyó que yo debía ser muy estudiado. Entonces preguntó qué andaba haciendo yo en Estados Unidos. Le conté que venía de un encuentro de periodistas en la Universidad de Texas, en Austin, que este año se había hablado sobre el problema de los migrantes en el mundo y cómo enfocar la cobertura para contar los grandes problemas de gente como él. Él concluyó que el encuentro ese era buenísimo y quiso saber más cosas.

—¿Hablaron sobre el gran problema de las deportaciones y de por qué está dándose esa situación?

Le dije que sí, que se habló de las leyes discriminatorias que muchos Estados han aprobado para revisión de los documentos migratorios de quien sea. Le dije que la cobertura de deportados era una en la que coincidimos con los colegas en que estamos fallando, porque, entre otras cosas, no hemos sabido destruir el estigma de igualar la palabra deportado a la palabra delincuente. Le aseguré que yo estaba muy consciente de que los datos de la Dirección de Migración eran alarmantes, pues cada año desde 2007 el número de deportados desde Estados Unidos crece de manera particular y se acerca a los 20 mil anuales.

—Ajá, pero entonces no hablaron del meollo de este asunto –dijo el señor del 7D.

—A ver, ¿y cuál es el meollo?

—Mire, es que hay una situación, y la hemos comentado con mis hijos y otros amigos, porque es preocupante, y es que ya no puede uno tener una buena mujer.

—A ver, ¿cómo es eso?

—Sí, es que al menos al pueblito donde yo vivo han llegado unas leyes que quieren cambiar la manera de uno de educar a su familia.

—¿Y qué dicen esas leyes?

—Mire, nosotros estamos acostumbrados a que si un hijo o la mujer de uno se sale de sus responsabilidades, de su hogar, o anda ahí por la calle a la hora que le venga en gana, pues uno tiene que corregir el camino.

En ese momento, el enorme puño de dedos curtidos, secos y gordos del señor del 7D hizo un movimiento brusco hacia adelante, golpeó el aire con la firmeza de un campesino de 62 años. Luego prosiguió.

—Así nos han educado a todos allá en nuestro país, y ahora quieren que ya no eduquemos así a nuestras familias, por eso es que tanto niño anda en la calle, pero sobre todo queda poca buena mujer allá. Ya ninguna quiere hacer tortillas, esperar al hombre en la casa, sino más bien andar con ropas raras donde ellas quieran. Y ahí viene el problema. Si uno les corrige el camino –el puño vuelve a azotar una cara imaginaria–, entonces esa ley en ese pueblito dice que ellas van a la Policía o al juez o a saber dónde a poner la queja, y lo llegan a traer a uno, lo deportan y a ellas se las llevan y les dan papeles de que pueden quedarse a vivir en Estados Unidos y les dan pisto.

—¿¡Papeles y pisto!? No creo.

—Claaaaaaaro que sí, no le digo que ese es el gran problema de las deportaciones, pues. Porque esto ha cambiado todo, ahora ellas llegan a la casa y, claro, están jode, que jode, que jode, negándose a cumplir con sus obligaciones, y es cuando uno tiene que corregir –el puño otra vez–. Si no, ¿por qué habría tanto deportado llegando a El Salvador?

El avión aterrizó en Comalapa al poco tiempo de terminada la conversación. El señor del 7D se bajó con una enorme sonrisa y dijo que tenía muchas ganas de llegar a su cantón, que lo extraña mucho, que nunca se adaptará a la vida de allá.

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