La primera vez que lo vi fue durante una madrugada calurosa en Ixtepec, un municipio del sur de Oaxaca, México, y no me impresionó.
Habíamos viajado desde San Salvador tres periodistas para conocer de cerca el albergue que ese cura había creado. Nos recibió en piyama, nos obligó a comer sin hambre y luego se echó a dormir sobre una fina colchoneta puesta sobre el piso. Aquella vez alquilaba una casa austera pero confortable: estaba en el centro de un terreno y no era difícil imaginar que alguna vez aquello había tenido césped. La entrada estaba flanqueada por un árbol frutal, de alguna fruta que no consigo recordar.
Al amanecer conocimos el albergue para migrantes “Hermanos en el Camino”, que no era más que un oscuro tierrero al lado de las vías del tren. Del tren de la muerte, de la bestia. En el fondo del albergue había dos quioscos sin paredes y con techo alto de lámina. Uno era el dormitorio, había hamacas y cartones en el piso. En el otro había un inmenso crucifijo. Era la capilla. Daba igual; la gente que bajaba de los trenes dormía donde un techo les ofreciera cobijo.
Al menos dos veces diarias el tren visitaba Ixtepec, con su crujir horrendo, con el sonido de fantasmas que arrastran cadenas. Con el chirrido del metal llegaban también una hornada de harapientos, asustados, robados, golpeados con machete y porra, humillados, violados. Añorantes. Mientras estuvimos allí, cada día Alejandro salió a buscarlos, a invitarlos a su tierrero cálido, seguro. Cada día repitió para ellos que su nombre era Alejandro Solalinde, que era cura, que no temieran, y ellos salían de sus escondites con la mirada de un animal maltratado, ariscos, aterrados. Y cada día encabezó una procesión de prohibidos hasta su albergue.
Lo vimos preparar la cena, contarles el mismo chiste, escucharlos con paciencia, avivar un fuego que durante un rato les hacía creer que estaban en casa. Espantar secuestradores, amenazar a hombres armados, hablarles de un Dios que era migrante y que en ellos veía el futuro de su creación. En el cura Alejandro Solalinde descubrí con asombro el significado profundo, último tal vez, del verbo amor, del doloroso verbo compasión. Me impresionó de un modo difícil de explicar. Debo decir que de un modo triste.
Aquella vez escribimos un reportaje contando un fragmento del infierno que viven los migrantes centroamericanos que atraviesan México sin papeles, buscando llegar a los Estados Unidos.
Volví algunas veces más a Ixtepec, y las cosas no hacían más que empeorar: cada vez las historias de los que conseguían llegar al albergue eran más oscuras, más sórdidas. Nadie llegaba hasta ahí sin haber pasado el tormento de un punto de asalto conocido como La Arrocera; al seguir el camino, hombres armados los secuestraban en masa, se los robaban en camiones para pedir rescate. Los que podían pagar volvían cabizbajos al albergue; los que no, no volvieron nunca. El mismo pueblo de Ixtepec odiaba el albergue; culpaba a los centroamericanos de todos los males del municipio. Quisieron cerrarlo y a Alejandro lo bañaron en gasolina y quisieron quemarlo vivo. Lo echaron de la casa que alquilaba y tuvo que irse a vivir a unas ruinas de casa, con el techo a medio caer, de donde al cabo de un tiempo también terminaron por echarlo. Se fue a vivir al albergue. Era un apestado. Él y sus malditos migrantes.
Ixtepec es un lugar feo. Hostil. Cualquiera diría que son unas vías de tren a las que les nació un pueblo, como un furúnculo. Aunque, por la noche, el cielo de Ixtepec es un espectáculo de estrellas. La luz suele ser la virtud de los lugares oscuros.
Una de esas noches de cielo salpicado de puntos blancos recuerdo haber hablado con el cura en su casa, cuando aún tenía casa donde vivir. Tomábamos un café y discutíamos. Yo no entendía cómo soportaba todo el tiempo ser testigo de lo obvio, de que aquello era injusto, cómo podía seguir gritándole al mar, perdiendo siempre. Me habló de Dios. ¡Un cuerno con su holgazán Dios!, le dije yo, que se diera cuenta de que estaba solo, que el mundo era una pelota gris llena de malos que ganan y de buenos con el corazón roto. Que tarde o temprano lo matarían. Él se rio.
Cada vez que volví a Ixtepec, Alejandro me pareció más cansado, más viejo. Comenzó el albergue a los 60 años… Cada vez que volví, nada había cambiado. El sufrimiento de esa inmensa romería de personas era más agudo, y sobre Alejandro pendía una nueva amenaza de muerte del cártel de Los Zetas.
Hace ya tiempo que no visito el albergue de Alejandro. Ahora trabajo para Sala Negra de El Faro y nos hemos propuesto dar cuenta de otros horrores, intentar explicar la inmensa avaricia que mueve toneladas de narcóticos por Centroamérica y deja a los países en los huesos, ahogados en un rastro tremendo de sangre; tratar de visibilizar a miles y miles de personas que viven peor que animales dentro de cárceles medievales; intentar extraer algún sentido del sinsentido profundo de las pandillas; intentar dar rostro a los que padecen la violencia…
Cada vez que me asomo a esta realidad algo se me jode. Algo siento que voy perdiendo. Creo en menos cosas, confío en menos gente y espero cada vez menos. Probablemente sea la manera más lúcida de ver la realidad: lo que hago no sirve para un carajo, somos apenas juglares de la locura, nada va a cambiar, aunque escribamos todas las letras, aunque fotografiemos todos los rostros. Quizá así sea.
La semana pasada vino Alejandro a El Salvador, y algunos colegas y yo almorzamos con él en la casa en la que se alojó. Nada de restaurantes. No puede andar en la calle libremente porque sigue amenazado por Los Zetas. El gobierno de México, para evitar cargar con la infamia de su muerte, le ha puesto unos escoltas pero él los ha destinado a la seguridad del albergue y ha ido al Congreso mexicano a relatar lo que ve y denunciar –con nombre y apellidos– a los funcionarios encubridores de secuestros.
En esa comida Alejandro nos contó que en el sur de México, un buen día, los secuestros de migrantes comenzaron a disminuir. Luego llegaron migrantes sin haber sido asaltados en La Arrocera… Un buen día algo cambió y luego algo más y algo más. Ahora son muy escasos los secuestros y los robos y las violaciones en La Arrocera. En Veracruz son raros los secuestros masivos de Los Zetas. Ixtepec es cada vez más tolerante con su albergue…
Al contarlo, su rostro era el de un niño, un niño que tiene la razón. Ahora Alejandro es muy conocido en México. Sale en los medios y el famoso actor Gael García Bernal le llama a su celular. Es más difícil matarlo con tantos focos puestos sobre él.
Durante esa comida Alejandro me hizo un favor inmenso, tal vez sin notarlo. A mi animalario de dudas, hundidas en una pequeña parte de toda la miseria que él ha visto, le agregó un “y si tal vez… y si quizá…” como una luminosa estrella en un abismo oscuro. Salí de ese almuerzo con una contentura que aún traigo dentro.
(San Salvador, El Salvador. Septiembre 2011)