Bitácora /
Los hijos de Sísifo
Quienes trabajan en reinserción de pandilleros saben que luchan contra la ley de la gravedad, que si midieran su éxito con base en estadísticas necesitarían antidepresivos. Tomar la decisión de abandonar el Barrio cuesta, y quien lo hace tiene por delante un camino desierto y cuesta arriba.

 


Fecha inválida
José Luis Sanz

—No le des esperanzas. No le digas que le vas a dar oportunidades que no tiene.

Efe es sicólogo y lleva más de 10 años trabajando en una ONG con ex pandilleros. Y con pandilleros, porque la frontera entre estar dentro y fuera de la pandilla es más difusa todavía en la puerta de salida que en la de entrada. Frente a Efe, con un celular en la mano, está Jota, un ex dieciochero dirigente de la misma ONG, que desde hace otro buen número de años se dedica a robarle miembros a su antiguo Barrio y que sigue vivo porque, paradojas, cuando estuvo dentro fue más bravo y más firme que nadie y se ganó el derecho a que le respeten incluso ahora que está fuera. Se equivoca quien dice que a la pandilla solo entran los bichos más cobardes; se equivoca también quien piensa que se sale el débil, el que se tuerce. Como ocurre siempre en esto de las migraciones, solo quienes reúnen ciertas mezclas de valor, decisión y desesperación cruzan las fronteras.

Jota habla por teléfono con un homie que quiere migrar del país de los números a ese otro que hay fuera de la pandilla y que las autoridades, las ONG, las iglesias y los periódicos decimos que es mejor y más justo. Su interlocutor probablemente entró al Barrio 18 en busca de eso, de una vida mejor, menos asfixiante y con más sentido. No la encontró y ahora quiere regresar a ese lugar del que por alguna razón huyó: a la vida de civil, al trabajo decente, a no vivir de un arma.

Solo que afuera no sobran trabajos decentes ni abunda la justicia. Y Efe le recuerda a Jota algo que ambos saben: que no puede dar al chico falsas esperanzas.

Unos minutos después, Jota recibe otra llamada. Otro chico que pasó por los talleres de formación profesional, las charlas de reinserción social, los planes de borrado de tatuajes que su organización trata desesperadamente de mantener funcionando a pesar del brusco descenso de los fondos de cooperación internacional. Escucho solo una parte de la conversación:

—Ah, hombre, bien, estás trabajando.

—…

—¿En qué supermercado?

—…

—Pero entonces estás ayudando a las personas a llevar las bolsas al carro.

—…

—Ya. Entonces te dan unas monedas pero no tienes salario base.

—…

La culpa no es de Efe y Jota. Que estén haciendo un trabajo de reinserción con más principios que fines reales no es culpa suya. Que no haya trabajo, que no haya programas de reubicación de ex pandilleros, que el mundo podrido que espera a un ex pandillero se parezca endemoniadamente al mundo podrido que hace años dejó atrás al brincarse, no es culpa de Efe y Jota.  

Ni lo es que las pandillas acostumbren a condenar a muerte a quienes las abandonan. Y tampoco es culpa suya que la Policía sea de gatillo fácil. Porque estamos en Honduras, donde las redadas policiales contra clicas de colonias marginales acaban a menudo en balaceras en las que casi siempre mueren pandilleros pero en rara ocasión hay víctimas entre los uniformados.

—Les hacemos dejar las armas, les animamos a que se salgan, pero fuera están indefensos ante la pandilla enemiga, ante sus propios homies y ante la policía –dice Efe.

Jota hace una cuenta rápida y me dice que en los últimos cuatro años han muerto alrededor de 60 jóvenes después de pasar por los talleres de su ONG. Algunos habían regresado a la pandilla. La mayoría estaban tratando de vivir fuera de ella.

—Vamos, que peor estar fuera que dentro –concluyo, mirando a Efe.

—Me pregunto a cuántos de ellos, con nuestro trabajo, lo único que logramos fue hacer más fácil que los mataran.

(Tegucigalpa, Honduras, octubre de 2011.)

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