Bitácora /
Bolsas Negras
La gran pregunta que se hace todo periodista se vuelve más pujante cuando cubres violencia: ¿Sirve de algo lo que hago? ¿Le cambia la vida a alguien? A veces, me da la impresión de que algunos lectores y colegas se han respondido antes que nosotros mismos los porqués de la Sala Negra de El Faro.

Fecha inválida
Óscar Martínez

―Puedes tener por seguro que no, que no cambia nada, que somos una panda de… de…
―No lo creo, y no lo creo por una razón básica: eso querría decir que la gente somos como piedras, como… como burros. Yo no digo que todo cambie acorde a la urgencia de lo que contamos, pero sí que algo cambia, de a poco y aunque nos encolerice la parsimonia del proceso.
―Piénsalo bien, piensa… No sé… Yo no veo cambios. Pero eso no es lo importante. No es por eso que hacemos este trabajo. ¿Por qué crees que el periodismo cambia cosas?
―Porque no creo que a todos les dé igual saber que no saber.
―Pero así es. ¿Dónde encuentras un ejemplo de que les importe?
―Mirá, un ejemplo de cómo el periodismo cambia las cosas no lo tengo en mente ahora mismo, pero una metáfora sí se me viene siempre a la mente: si yo tiro un montón de basura, con todo y restos de comida, sobre la cama de alguien, sobre sus sábanas limpias y blancas, esa persona tiene que hacer algo: cambiarlas, botarlas, comprar unas nuevas, quejarse, desinfectar… Y sí, lo sé, hay muchos, que se envolverán con las sábanas y la basura y dormirán plácidamente…

Así siguió la conversación con mi amigo, un periodista español que trabaja en Guatemala, un tipo esforzado, dedicado e indignado que se ha metido donde asustan para contar las tragedias de los más débiles.

Él, como muchos colegas, como yo mismo ciertos días, estaba convencido de que el periodismo (hablamos del buen periodismo, por supuesto) hace un registro honesto de un tiempo, de ciertas cosas que ocurren en un tiempo, las plasma, las denuncia, las pone en evidencia, y eso, cambie o no cambie algo, ya hace de este un oficio válido y corajudo. Pero mi amigo piensa que eso influye poco en la vida de aquellas personas sobre las que el periodismo habla.

A nosotros los periodistas del proyecto Sala Negra, los colegas de trabajo del periódico nos llaman las bolsas negras. En casi todos los periódicos del mundo, el periodismo de sucesos, el de nota roja, el de judiciales, es el que más burlas suele recibir de los propios colegas. Es un periodismo de poco prestigio, y es un periodismo complicado porque está atado a un dilema: resulta torpe y ridículo si no se acerca al terreno, y arriesgado, emocionalmente desgastante y moralmente cuestionado si se hace desde la calle y desde la crónica de la tragedia. Nosotros hemos hecho nuestra la broma y también nos llamamos entre nosotros así: bolsas negras. El humor negro, muy propio de nosotros los salvadoreños, es un escudo. Se bromea con lo que puede doler.

La discusión con mi colega en Guatemala atormenta a buena parte del gremio y tiene un sentido especial cuando lo que cuentas huele a podrido y amenaza con podrir tu ánimo y tu prestigio profesional. No pienso zanjar el dilema sobre para qué sirve este trabajo porque no tengo la respuesta final. Tengo la mía, la que me doy a mí mismo cada día como hoy que estoy a punto de empezar a escribir una crónica (sí, la misma que en mi bitácora anterior digo que estoy a punto de empezar, así son estos partos).

He notado, por los comentarios debajo de los materiales que publicamos, por la interlocución que escucho de cierto sector del gremio de periodistas, que hay sobre el trabajo de la Sala Negra de El Faro dos versiones muy críticas:

  1. Hacemos lo que hacemos porque nos gusta sentir la adrenalina, porque nos encanta estar metidos en el fango de la violencia, revolcarnos ahí, sentirnos perseguidos. Porque es como un vicio. Porque estamos enfermos. Porque defendemos a quienes viven en ese fango.
  2. Hacemos lo que hacemos porque somos unos comerciantes de la palabra, de la tragedia, de la sangre, de las víctimas. No tenemos moral ni principios y nos gusta contar sus desgracias para ganar lectores, para ganar premios.

Estos primeros 10 meses de Sala Negra han sido intensos. Al principio, mea culpa, confesión -lo que ustedes quieran-, probablemente había una cierta adrenalina excesiva en todos los miembros del equipo. Queríamos romper el cascarón de nuestro tema y lograr entrar a revolcarnos en la yema. Acceder a los secretos de la pandilla, a las fronteras del narco, al sector donde está el meollo de la cárcel, al lugar prohibido. Las horas de lectura se hacían pesadas (pero se hacían), los tiempos de escritorio parecían nunca parir otros tiempos, los de terreno. Estábamos desesperados por ser testigos. En algún momento, sí, es cierto, la adrenalina pesa y es importante y te mantiene vivo y ansioso. Y yo creo que es sana si no se te va de las manos, y creo que nunca se nos fue.

Ahora es diferente. Si antes parecíamos perros ansiosos corriendo hacia el parque, hoy nuestros movimientos pertenecen más al mundo de lo felino, al de la cautela. Tememos mucho cometer un error, porque sabemos que nuestros errores pueden matar. Ya pesan las imágenes violentas en la cabeza de algunos, y ya no queremos verlas si no es absolutamente necesario. Ya no rebalsamos de adrenalina antes de un viaje (ni renunciamos a ella tampoco), sino que todo  lo medimos más, tardamos más en irnos de cada tema y más en volver, necesitamos más tiempo y no nos molesta. Entendemos más y sabemos que es más complicado hacer que nuestra mirada sea útil. Ya no rompemos violentamente el cascarón de un tema. Lo abrimos, entramos, nos revolcamos en la yema, salimos, vemos el cascarón, nos alejamos y lo vemos desde lejos, desde fuera, donde no llegue el olor de la yema, y luego retrocedemos en el tiempo y lo imaginamos cuando no estaba roto, quebrado.

¿Lo hacemos para ganar premios? No voy a responder a esa pregunta. Supongo que si alguien piensa eso de este periódico y de sus periodistas no lo convenceré de lo contrario con esta bitácora.

Ahora sí estoy a punto de teclear una nueva crónica (lo prometo, termino esto y empiezo). En este afán de dialogar con ustedes contándoles lo que recorre nuestras cabezas cuando hacemos lo que va para ustedes, les digo nuestras motivaciones principales, las que me repito como un ritual inaugural, las que nos mueven a nosotros, las bolsas negras:

Creo que esta es una lucha frustrante en defensa de la belleza y la justicia. ¿Qué sentido tiene hablar de una zona boscosa que se apropian unos criminales internacionales si no es en defensa de la belleza de ese lugar, de la justicia para los que lo habitaban? ¿Qué sentido tiene reconstruir la historia de una pandilla que atormenta un país entero, una región entera, si no es con el afán de explicar, de que no se repita, de que se busque justicia entendiendo quiénes y cómo amasaron esa masa? ¿Por qué ir y volver a Nicaragua para entender por qué es menos violenta que nosotros si no es porque quisiéramos exprimirle un ejemplo que alguien aquí, o en Guatemala o en Honduras retome? ¿Qué sentido tendría gritar en el agujero de las cárceles y los muertos los nombres y las razones si no es para intentar salir del agujero? Les aseguro que no es por diversión.

¿Qué sentido tiene sentarse a ver fijamente la muerte si no es en nombre de la vida?

Para nosotros el periodismo cambia cosas. Lo creemos y queremos que sea cierto. Pueden tener críticas a nuestras formas, a nuestro estilo, a nuestro resultado. Pero créannos cuando decimos que hacemos esto porque no queremos pensar que todo se irá a la basura, porque creemos que aún no es hora de amarrar la bolsa negra, tirarla en una esquina e irnos a casa.

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