Uno no es de palo. Como periodista uno experimenta diferentes sentimientos cuando encara una situación durante el reporteo. Eso influye en cómo enfrenta uno cada caso. No se alarmen, la objetividad, esa cualidad de existir y punto, de ser o hacer de manera desapasionada, pierde aliento en el periodismo moderno desde ya hace un rato, y un equipo formado por la honestidad y la profundidad ganan la carrera por ser la quintaesencia de este oficio. Uno a veces se ríe, se enoja, se indigna, se frustra ante diferentes escenas o revelaciones. Para explicarme mejor, les pondré algunos ejemplos.
Me reí cuando en el Caribe nicaragüense recordé las grandilocuentes declaraciones que circulan por el mundo sobre el combate férreo al tráfico de drogas. ¡Guerra contra las drogas! Reí mientras comíamos mariscos con un agente policial de narcóticos en Bilwi, allá en la Región Autónoma del Atlántico Norte, la región más abandonada por el Estado en todo aquel país. Allá nunca hubo proceso de desarme tras la guerra, los policías tienen unos motores que entre estertores arrastran las lanchas por el agua, allá es donde más pobres son los que son pobres y allá no hay ni una carretera –o pinche calle de asfalto- que conecte los pueblitos con Bilwi, la capital. Reí justo cuando el agente describió, a su manera, la lucha contra las drogas en unas de las principales áreas de tránsito de grandes cargamentos colombianos de cocaína. Dijo que si él andaba por ahí navegando con su equipo policial y se les cruzaba una lancha colombiana con cuatro motores fuera de borda de 200 caballos (los colombianos siempre tienen cuatro motores fuera de borda de 200 caballos), él podía perseguirlos, pero con su solitario motor de 175 caballos se exponía al ridículo de que ellos se volvieran, le dieran la vuelta y hasta le brincaran por encima de su lancha para escapar mofándose. En esa ocasión, reí.
Me enojé cuando el alcalde de un pueblito perdido de la frontera entre Honduras y Guatemala mostró con qué normalidad trataba como pelagatos a los policías de esa zona donde la vox pópuli relaciona a los funcionarios como él con el crimen organizado –y también a los policías, claro-. El pueblito se llama La Jigua, y pertenece al departamento de Copán. Copán es frontera con Guatemala, y tiene municipios tan particulares que parecen competir por ser sede de alguna película hollywoodense sobre narcos. El Paraíso, por ejemplo, siendo un pueblo con apenas pavimento, tiene una alcaldía inmensa que emula el Capitolio y posee un helipuerto. En fin, volviendo al alcalde de la Jigua, Germán Guerra, lo detuvieron porque andaba dos pistolas sin registro. Él le gritó pendejos a los policías de las cercanías de su pueblo que lo detuvieron, les encaró con la rabia de un patrón detenido por sus sirvientes. El alcalde se retractó de su actitud cuando vio al jefe policial departamental que tiene fama de bravo. Esa fue la escena. Luego de atestiguarla, pensé que todo volvería a la normalidad cuando el jefe se fuera, es decir, los policías volverían a ser tratados como pelagatos por ese alcalde. En esa ocasión, me enojé.
Me indigné –esto es lo que más me suele ocurrir- cuando Venustiano retiró la portezuela de madera que delimita el miserable predio donde él y su comunidad campesina viven en miserables champas comiendo miserables tiempos de comida. Me indigné porque según el Ministerio de Gobernación de Guatemala, el gobernador de ese departamento, Petén, y algunos militares, Venustiano y los suyos son peligrosos narcotraficantes del departamento al que llaman la puerta de oro de trasiego de drogas hacia México. Hay familias de narcos reconocidos, incluso mencionados por el presidente Álvaro Colom, que tienen territorios en las zonas naturales protegidas de Petén, esas zonas de donde echaron a Venustiano y su gente con el agravante de ser narcos. Los destinaron a su miserable predio. En esa ocasión, me indigné.
Me frustré…Es que frustrarse es más complejo. La risa brota, el enojo estalla y la indignación es un motor. La frustración en cambio necesita madurar. Es como un mango, si este fuera enojo cuando verde, hartazgo cuando maduro y frustración cuando está en el suelo pudriéndose. Por eso les haré una suma de hechos para contarles qué es lo que me frustra. Que el Estado nicaragüense, que a sabiendas de que tienen abandonado su Caribe como tren sin maquinista, pronto vaya a volver a atrapar a algún lanchero miskito que en busca de su sobrevivencia haya intentado subir unos kilos de cocaína. Que algunos importantes políticos hayan hecho llamadas para ver si el alcalde de La Jigua ya estaba libre, no para saber si ya estaba procesado por tenencia ilegal de armas de fuego. ¿Para qué quiere alguien un arma sin registrar? Que funcionarios guatemaltecos se ensañen contra los débiles y se callen, se aparten, se olviden, se alíen, se engañen ante aquellos a los que pregonan perseguir. Que en El Salvador, para terminar con el lugar desde donde escribo esta bitácora, en el país de los 12 asesinatos al día, el nombramiento de un Ministro de Seguridad acapare todos los titulares, no por acciones anunciadas, sino por simple emoción de descubrir al candidato ganador. 12 asesinatos al día. Que desde hace ya varios meses aquello por lo que pelean los diputados sea por si su cara será la que marquen los ciudadanos o la bandera de su partido. 12 asesinatos al día. Que a riesgo de parecer un simplista, un panfletero, un furibundo universitario, creo que ellos, los funcionarios, los políticos de estos países no se toman un minuto de su tiempo para pensar cómo hacerle para que los 12 sean 11, 10, 9, 8, 7… Si no que se la pasan descocados por preguntarse cómo hacer para que las encuestas digan 10, 20, 30, 60, 70… Elecciones. No se cuestionan qué han hecho, no se preguntan qué harán. 12 asesinatos al día. En esta ocasión, estoy frustrado.
(San Salvador, El Salvador. Noviembre de 2011)