En esta entrevista se hablará sobre prevención, sobre rehabilitación, sobre pandillas, sobre Centroamérica, sobre cómo la violencia se ha ido asentando en la sociedad, sobre… Después de más de dos horas de plática, las últimas preguntas –las últimas respuestas– serán estas.
Teniendo en cuenta el grado de violencia alcanzado, ¿no cree que hemos hipotecado una o dos generaciones?
Y eso no cambiará si no se comienza un trabajo serio de prevención. Como nos ocurre con los desastres naturales o con las epidemias de dengue, en Guatemala, El Salvador y Honduras, falló la prevención… Siempre nos falla la prevención.
La clave sería entonces trabajar en la base, en las mismas comunidades…
Mientras no vayamos a la raíz, esto va a seguir creciendo. Hay que tener en cuenta además que la violencia es un fenómeno social que no surge de la noche a la mañana, y por eso mismo tampoco desaparecerá por arte de magia; hay que ser realistas.
¿Ha visto al menos en los últimos años esfuerzos tendientes a revertir la situación?
Casi nada. No se invierte en prevención ni en tratamiento… y la represión tampoco se está haciendo bien, por las carencias que hay en el área de investigación.
Pero en El Salvador, el presidente Funes llegó con un discurso que acentuaba la prevención.
Pero eso es demagogia política. Vos, que sos periodista, decime: ¿has estado en alguna comunidad con algún programa de prevención que haya cambiado las cosas de forma efectiva?
Aquí, en Guatemala, a Colom se le reconoce haber aumentado la inversión social. ¿Tampoco hay nada en la dirección correcta?
Nada.
¿Y las oenegés? Muchas se jactan de tener programas efectivos, siquiera a pequeña escala.
El problema de las oenegés es el bendito tema de los fondos. Alguna puede tener muy buena intención y hasta buenas ideas, pero sin recursos… Las iniciativas en el área preventiva son por lo general focales, dos o tres escuelitas, y el seguimiento de resultados es corto y pobre, aunque se publicitan de forma exagerada, eso sí.
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Quien así responde es el padre Jaime, un sacerdote católico que, vista su hoja de vida, algo debe de saber sobre el tema.
Su nombre completo es Jaime González Bran. Es relativamente joven, nació en 1969, y pertenece a una pequeña congregación llamada los Misioneros de Cristo Crucificado. “Parte de nuestro carisma es el trabajo con jóvenes en conflicto social”, me dice de entrada. Nació y creció en una colonia llamada La Florida, en la Zona 19 de Ciudad de Guatemala, en una familia en la que él era uno entre 12 hermanos. Su adolescencia transcurrió entre pandilleros y pandillas, aunque de esas que pululaban en Centroamérica en la década de los ochenta, nada que ver con eso otro que hoy se conoce como maras.
—¿Formó parte de alguna pandilla?
—Yo no, pero sí hermanos, primos, compañeros de colegio… Conocí bien ese mundo.
—¿Por qué usted no?
—No sé, yo estaba muy involucrado con la parroquia, que en aquella época era algo bien complejo, porque formar parte en un grupo parroquial era como estar en cuestiones de izquierda, aunque uno no lo estuviera.
A inicios de la década de los noventa el padre Jaime se trasladó a El Salvador, donde conoció a Abel Fernández, fundador y aún hoy superior de la congregación, quien lo puso de inmediato a trabajar con jóvenes. El trabajo que supondría un antes y un después fue el que desempeñó en el Centro Reeducativo de Menores Sendero de Libertad, ubicado en Ilobasco, Cabañas. Inaugurado en 1995, el Estado salvadoreño otorgó su administración a los Misioneros de Cristo Crucificado, y el padre Jaime pasó seis años trascendentales en el desarrollo de las maras (1996-2002) entre jóvenes infractores -pandilleros en su mayoría-, primero como máximo responsable del grupo de orientadores del centro y luego como director. Vivía dentro de Sendero de Libertad.
En noviembre de 2007, tras 15 años de trabajo y convivencia entre jóvenes delincuentes en distintas iniciativas, su superior lo puso al frente de la parroquia de Atescatempa, un pequeño municipio guatemalteco situado a no más de media hora de la frontera con El Salvador, al que se llega por un remedo de carretera que bien podría ser utilizado por la NASA para probar sus vehículos.
¿Por qué somos la región más violenta del mundo?
Responde a varios factores. Hay razones históricas: primero, que somos pueblos surgidos de la violación, nuestro mestizaje fue forzado; luego, somos hijos de las revueltas, con una historia que es revolución tras revolución; y más cerca, en los ochenta, las guerras civiles que afectaron a la región…
Usted prepondera entonces las causas históricas…
No, dije que son varios factores. Hay que ver también lo que ocurrió cuando llegó la paz. Los acuerdos se firmaron, sí, pero nadie -y cuando digo nadie es nadie- trabajó programas efectivos de salud mental. Simplemente se ignoró esa parte y no se hizo. Estos muchachos que hoy están en las pandillas son de una u otra manera hijos de la guerra, porque la guerra obligó a miles de desplazados a despertar de la noche a la mañana en asentamientos que no existían.
¿Hay diferencias de peso entre las sociedades guatemalteca y salvadoreña?
Son muy pocas las diferencias. Partamos de que en el ámbito político hay mucha relación entre las élites de los dos países, así como la hay en el ámbito económico y también en el narcotráfico y en el crimen organizado. Los pandilleros también están interrelacionados y se dan refugio cuando son acosados en sus países. Con las pandillas, eso sí, ocurre una cosa curiosa: mientras que en El Salvador tienen mucho arraigo en cantones rurales o zonas semiurbanas, en Guatemala el fenómeno solo se da en zonas urbanas marginales.
¿Considera la violencia un fenómeno estrictamente juvenil?
En Centroamérica la violencia no se circunscribe a un grupo concreto. En Atescatempa hay violencia, aunque no verás paredes manchadas porque no tenemos ni un solo pandillero. Hace unos meses, cuando en El Salvador comenzó la ley esa que proscribía las pandillas (se aprobó el 1 de septiembre de 2010), llegaron al pueblo unos pandilleros salvadoreños, expulsaron a una familia de su casa y con los días hasta comenzaron a poner la renta. Una noche aparecieron todos muertos.
¿Y ahí quedó todo?
Aparecieron muertos y ya. En otra ocasión, unos pandilleros que iban rumbo a Estados Unidos se subieron en la frontera en un pullman. El bus avanzó unos 30 minutos, hasta Asunción Mita, y ahí los pandilleros sacaron sus armas para asaltar a los demás pasajeros. Cuatro iban y los mataron a los cuatro. Abrieron el bus y los tiraron en la orilla de la calle. La misma gente los mató porque aquí todo mundo está armado, ¿me entendés? Es otro tipo de perfil, y aquí el pandillero no cuaja, mientras que en la capital y en el occidente de Guatemala es otra historia.
Usted vivió la expansión de las pandillas en El Salvador estando en un centro de internamiento de menores. ¿Qué opinión tiene del fenómeno en la actualidad?
Independientemente de lo que hagan o dejen de hacer, de si matan más o menos que lo que se les atribuye, las pandillas se han convertido en un pequeño ejército a sueldo usado por ciertos grupos de poder. A los policías que detuvieron por el asesinato de los diputados del Parlacen los mataron unos pandilleros a los que les brindaron las facilidades para moverse en una cárcel considerada de máxima seguridad. Y no es un caso aislado. Son muchos los indicios que apuntan a que el pandillero se está convirtiendo en la fuerza de choque de otras fuerzas oscuras.
¿Cómo se explica que un grupo de jóvenes de extracción humilde termina en esas ligas?
Los pandilleros se dieron cuenta de que tenían poder, que halaban gente, que eran un grupo con características difíciles de ver en cualquier otra agrupación delincuencial: fidelidad, estructura, respeto a las jerarquías, códigos de silencio… En algún momento se dieron cuenta de que tenían ese recurso, y algunos líderes lo ofrecieron al mejor postor, porque, hasta donde sé, orgánicamente las grandes pandillas no se identifican con uno u otro cártel.
En su opinión, ¿una mara es hoy crimen organizado?
Sí. La época de estar pidiendo una cora en las calles ya pasó. Ahora lo menos es la extorsión, y eso requiere una mayor organización.
En cuanto a la prevención, parece que la década de los noventa se desperdició. ¿Qué se pudo hacer que no se hizo?
En primer lugar, no se realizó trabajo preventivo en barrios ni en centros educativos; tampoco se hizo caso de las denuncias ciudadanas que alertaron sobre la expansión del fenómeno. Como el problema al principio no afectaba a las clases alta o media-alta, no se brindaron alternativas para estos muchachos ni espacios recreativos o culturales, y las inversiones se centraron en los que ya estaban en conflicto con la ley, sin que se hiciera nada por evitar el ingreso en las pandillas.
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Cuando el padre Jaime se despide, ya sea en persona o por teléfono, siempre lo hace con un “Dios te bendiga”. En una lectura superficial, sería el único detalle que lo delata como un religioso. Para esta entrevista, realizada en la espaciosa y acogedora casa parroquial de Atescatempa, se ha presentado vestido de forma casual: unos jeans y una camisola deportiva verde. Visto así, sin sotana, pasaría más como voluntario de una oenegé que como cura. Mimetizarse con el ambiente que le rodea parece ser una virtud suya. De hecho, siempre mantuvo un perfil bajo, alejado de los medios, incluso cuando era director de Sendero de Libertad, el principal centro de internamiento de menores de El Salvador. Parece ser la antítesis de otros religiosos que también conocieron de cerca las maras, pero que le apostaron a una fuerte proyección mediática personal.
Padre, evaluemos el papel que desempeñaron en aquellos años algunos actores. Empecemos por los jueces.
El problema de los jueces es que comenzaron a trabajar con un fenómeno que desconocían. Fueron preparados para un perfil de muchacho infractor y surgió otro perfil totalmente diferente. Intentaron aplicar lo que habían aprendido y no les funcionó. Por años, los jueces trabajaron con el método de prueba-ensayo-error, y les tocó actuar así porque el sistema de justicia minoril se diseñó sin tener en cuenta el fenómeno de las pandillas.
Otro actor importante: los medios de comunicación. ¿Qué papel cumplieron?
Los grandes medios de comunicación hicieron mucho daño en el tema de las pandillas, en el sentido de que las publicitaron demasiado. Para toda una generación de muchachos de barrios marginales, alejada de la educación de calidad y del deporte de élite por falta de espacios, la única forma de salir en los periódicos o en la televisión era ser pandillero. Convirtieron a los pandilleros en ídolos, en modelos a seguir, y esto ocurrió en una sociedad con una gran carencia de líderes jóvenes positivos.
¿Ídolos? ¿No está exagerando?
Conocí en aquellos años casas en las que los muchachos tenían pegadas, en las paredes, páginas de El Diario de Hoy o de La Prensa Gráfica con fotos de pandilleros. Yo siempre les hacía la broma: lo único que falta es que les pongan candelas.
Otro actor: las instituciones estatales que velan por la niñez y la juventud.
Donde mejor conocí esa situación es en El Salvador y te puedo poner casos dolorosos: de las escasas iniciativas en el ámbito de la prevención, hubo una que fue la creación en el ISPM (Instituto Salvadoreño de Protección al Menor) de operadores que debían trabajar en las comunidades. ¿Pero quiénes eran esos operadores? Cuando alguien no funcionaba en ningún otro departamento del ISPM, por indisciplinado o por incapacidad, como despedirlo era muy difícil, lo terminaban poniendo de operador. A ese perfil de empleado se le encargó algo tan importante como la prevención de calle.
¿Y qué me dice de la sociedad civil, de las oenegés?
En los primeros años nunca hizo aportes significativos ni al tema de las pandillas ni al de la delincuencia juvenil en general. Comenzaron cuando ya se estaba desbordando. El aporte de las oenegés fue mínimo, porque a la hora de buscar el financiamiento, la plata para prevención nunca fue exagerada, y muchas oenegés, con tal de garantizar fondos, aceptaban y aceptan las condiciones que exigen los donantes, condiciones que a veces no están en sintonía con la realidad de nuestros países. Además, lo poco que se ejecuta se sigue haciendo con criterios equivocados, con la creencia de que rehabilitar es solo enseñar un oficio. Para los gobiernos y las oenegés internacionales, y también para las locales, tener un edificio con un montón de muchachos trabajando es lo máximo. Y eso es una mentalidad colonialista.
De la que usted asegura que se abusó hace una década, pero ¿sigue vigente?
Esa mentalidad sigue vigente, sí, se sigue creyendo que el culmen de un programa de rehabilitación es exhibir en una feria los productos que han aprendido en un taller, y ahí no estamos en nada. Los sistemas penitenciarios en su conjunto siguen anclados en ese pensamiento: ferias para exhibir productos hechos por los internos. Pero eso no es funcional, porque nuestros mejores obreros y nuestros mejores artesanos muchas veces son nuestros mejores adictos. Yo lo viví eso. Hay que comenzar a pensar en programas de crecimiento humano.
Comenzar a pensar, dice. ¿No se ha hecho nada en esa línea?
Muy poco.
¿Las leyes penales juveniles se redactaron teniendo en cuenta la realidad de nuestros países?
En El Salvador la ley se inspiró en el modelo argentino, en el costarricense, unas sociedades muy diferentes. Cuando la Ley del Menor Infractor nació, ni los juristas ni los entes operativos creados habían pensado en el fenómeno de la pandilla. Luego se hicieron algunas reformas, pero tampoco abordaron la raíz del fenómeno. No pueden tener el mismo tratamiento un sicario y alguien que roba un celular.
¿Son nuestras leyes benevolentes con los jóvenes infractores?
No es que sean benevolentes, sino que el marco jurídico y administrativo de países como Guatemala o El Salvador no ofrece espacios de rehabilitación necesarios. Esto es como en la medicina: si te ve un médico general, que en este caso sería el juez de menores, debería saber remitirte al especialista adecuado, pero acá los estados no ofrecen especialización en los tratamientos.
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El municipio de Atescatempa conforma, junto a San José El Adelanto, Zapotitán, Yupiltepeque y Jerez una mancomunidad en el departamento de Jutiapa llamada Cono Sur. Es un pueblo pequeño –unos 15 mil habitantes, la mayoría repartidos en aldeas–, de sombreros y caballos. Aunque no dejan de reportarse asesinatos por machismo, rencillas entre vecinos o ajustes de cuentas entre contrabandistas o narcotraficantes, Atescatempa es un lugar tranquilo, dice el padre Jaime. Esa impresión me dio a mí también.
Cuando su superior lo envió a este lugar, ¿lo tomó como un alivio?
No, de hecho nunca me he alejado de la prevención y la rehabilitación: hay distintas oenegés que me siguen buscando para hacer círculos sobre estos temas, participo en paneles… Ahora estoy en pláticas con el ISNA (Instituto Salvadoreño para el Desarrollo Integral de la Niñez y la Adolescencia, el antiguo ISPM) para ver si reabrimos una comunidad terapéutica para adictos y menores infractores.
Sigue convencido de que la rehabilitación es posible…
Estoy cien por ciento convencido.
¿A pesar de lo que ha visto o debido a lo que ha visto?
Yo he visto el trabajo de algunos jóvenes muy conflictivos, a algunos incluso los seguimos monitoreando, y hoy son personas productivas y perfectamente integradas en la sociedad. Si se crean espacios idóneos de intervención, es posible la rehabilitación. Pero en la actualidad, y te voy a decir algo que quizá suene extraño en boca de un sacerdote, ni siquiera las iglesias tenemos esos espacios.
Invertir mucho en rehabilitación sin invertir primero en las comunidades, ¿no es botar dinero? El joven regresará a su comunidad tarde o temprano…
Yo no lo veo así. Si de un centro de internamiento el muchacho sale bien armado, podrá hacer frente incluso a una comunidad hostil.
¿Aplica eso también para los pandilleros?
Es más complicado pero también, porque la pandilla tiene códigos que permiten calmarse en buenos términos.
Las sociedades centroamericanas son muy violentas. ¿Hay elementos que inviten al optimismo de cara al futuro?
Los crímenes siempre dejan un mensaje, y los crímenes tan atroces que se realizan en nuestros países, y la frecuencia con que se están haciendo, a mí me indican que quienes los ejecutan no van a soltar tan fácilmente la posición en la que se encuentran.
Teniendo en cuenta el grado de violencia alcanzado, ¿no cree que hemos hipotecado una o dos generaciones?
Y eso no cambiará si no se comienza un trabajo serio de prevención. En Guatemala, en El Salvador y en Honduras…