Élmer está parado frente al portón de la escuela y nos ve llegar a toda prisa en un carro sedán que desde hace dos días truena como carreta, amén de que no está hecho para andarse metiendo entre los cerros pedregosos del norte de Morazán, en el oriente del país.
No es la primera vez que Élmer ve ese carro, pero eso solo lo descubriremos minutos más tarde, cuando decidido confiese que él tiene lo que andamos buscando. Élmer sabe a qué hemos llegado pero no confiesa nada todavía.
El fotoperiodista que me acompaña se ha bajado del carro y ha interceptado al profesor de la escuela, quien viene de caminar un largo trayecto –de hora y media- que conduce entre cerros a El Mozote.
En este caserío, hace más de 30 años, el ejército salvadoreño masacró a casi todos los pobladores. Solo se salvó una mujer. El ejército luego arremetió contra otros seis caseríos más, dejando un millar de víctimas fatales -la mayoría eran niños- y decenas de sobrevivientes que también cuentan la historia de la matanza.
Eso ocurrió en diciembre de 1981, y 30 años después, a El Mozote lo han repoblado nuevas familias. Una de ellas es la de Élmer, quien sigue guardando silencio, mientras mi compañero pide pistas y auxilio al profesor que, resuelto, nos apoya, preguntando al grupo de niños en el que se encuentra Élmer si han visto lo que los periodistas andan buscando.
Uno de los niños pasa al frente y hoy sí, decidido, suelta: “Yo tengo eso en mi casa”.
Élmer acepta subirse al carro y guiarnos hasta la vivienda, ubicada a un costado de la plaza en donde se conmemora a las víctimas de la masacre. Nos cuenta que el día anterior, mientras los niños jugaban pelota en la plaza, encontró el trípode abandonado cerca de una banca, y que lo guardó presumiendo que alguien vendría por él. En la plaza, a las 6 de la tarde del día anterior, había una docena de niños jugando y un grupo de hombres con sombrero charlando en una esquina. Nosotros nos enteramos que lo habíamos perdido hasta 12 horas después.
Élmer nos dice que no nos había reconocido, y que fue hasta que el profesor dijo “periodistas” que se atrevió a hablar, porque recuerda que el día anterior alguien le dijo que el aparato ese lo olvidaron “unos periodistas extranjeros”.
Élmer es moreno y bajito, viste una calzoneta, una camisa rota y calza sandalias de hule. Baja del carro y en cuestión de segundos entra a su casa y sale con el trípode: gris, metálico, intacto.
Le agradecemos y luego acepta una pequeña recompensa que por nada se acerca al valor del trípode que mi compañero olvidó el día anterior.
Trípode en mano, recorrimos el caserío y grabamos más tomas de lo que hoy es El Mozote: pequeñas casas que se levantan de los escombros de viejas casas derruidas, un lugar silencioso entre montañas y cerros.
Élmer, que se quedó para ver qué hacíamos, observa con minucioso cuidado cómo mi compañero arma el aparato: le estira las patas, lo fusiona con la cámara, y luego regula su inclinación.
—¿Y para qué sirve ese volado? –me pregunta.
—Es para estabilizar… Como la cámara es muy pesada, si se sostiene solo con la mano la imagen que ves en la tele queda como temblando –le digo.
—Mmm…
Mi compañero se encarama, con el trípode y la cámara a cuestas, en un techo que todavía sigue agujereado por las balas y las bombas que disparó el ejército hace 30 años.
—¿Cómo dice que se llama ese volado? –repregunta Élmer.
—Trípode.
—¿Y cuánto vale?
—No, no sé…
Élmer se ha sacado los tres billetes que le dimos y los cuenta y los mira despacio. Uno, dos, tres dólares. Sin despegar la vista de los billetes, vuelve a preguntar:
—Ha de ser caro, ¿verdad?
El Mozote, Meanguera, Morazán, El Salvador. Octubre de 2011.