José Luis Rocha. Filósofo e investigador nicaragüense en temas socio políticos. Investigador asociado del Brooks World Poverty Institute de la Universidad de Manchester
El razonamiento sobre la legalización de la cocaína y otras drogas frecuentemente se plantea en forma de dilemas inexistentes y falsos presupuestos. Voy a enunciarlos. También a denunciarlos.
1. ¿Menos muertos o menos adictos? Parece razonable presumir que la legalización de las drogas hundirá sus precios, terminará con el lucro descomunal que procura su comercio ilegal y pondrá fin a la guerra entre cárteles, cuyo fuego cruzado cobra muchas víctimas intencionales y casuales. Pero no está tan claro que el libre consumo multiplicará el número de adictos. Una vez abolida la ley seca en Estados Unidos, el consumo de whisky no se disparó. Simplemente se acabó la posibilidad de que surgieran otros Al Capones ansiosos de hacer fortuna a punta de tiros y botellas. La comercialización de la cocaína en su muy nociva forma de “crack” ha masificado su consumo. Es harto difícil imaginar una mayor masificación.
La venta de bebidas alcohólicas a menores de edad está prohibida en los países centroamericanos. ¿Esa prohibición impide que muchachitos y muchachitas compren y tomen? ¿Comprarían y tomarían muchos más si se levantara la prohibición?
2. Legalizar la droga es una aberración porque otorga libertad para drogarse.El derecho de los individuos a elegir su estilo de vida es un componente esencial de las democracias liberales que, aunque en versión tropicalizada, hemos copiado de los países “occidentales”. Comprar y disparar armas, conducir automóviles al límite de velocidad permitido y practicar deportes de alto riesgo -como el full contact karate, en el que las lesiones graves son moneda corriente- son actividades no sólo legales, sino socialmente aplaudidas. Es posible que conceder libertad para drogarse sea una aberración. Pero es una aberración que no desentona en las sociedades liberales.
3. Los drogadictos son propensos a cometer asesinatos y delitos. Los homicidios cometidos bajo el influjo de las drogas ilícitas no son más numerosos. Es exorbitantemente mayor la cantidad de accidentes de tránsito y asesinatos cometidos bajo los efectos del alcohol. Y, sin embargo, la publicidad nos sigue invitando a comprar y beber alcohol hasta donde la bolsa aguante. Del Bacardí, el Flor de Caña y las cervezas Pílsener, Gallo, Imperial y Victoria se puede decir lo mismo que dijo Quevedo de los médicos en uno de sus más famosos romances satíricos: han “muerto más hombres vivos que mató el Cid Campeador”. Contra toda evidencia, nadie reclama por la estela de asesinatos, hogares desechos, cerebros reblandecidos, compromisos no cumplidos, mediocridad laboral, talentos desperdiciados y cientos de otros males que pueden imputarse directamente a las bebidas alcohólicas. Nadie intenta procesar a sus fabricantes, comercializadores y publicistas. Por el contrario: la Pílsener y el ron Flor de Caña se han convertido en símbolos nacionales. Los spots publicitarios pregonan: “Con sabor a lo nuestro”. Estas industrias, sin excepción de país, expandieron su clientela de adictos gracias a la persecución policial de los alambiques artesanales o sacaderas. Sobre los cadáveres de la cususa, el guarón y el chaparro escalaron los rones de corbata y pedigrí para apoltronarse en una cómoda e incuestionable legalidad.
Pero la cocaína produce más ganancias desde sus escondrijos. Inyecta las carteras de diputados y ministros con certeras transfusiones de liquidez. Tras una inconsistencia con el cacareado liberalismo, los políticos siguen parapetados y esgrimen insostenibles argumentos contra una legalización que evitaría tantas muertes. En sus discursos hay una mal disimilada complicidad. Que no nos tomen el pelo. No nos muramos de una sobredosis de ingenuidad.