Los silencios de hospital son lúgubres. Como las bromas en los cementerios. El hombre joven que se sienta a mi lado está aquí porque un familiar suyo está en cuidados intensivos. “Ya no hay peligro, pero faltan un par de días para que le den el alta”. Aun así, ha preferido citarme para que hablemos en esta precaria sala de visitas, un par de banquetas junto a los ascensores y las escaleras, y no salir a alguna cafetería cercana. A veces necesitamos sentirnos cerca de nuestros problemas, aunque no sepamos cómo solucionarlos.
Me saluda de forma poco expresiva, con un “¿cómo estás?” en voz baja, pero sé que esta conversación es en sí mismo una muestra de aprecio y confianza. Nos conocemos desde hace años. Desde antes de que le dieran el alto cargo de gobierno que ahora ocupa. Desde antes de que empezaran a matar periodistas en Honduras y la corrupción generalizada de la Policía fuera noticia en los periódicos de Tegucigalpa. Ya en aquel entonces la cifra de homicidios estaba fuera de control en Honduras y era un secreto a voces que el narco era dueño de una parte del país y sus instituciones, pero el rifirrafe político distraía de los problemas de fondo. Como ahora, vamos. Como en casi todas partes.
Le pregunto con interés sincero por la salud de su familiar y sobrevolamos un par de temas triviales, pero en seguida aterrizamos en la situación de seguridad del país y en la crisis de la Policía Nacional Civil, ahogada en un proceso de depuración estancado. Parece ser que en el Congreso ya casi se logra un acuerdo para hacer borrón y cuenta nueva. El hombre a mi lado da por hecho que Honduras tendrá en los próximos años una nueva Policía. La actual ya no saben cómo salvarla. Está demasiado contaminada por el crimen organizado. Y al narco tampoco saben cómo plantarle cara.
—No somos capaces de solucionarlo. No tenemos los recursos.
—¿Para arreglar la Policía o para combatir el crimen organizado que hay detrás?
—Mirá, el problema es la capacidad desaprovechada de las estructuras que trabajan acá para los carteles. Entre un cargamento y otro buscan otros negocios: corrompen, hacen sicariato, extorsionan, secuestran... Y no tenemos recursos suficientes para enfrentarnos a ellos. Pueden comprar a quien quieran. Por eso nuestra esperanza es que el PRI gane las elecciones en México.
—¿Que gane el PRI? No entiendo.
—Sí. Si gana el PRI es posible que llegue a un pacto con los carteles como el que había en México antes. Que les dejan operar allá a cambio de que dejen de matar. Y si eso pasa, el narco preferirá trabajar allá y nos dejará más tranquilos en Centroamérica.
Parece una idea peregrina, una locura improvisada, pero la parsimonia de mi interlocutor me hace creer que no lo es. Que es algo que de verdad piensa, que lo ha discutido con otra gente. Y que esa otra gente piensa lo mismo.
—¿Eso es opinión tuya o lo habéis hablado en el gabinete?
—Lo hemos hablado. El presidente piensa igual.
—Pero eso no tiene sentido. El narco no va a abandonar un territorio conquistado... Además, acabas de decirme que acá el problema es de capacidad desaprovechada de las estructuras que trabajan para los carteles. Si disminuye el flujo de droga por Honduras las estructuras criminales locales cometerán otros delitos.
—Sí, pero con menos droga no tendrán los recursos económicos que ahora tienen. Y ahí sí el Estado podría combatirlos.
El hospital sigue en silencio. Unos metros delante mío hay un letrero que recuerda que en la planta de arriba hay una capilla para quien quiera rezar por la salud de sus enfermos. Cuando a uno no le alcanza con la ciencia, se arrodilla y pide milagros.
(Tegucigalpa, Honduras. Junio de 2012)