Bitácora / Normalización de la violencia
Yo violada (un año después)

Hace un año que Sala Negra de El Faro publicó la historia de Magaly, una joven violada brutalmente por una veintena de pandilleros del Barrio 18. Quizá alguien quiera saber qué ha sido de ella...


Fecha inválida
Roberto Valencia

Antes que nada, unas palabras de la cronista argentina Leila Guerriero, que creo pertinentes: “El periodismo narrativo tiene sentido porque no me creo un mundo donde las personas no son personas sino ‘fuentes’, donde las casas no son casas sino ‘el lugar de los hechos’, donde la gente no dice cosas sino que ‘ofrece testimonios’”.

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24 de julio de 2012. Hoy se cumple un año exacto desde que la Sala Negra de El Faro publicó una crónica titulada Yo violada. La violencia del relato y su premeditada crudeza hicieron que se moviera bastante: más de 2,000 likes en Facebook, docenas de comentarios de los lectores, elegida por los colegas de El Faro como la mejor historia de 2011, republicada en medios como periodismohumano.com,… Incluso en un paisito como el nuestro, en el que el gremio periodístico gira relampagueando llamaradas de tuza, algunos aún hoy siguen recordando la historia, y sobre todo a su protagonista: Magaly Peña. Me consta; de vez en cuando alguien me pregunta por ella.

El texto arrancaba provocador. Así: “A Magaly Peña la violaron no menos de 15 pandilleros durante más de tres horas, pero eso quizá sea lo menos importante de esta historia”. La violación tumultuaria –apenas un divertimento para pandilleros, en este caso particular de la facción Sureños del Barrio 18– sirvió como hilo conductor, pero la voz de la víctima fue complementada con las de profesores, amigas, autoridades y expertos. El resultado final fue un relato que no solo contaba un caso particular, el de Magaly, sino que denunciaba una práctica tristemente habitual –las violaciones de jóvenes– en los barrios y comunidades fuertemente controladas por las maras.

Me atrevo a suponer que una de las razones por las que la crónica tuvo el impacto que tuvo, por las que conmovió e hizo sentir ira, es por haberme tomado más de un año para conocer a su protagonista y para intentar –intentar– entender su mundo, el sótano de El Salvador, un sótano cuasi desconocido pero en el que (mal)viven más de la mitad de los salvadoreños.

En el último bloque del relato aparece esta frase: “Sé más de ella que de mi propia hermana”. No se trataba, ni mucho menos, de un recurso narrativo gratuito.

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Una estructura de terror como la que han creado las pandillas no se desmonta con un chasquido de dedos, y, en lo personal, estoy convencido de que las violaciones, los asesinatos y los enterramientos de cadáveres protagonizados por pandilleros se siguen dando desde el 8 de marzo, el día en el que se activó la tregua negociada entre la Mara Salvatrucha-13, el Barrio 18 y el Gobierno salvadoreño. Sin embargo, no deja de parecerme un irrespeto a las personas que más sufren la violencia, como Magaly, el hecho de minimizar-menospreciar-ridiculizar-boicotear la importancia de los compromisos de declarar las escuelas “zonas de paz” (comunicado del 2 de mayo), y de cesar la violencia en contra las mujeres (comunicado del 12 de julio), a pesar de los casos puntuales que contradigan la palabra empeñada por los pandilleros.

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Desde abril me estoy reuniendo con relativa frecuencia con una madre. Es, ante todo, eso: una madre. Madre sufrida de un joven que en su vida ha sido víctima y victimario, como casi todos, aunque a algunos les guste apostar a los relatos de buenos-buenos y malos-malos, sin grises, sin matices. Cuando quedamos, esa madre y yo hablamos de las ventas, de la escuela en la que estudia su hijo pequeño, del futuro, de Dios, de fútbol… El perfil lo comenzaré a escribir cuando yo sienta que ella crea que no está hablando con un periodista, cuando se convenza de que ya no la veo como a una fuente.

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20 de julio de 2012. El contacto no lo hemos perdido, pero a Magaly no la he visto en persona desde hace más de un año, desde la última ocasión en la que nos sentamos a platicar, aquella vez en una cafetería de Metrocentro. Ayer la telefoneé, y, ante mi insistencia, me dijo que podríamos vernos unos minutos en su lugar de trabajo, una pequeña oficina de una importante operadora de telefonía, ubicada en un reconocido centro comercial del área metropolitana de San Salvador.

Magaly trabaja desde hace casi un año para esa empresa de telefonía. El salario es de hambre, por supuesto, pero hay economías en las 200 dólares mensuales se consideran una bendición. Al poco de comenzar a trabajar conoció a un hombre 14 años mayor –ella hoy tiene 21–, que primero se convirtió en su novio, luego se fueron a vivir juntos, y desde hace tres meses es su marido. La boda fue sencilla: Magaly, el marido y los dos testigos. No celebraciones, no viajes. Este viernes no carga el anillo porque se le despegó la piedrita.

―Pero estás contenta, ¿veá? –pregunto al nomás vernos.
―Sí, sí, muy bien –sonríe.

Los dos viven de manera humilde pero digna en una casita que alquilan. Esa es la parte que más parece satisfacer a Magaly de su nueva vida: haber podido escapar de la casa en la que vivía. Ni su madre ni su padrastro saben aún que fue violada.

El marido es enfermizamente conservador-proteccionista. Le pidió la mano a la suegra antes que a Magaly. Todos los días la lleva y la trae al trabajo. No le deja ir sola a ningún lugar, ni siquiera a visitar a su familia –“a él no le gusta que yo vaya en bus”, me dice–. Prohibido recibir llamadas o mensajitos de hombres. De salir a divertirse con amigas, mejor ni sugerirlo. Lo de sacar el bachillerato los sábados, como era su deseo, eliminado de un plumazo. Que nuestra plática de hoy se limite a diez minutos con un mostrador de por medio es consecuencia directa del carácter de su marido.

―Pero en serio que todo bien, ¿veá? –repregunto poco antes de despedirnos.
―Sí –siempre la sonrisa, pero esta vez suena menos convincente.
―¿Segura?
―Es que… es medio raro un poco todo…
―¿No te acostumbras a la vida de casada?
―No… pero ya casi. Tiene un lado amable esto… aunque no me parezcan algunas cosas.
―¿Por el carácter de él?
―Es que es muy celoso… demasiado.

Desde hace algunas semanas están intentando tener su primer hijo.

En el sentido más literal que se pueda interpretar, Magaly es una salvadoreña más. Siempre lo ha sido.

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Otra cita para finalizar, esta vez del genial y polémico periodista polaco Ryszard Kapuscinski: “Es un error escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un tramo de la vida”.

(San Salvador, El Salvador. Julio de 2012)

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