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No habrá justicia para los torturadores de Santos

El gobierno hondureño intenta encontrar una situación negociada que enfríe el conflicto de tierras en el Bajo Aguán. Pero mientras organizaciones de campesinos y grandes terratenientes discuten por la tierra, ni un solo crimen vinculado al conflicto ha terminado en condena.


Fecha inválida
Edu Ponces

Foto Edu Ponces
 
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Santos Bernabé Cruz ya es un hombre adulto. Hace pocos meses que cumplió 18 años pero esa no es la razón de su madurez. En el lugar donde él vive, los niños de 10 y 12 años cortan hojas de palma con su machete durante horas mientras sus padres hacen “el trabajo duro”: bajar los racimos de fruta con una especie de guadaña de 10 metros llamada “malayo”. En el asentamiento campesino de Rigores, en el Bajo Aguán, igual que en la mayoría de zonas rurales de Centroamérica, los niños son hombres antes de tiempo.

Así que Santos tampoco era un niño cuando el año pasado un grupo de hombres vestidos con uniformes de la policía hondureña y del Ejército llegaron a su casa acusándolo de haber colocado un explosivo en una propiedad privada cercana. No estaba su padre, solo su hermano Byron que, con solo 6 años, tuvo el valor de enfrentarlos, pero fue apartado como un mosquito molesto de los que abundan en esta fértil región.

El grupo de hombres armados secuestró al joven de la casa de su padre, líder del asentamiento de Rigores, y lo retuvo durante horas. En ese tiempo, según su relato, lo torturaron golpeándolo con las culatas de los fusiles y con mangueras para combustible. Mientras le pedían que confesara su crimen, le colocaban una bolsa de plástico en la cabeza para que sintiera cómo el aire se le terminaba y empezaba la nada. Cuando sentían que el niño-hombre se les iba, le quitaban la bolsa durante unos instantes para que recuperara el aliento, y el proceso volvía empezar. Esta rutina solo se interrumpía cuando uno de los hombres le colocaba el cañón de una pistola dentro de la boca y le pedía una vez más su confesión. Mas tarde, lo empaparon en gasolina y lo llevaron a un cementerio donde le mostraron un agujero cavado en el suelo. Esa, le dijeron, iba a ser su tumba.

Siguieron las torturas. Las amenazas de muerte se sucedieron hasta bien entrada la noche, pero no se consumaron. Santos fue trasladado a un puesto policial en el cercano municipio de Tocoa y pasó la noche en una celda. Por la mañana lo dejaron ir, sin cargo alguno. Ni una palabra de justificación, ni mucho menos de disculpa. Solo un joven campesino golpeado y asustado vagando por las calles de una ciudad.

El conflicto de tierras del Bajo Aguán, que enfrenta a ricos terratenientes con asociaciones de campesinos en el norte de Honduras, es un problema de Estado. El Gobierno de Porfirio Lobo se ha desvivido por ofrecer una vía negociada que apague el foco rojo que, desde el golpe de Estado de 2009, se encendió en esta zona y que amenaza con romper una vez más la frágil estructura de este país. Cualquiera que conozca el problema sabe muy bien que esta pelea lenta y silenciosa entre campesinos armados y empresas de seguridad privada no necesita mucho combustible para convertirse en una revuelta de escala nacional. Hay intereses de por medio. Empresarios que controlan a políticos. Grupos de izquierda que sueñan con un levantamiento popular.

El camino, como siempre, está manchado de sangre. Medio centenar de cadáveres ha dejado ya este conflicto. Algunos, guardias y empleados del terrateniente Miguel Facussé; la mayoría, miembros del Movimiento Campesino Unificado del Aguán y también, por supuesto, unos pocos inocentes que estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado. Medio centenar de asesinatos a los que hay que sumar las incontables agresiones, amenazas y torturas que sufren mujeres, hombres y niños que ya no son niños, en el valle del Aguán.

Aunque los disparos no han cesado en todos estos años, aquí siempre ha habido negociación. Las asociaciones de campesinos, los empresarios y el Gobierno han pasado horas debatiendo documentos, redactando términos y condiciones. Se han trazado líneas en mapas que otorgan fincas a unos y otros, y se han fijado precios y formas de pago. En esos documentos se habla en detalle de propiedades, de derecho a la explotación de las tierras, de cultivos de palma africana y del valor de un aceite que se vende a excelente precio en el mercado internacional. Pero nunca se ha hablado de muertos. La justicia para las víctimas no es un punto de reclamo ni a negociación.

Ninguno de los crímenes del Bajo Aguán ha terminado en condena. Ni uno solo de los asesinos ha enfrentado a un juez ni ha ingresado en un penal. En el Bajo Aguán unos y otros hablan continuamente de derecho sobre la tierra, pero la justicia para los muertos no es una opción. Tampoco para Santos. En eso aciertan aquellos que llaman guerra a este conflicto, pues aquí, como en la guerra, los muertos solo son bajas, justificadas para ganar un poco más de tierra, un poco más de poder.

Es posible que esos acuerdos que el Gobierno hondureño tanto anhela consigan amortiguar la violencia en esta parte del mapa centroamericano. Es posible incluso, que ello consiga que la lucha por estas fincas deje de producir asesinatos y torturas. Lo que no está tan claro es si esos pedazos de papel, esos términos y condiciones, serán capaces de imponer la paz en un lugar como el Bajo Aguán, donde hombres y mujeres han aprendido una y otra vez la versión más cruda y real de la palabra impunidad. Lo que no está nada claro es si firmar un acuerdo y repartirse las tierras es suficiente para llevar la paz a una mísera casa del asentamiento de Rigores, donde un niño que dejó de ser niño fue torturado durante horas por hombres armados a los que nunca nadie va a ajusticiar.

(Bajo Aguán, Honduras. Junio de 2012)

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